viernes, 7 de noviembre de 2014

GASPAR MOISÉS GÓMEZ. EDÉN PERDIDO

Edén perdido y otros síntomas
Gaspar Moisés Gómez
Eolas ediciones, 2014
Fotografía del poeta: Diario de León 
LAS VOCES DE LA NADA
 
   Décadas de labor convierten a Gaspar Moisés Gómez (Serranillos, Ávila, 1927) en un sólido enlace intergeneracional. El poeta ha hecho suyas distintas claves estéticas que han ido trazando el prolongado recorrido hasta el cambio de siglo. Su densa obra, iniciada con la entrega Con ira y con amor, en 1968 ha protagonizado una sosegada mutación, desde el realismo social de los años sesenta hasta una lírica de pensamiento, más centrada en el tiempo como argumento temático central.
   En esa estela se sitúa el último poemario de Gaspar Moisés  Gómez, Edén perdido y otros síntomas. El hablante lírico busca como interlocutor a un yo desdoblado a quien exponer indicios germinales de esa etapa de cierre en la que deambula la experiencia vivencial. La conciencia percibe cercano y presente “ese punto final de la belleza”; se ha ido agostando la claridad de la amanecida y cada sujeto sigue tanteando respuestas e indicios de lo perdurable. Y en esa percepción se deja espacio a la declinación, de esa marcha tenaz hacia la amanecida. El cisne, por ejemplo, se hace representación gráfica de ese conflicto entre lo que resiste y lo finito: la belleza no es sino el encuadre parcial de lo diario. También la manzana de Adán significaba la consecución de un logro máximo, aunque esa posesión abocara a la expulsión del edén. Y es débil el gorrión en vuelo, tachando el azul del horizonte capturado por las garras del gavilán. Son elementos vitales que se hacen lecturas de un lejano sueño forjado por una identidad esperanzada.
   El declinar del tiempo deposita en el borde del no ser, deja  en la conciencia la sensación de llegada a la sombra. Lo vivido toca fondo, convierte al acontecer en una imagen congelada que se refleja en el cristal y que, poco a poco, se va diluyendo en el mapa de la memoria: “No hay otra verdad / que la que nos está mirando / con levedad mortal desde ese espejo / y agota nuestro ser hasta extinguirlo / en la belleza.”
   Cada identidad escribe la azarosa grafía de un destino cumplido, como si el itinerario fuera un recorrido de dirección única. Solo queda el patrimonio menguante de los pasos dispersos, ese ejercicio de despojamiento hacia un final en el que la muerte se transparenta. La voz se agota y se rinde el cuerpo, casi perdido la noción del origen, mirando el entorno con la distancia de quien sabe que la fugacidad es una naturaleza común y compartida y el porvenir un mero espejismo que borrará la noche. Solo queda el regreso hacia si mismo, caminar en círculo por un viaje interior para hacer de la propia identidad la razón de ser: “No agravéis aquello / que ya un dios hizo en su naturaleza  / infeliz. Que cada uno coma / su manzana. Esto ya sabemos / que no es el Paraíso. Mas dejadnos / soñar entre las hojas trémulas, / la forma que perdimos y por la que luchamos / aún de parte del ángel”
    Edén perdido y otros síntomas hace de cada verso una mirada. Con  serena palabra, sin la estridencia de lo declamatorio, los versos escriben con trazo incierto el largo soliloquio de quien mira su rostro reflejado en el tiempo. Una faz que es imagen de un paraíso perdido, casi desvanecido en la memoria, pero cierto y real, capaz de sembrar todavía la ilusión tenaz de los regresos.
 

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