Canciones para el día de después Antonio Aguilar Rodríguez Huerga & Fierro Editores La Rama Dorada Madrid, 2018 |
JARDÍN DE INVIERNO
Precediendo a los poemas de canciones para el día de después,
Antonio Aguilar Rodríguez deja una introducción aclaratoria del hecho concreto
que sirve como detonante escritural. Si es cierto que los poemas deben ser
autónomos y adquirir pleno sentido desde sus versos, el enfoque y la
sensibilidad que impulsa su recorrido es un dato necesario para que su
semántica adquiera un perfil completo. Hay otra cuestión previa que llama la
atención en el título: la expresión el día de después, aunque singulariza el
día y subraya cuándo, crea un uso preposicional cacofónico en la lectura; se
hubiese podido soslayar, sin variantes significativas con el aserto el día
después que tiene magma afín, si se me permite el matiz.
La razón de escritura se expone son lúcida
convicción: “Es un poemario que muestra la búsqueda, no la reconstrucción del
yo, más bien, el descubrimiento, la aceptación. Habrá quien lo lea en clave
biográfica, intentando reconocer aquí y allá hechos que ya no existen y que
perfectamente podrían no haber existido, pero esa parte, la de la lectura ya
escapa también a mis palabras”.
La sección inicial, “Canciones” compila dos
apartados en los que es habitual el uso del poema breve y una dicción
figurativa en la que se insertan algunos referentes culturales. El primer paso
vislumbra una amanecida nocturnal, una actitud de espera que se enuncia con el
tono a media distancia del narrador: “Se levantó y apenas hizo ruido. /
Arrastró su maleta hasta la puerta. / Un tropel de caballos negros cercenó / la
luz de la mañana”. Es el instante que precede al viaje, pero en su enunciado el
itinerario a cumplir no sugiere una estela luminosa en la que germine la
esperanza sino un gesto casi nocturnal que abre la inquietud y el desasosiego.
Algo se rompe y en esa narración de un hecho luctuoso es necesario el verbo
objetivo, no la implicación íntima de quien sufre el desgarro sino la palabra
del testigo que ignora las razones o que solo conoce una parte de la verdad.
Es un tiempo de intimidad en el que el
discurrir contiene un tacto frío; hay que desplegar un mapa nuevo que contiene
la cartografía del ahora y en el que se diluyen los relieves del pasado. Hay
que sembrar un punto de luz nuevo que señale la senda de regreso. El abandono
abre un tiempo extraño en el que se ha malogrado la cosecha común del fruto
compartido; ahora todo es erial y páramo en el que nada crece. Solo quedan las
palabras para gemir esa canción del día después, que dictamine esa tragedia
íntima de quien explora el dolor solitario.
Pero la ausencia y la separación tienen
rostros bifrontes, y el segundo momento de estas canciones sigue el rastro
afectivo del otro. Como si fuesen las desperdigadas notas de una canción, las
señales de paso se suceden. En ellas se esconde la incertidumbre, pero también
el perdón y la posibilidad del regreso para protegerse del frío. La mirada
parece descubrir si es posible la inflexión, si puede cobijarse entre las
sombras algún hilo de luz. Al cabo, “La esperanza no tiene otras premisas: /
nace como una flor, / como una flor se pudre”. Pero el yo ya es otro y no es
posible revertir esa mutación, recuperar la casa, la identidad primigenia, la
cadencia de las mismas palabras.
Antonio Aguilar Rodríguez encuentra en el
poemario de Anne Carson La belleza del
marido: un ensayo narrativo en 29 tangos (Lumen, 2003) un recorrido
paralelo sobre el desmoronamiento de la convivencia y sobre las cicatrices sin
cerrar. El estar juntos es un tango solemne que ha de bailarse hasta el final,
hasta que concluye el desgarro de la melodía y el cansancio se posa en cada
movimiento. El íntimo refugio del afecto se ha convertido en solar donde duerme
el derrumbe, como arqueología del pasado que no encuentra sitio en el ahora. Y
así se ponen amarillos los calendarios, para dar fe de vida de una década que
ha convertido la herida en un recuerdo: “En la reconstrucción / de los hechos –
la tiza sobre el cielo raso- / no halló los trozos de esta nada, / ya tan solo
hubo reconocimiento”
Recordar genera expectación y sentencia, el
deseo de cerrar el círculo y seguir caminado en línea recta. No hay ajustes de
cuentas sobre el dolor del corazón, solo palabras que dan voz a una historia,
que ponen la quietud de una verdad: para vivir es necesario asomarse al abismo
muchas veces.
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