Antonio Rivero Taravillo
Paréntesis, Sevilla, 2010
Fue en el ecuador de los años noventa cuando descubrí por vez primera
las prosas de viaje de Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963). Compartíamos
páginas en el suplemento cultural La Mirada de El Correo de Andalucía, un semanal sevillano, coordinado con tino
por José Luna Borge, en el que se daban cita colaboradores de innegable talento,
y recién llegados a la literatura, como Martín López-Vega o Javier Rodríguez
Marcos.
En esa
década el escritor, afincado en Sevilla desde sus primeros días
infantiles, daba comienzo a una labor
miscelánea que aglutina poesía, ensayo, crítica, traducción y libros de viaje,
género al que pertenece la edición de Paréntesis, Macedonia de rutas, precedida en el tiempo por dos volúmenes
similares, Las ciudades del hombre y Viaje por Inglaterra.
El mapa geográfico ofrece un amplio listado de puntos de fuga y
corresponde al viajero sumar pasos hasta el fin de trayecto. Es verdad que el
itinerario sólo concluye cuando el paseante regresa al umbral de partida que
para Antonio Rivero Taravillo siempre tiene el exacto formato de un folio en
blanco donde narrar la crónica de sus vivencias. Allí se plasma en mapas de
tinta el variado aporte del deambular, la completa jornada de ida y vuelta.
La globalización ha castigado a muchos destinos con un turismo gregario,
anodino y vulgar que mira distanciado y convierte a los lugares de interés en apresuradas
fotografías digitales o en postales repetidas. Antonio Rivero Taravillo acierta
a personificar cada parada; el marco geográfico es un interlocutor vivo que
relata su pasado, sus encuentros con otros viajeros o los detalles que
convierten su apariencia en un subrayado de los sentidos. Como no podía ser de
otro modo, están las ciudades atlánticas que acogieron en sus aulas y
bibliotecas al joven estudiante, al investigador filológico y al traductor; los muchos sitios de la Bética, con Sevilla
como plaza porticada del recuerdo; la
Europa nórdica; la arqueología de Roma y las arterias grises de Venecia.
También destinos de largo alcance, al otro lado del océano, en los que las
ruinas de los pueblos precolombinos conviven con el ajedrez urbano de Nueva
York, arquetipo de la metrópolis contemporánea que tanta huella ha dejado en la
literatura en castellano.
El viaje como metáfora de la propia existencia ha sido un tema
recurrente en la literatura. Andar el camino no es más que abrir una
perspectiva nueva al tránsito interior y una toma de conciencia del carácter
transitorio de cualquier destino.
Macedonia de rutas convierte
cada periplo en un relato protagonizado por el yo que deja sitio a un decorado
convertido en un agente activo. En él los detalles de la descripción, los elementos
ambientales, conviven con las relaciones que establecen los individuos que entrecruzan sus coordenadas. Cada lugar es un refugio y un punto de encuentro, un espacio
sencillo y complejo que desdice la soledad del paseante solitario y nos habla
de buena vecindad entre pasado y presente, entre libros y geografía.
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