Manuel Neila Fotografía de El Periódico de Extremadura |
EN LA BIBLIOTECA DE MANUEL NEILA
Habrá quien diga que regalar la biblioteca personal es un gesto
solidario; una creencia situada a una distancia ártica de mis opiniones. Para mí la biblioteca privada conforma vísceras,
nervios y huesos del escritor. Es la columna vertebral que permite el desplazamiento diario de la emoción y de la inteligencia, así que quedarse sin libros en casa es una
extirpación de la identidad, un borrado de archivos, un descalabro de quirófano.
En estos años de sociología filológica he conocido muchas bibliotecas personales; las paredes repletas de libros alineados cuadriculaban una habitación de estar para cualquier diálogo a dos voces, ese lugar
del poema que solo requería un té con limón complementario, una cervecita
estival y algunas aceitunas deshuesadas para perder el sentido del tiempo. Ayer,
en Morata de Tajuña, ese municipio tan cercano a casa que duerme tras las curvas de la cementera, me volvió a ocurrir: perdí el reloj de las prisas en la
biblioteca de Manuel Neila.
Mientras el poeta iba y venía con revistas, fotocopias de artículos y volúmenes de aforismos de clásicos y contemporáneos, yo dejaba mi destartalada miopía en el orden callado de los estantes; en ese silencio fui acumulando
asombros hasta dibujar en mi retina la foto fija de la felicidad.
Volví a Rivas con una bolsa repleta de libros; muchos regalados por el
escritor, y otros en un servicio de préstamo exquisito que me permitirá algunos
meses de estudio e intensa lectura. En el itinerario de regreso escuché música clásica con son crecido y vislumbré un invierno con sol sobre un valle verdecido de olivos. De cuando en cuando aparecían en las lomas estantes repletos de libros. Todos se abrían dispuestos al tacto lector de Manuel Neila.
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