Tatuajes criminales rusos Fedosy Santaella Oscar Todtmann editores Caracas, Venezuela, 2018 |
CONVICTOS CON
TATUAJES
El quehacer lírico, como género literario, desde los albores del
movimiento romántico convirtió la identidad del protagonista subjetivo en la
zona centro del poema. Desde ese enfoque reducido se hace una valoración extrema
del intimismo y se analiza, con profundidad y apasionamiento, la mutación del
sujeto biográfico en personaje que actúa sobre un escenario verbal. Esta
concepción del hecho poético abrió una producción de amplio cultivo
generacional en la que se solaparon otras estrategias expresivas, como la
poesía narrativa. A su rescate recurre Fedosy Santaella (Puerto Cabello, Estado
Carabobo, Venezuela, 1970) al configurar los pretextos argumentales de su carta
de presentación poética Tatuajes
criminales rusos, un título de impacto al que viene bien, para ahuyentar
cualquier desconcierto, las líneas interpretativas de Eleonora Requena y
Jacqueline Goldberg: “La mayor parte de los tatuajes a los que se asoma este
libro no son ficción. Quemaron la piel de auténticos criminales confinados en
las cárceles de la Unión Soviética. Eran grito que marcaban territorio, ejercía
poder y daba cuenta de las más íntimas historias de sus temibles portadores".
La fuerza del escritor como creador de ficciones en libros de relatos
y novelas es ampliamente conocida en la geografía peninsular donde se han
publicado sus novelas Los nombres y El dedo de David Lynd, ambas por la
editorial Pre-textos y ha conseguido reconocimientos como el Premio de novela
corta Ciudad de Barbastro, contingencias que se añaden a una travesía literaria
de amplia aceptación en Venezuela.
Así que el libro de poemas enlaza sus puentes ficcionales con la poesía,
aunque no olvida sus referentes en prosa. Así, Tatuajes criminales rusos usa como proemio una cita de A sangre fría, novela cumbre de Truman
Capote. Las composiciones son una mirada en la grieta, un intento de preservar
las voces marcadas por el dolor, la desesperación y el miedo de un puñado
asimétrico de inquietantes presencias carcelarias. Esta reconstrucción desde la
palabra busca una inmersión profunda en las simas abisales del prójimo. La poesía
se convierte en un ejercicio de apropiación de otro latir, de los cuerpos
cansados de esos convictos con tatuajes. Y lo hace sin poner distancias
previsoras, estableciendo un lenguaje directo y en primera persona del cauce
argumental, para que los versos testifiquen y zarandeen la memoria, se
conviertan en el registro sentimental de una biografía abocada en el tiempo a
cumplir un pacto con el encierro y el silencio.
Cada sujeto es rastro de un destino marcado. ocupa un lugar escueto en
algún círculo dantesco que dejó sobre el dintel la menor esperanza. Cuando se
preguntan, las voces miran hacia el pasado, suenan lejos, como si buscasen esos
espacios intactos donde fuese posible regresar. Todo lo vivido es huella y
polvo, un lecho inane de hojarasca que dispersa la brisa, o que duerme la
callada quietud de la melancolía. Son secuencias que se guardan dentro, pero
también allí la luz está tapiada y ponen su tacto el frío y la inclemencia.
Los soliloquios expresan esa larga conversación de la conciencia consigo
misma. En las colonias de trabajo, el discurrir ha ido escribiendo en las
dermis cuarteadas sombríos tatuajes que salvaguardan historias. Las imágenes
encallan en el cuerpo para recordar por fuera, pero también por dentro, la
quemadura de lo aprendido. Quien se lee a sí mismo está solo y las palabras que
lo expresan no son suficientes. Por eso, los tatuajes son necesarios. Se
convierten en una topografía de sangre; es la caligrafía desatinada de un
párrafo vital que ahuyenta el temor de los que miran la piel cauterizada, o de
los que bajan los párpados para acoger el sueño.
En aquel encierro la felicidad no existe, es una palabra vacía, como el
ojo perforado por la aguja de quien durmió a deshora. Aún así, no son pocos los
que sueñan con el regreso, los que aspiran a una amanecida donde la luz lave
los ojos y muestre la piel limpia.
Los poemas de esta carta de presentación de Fedosy Santaella cuentan
historias y llevan detrás un amplio proceso de documentación que ratifica lo
anecdótico. Ensamblan un territorio de desolación donde la iconografía
patibularia de las instituciones carcelarias rusas aporta un lenguaje marginal,
críptico, pero de absoluta precisión para los iniciados. Descubren una realidad
perturbadora en la que el estado, como poder omnímodo y totalitario, adquiere
una fisionomía castradora frente al estar rebelde individual. Sus métodos condenan
al repliegue en el yo, a la ausencia de todo; a la necesidad de saber que el hombre
está solo. Las mansas sílabas de la palabra libertad son el
rastro gastado de un sueño marginal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.