jueves, 20 de septiembre de 2018

ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ. CANCIONES PARA EL DÍA DE DESPUÉS

Canciones para el día de después
Antonio Aguilar Rodríguez
Huerga & Fierro Editores
La Rama Dorada
Madrid, 2018
JARDÍN DE INVIERNO

  Precediendo a los poemas de canciones para el día de después, Antonio Aguilar Rodríguez deja una introducción aclaratoria del hecho concreto que sirve como detonante escritural. Si es cierto que los poemas deben ser autónomos y adquirir pleno sentido desde sus versos, el enfoque y la sensibilidad que impulsa su recorrido es un dato necesario para que su semántica adquiera un perfil completo. Hay otra cuestión previa que llama la atención en el título: la expresión el día de después, aunque singulariza el día y subraya cuándo, crea un uso preposicional cacofónico en la lectura; se hubiese podido soslayar, sin variantes significativas con el aserto el día después que tiene magma afín, si se me permite el matiz.     
  La razón de escritura se expone son lúcida convicción: “Es un poemario que muestra la búsqueda, no la reconstrucción del yo, más bien, el descubrimiento, la aceptación. Habrá quien lo lea en clave biográfica, intentando reconocer aquí y allá hechos que ya no existen y que perfectamente podrían no haber existido, pero esa parte, la de la lectura ya escapa también a mis palabras”.
   La sección inicial, “Canciones” compila dos apartados en los que es habitual el uso del poema breve y una dicción figurativa en la que se insertan algunos referentes culturales. El primer paso vislumbra una amanecida nocturnal, una actitud de espera que se enuncia con el tono a media distancia del narrador: “Se levantó y apenas hizo ruido. / Arrastró su maleta hasta la puerta. / Un tropel de caballos negros cercenó / la luz de la mañana”. Es el instante que precede al viaje, pero en su enunciado el itinerario a cumplir no sugiere una estela luminosa en la que germine la esperanza sino un gesto casi nocturnal que abre la inquietud y el desasosiego. Algo se rompe y en esa narración de un hecho luctuoso es necesario el verbo objetivo, no la implicación íntima de quien sufre el desgarro sino la palabra del testigo que ignora las razones o que solo conoce una parte de la verdad.
   Es un tiempo de intimidad en el que el discurrir contiene un tacto frío; hay que desplegar un mapa nuevo que contiene la cartografía del ahora y en el que se diluyen los relieves del pasado. Hay que sembrar un punto de luz nuevo que señale la senda de regreso. El abandono abre un tiempo extraño en el que se ha malogrado la cosecha común del fruto compartido; ahora todo es erial y páramo en el que nada crece. Solo quedan las palabras para gemir esa canción del día después, que dictamine esa tragedia íntima de quien explora el dolor solitario.
  Pero la ausencia y la separación tienen rostros bifrontes, y el segundo momento de estas canciones sigue el rastro afectivo del otro. Como si fuesen las desperdigadas notas de una canción, las señales de paso se suceden. En ellas se esconde la incertidumbre, pero también el perdón y la posibilidad del regreso para protegerse del frío. La mirada parece descubrir si es posible la inflexión, si puede cobijarse entre las sombras algún hilo de luz. Al cabo, “La esperanza no tiene otras premisas: / nace como una flor, / como una flor se pudre”. Pero el yo ya es otro y no es posible revertir esa mutación, recuperar la casa, la identidad primigenia, la cadencia de las mismas palabras.
   Antonio Aguilar Rodríguez encuentra en el poemario de Anne Carson La belleza del marido: un ensayo narrativo en 29 tangos (Lumen, 2003) un recorrido paralelo sobre el desmoronamiento de la convivencia y sobre las cicatrices sin cerrar. El estar juntos es un tango solemne que ha de bailarse hasta el final, hasta que concluye el desgarro de la melodía y el cansancio se posa en cada movimiento. El íntimo refugio del afecto se ha convertido en solar donde duerme el derrumbe, como arqueología del pasado que no encuentra sitio en el ahora. Y así se ponen amarillos los calendarios, para dar fe de vida de una década que ha convertido la herida en un recuerdo: “En la reconstrucción / de los hechos – la tiza sobre el cielo raso- / no halló los trozos de esta nada, / ya tan solo hubo reconocimiento”
   Recordar genera expectación y sentencia, el deseo de cerrar el círculo y seguir caminado en línea recta. No hay ajustes de cuentas sobre el dolor del corazón, solo palabras que dan voz a una historia, que ponen la quietud de una verdad: para vivir es necesario asomarse al abismo muchas veces.   



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