Pasos al atardecer Diario 2004-2005 José Luna Borge Eolas Ediciones León, 2018 |
LA BUENA COMPAÑÍA
El diario, siempre abierto y
proteico, vuelve a mirar los calendarios para observar en ellos sus rincones
más valiosos, esos espacios con relieve que se preservan en la memoria, como si
no cesara en ellos el empeño de vivir dos veces. José Luna Borge (Sahagún,
León, 1952), autor de una fecunda obra poética, ensayista y antólogo, es un
persistente escritor de diarios. ha publicado hasta la fecha cuatro entregas
autobiográficas, a las que añade Pasos al
atardecer, volumen que rememora el paréntesis temporal que discurre entre
2004 y 2005.
El prólogo recuerda que los
diarios son “un puñado de señales de vida que se van grabando en las paredes de
la memoria”; también que los contenidos no buscan la solemnidad del gesto épico
y redentorista sino un círculo de arena en el solar: “La vida y sus
insignificancias, las minucias corrientes de los días, es la materia prima de
mis diarios. Estas minucias no son nada y a veces las he denominado como la
nada de los días, pero no siendo nada, pero, no siendo nada, todas ellas en
implacable sucesión van tejiendo el manto de los días que nos amparan”.
La escritura se esfuerza en
atrapar la fugacidad, esos esquejes que amenazan con agostarse de inmediato, si
que se hayan podido constatar sus brotes renacidos. En medio de esta conmoción
se abre camino el flâneur, suma
huellas un coleccionista de fragmentos que capta sobre la marcha la longitud de
onda, que percibe y goza de una ambientación fluctuante y porosa, donde se aposenta diluido el devenir.
José Luna Borge es riguroso y
coherente en su concepción del diario; siente la necesidad de una escritura que
sea veraz consigo misma, que se configure limpia y natural, sin agudezas,
imposturas y arabescos. Así afloran, en el avance argumental, las asimetrías de la
intimidad y el círculo de afectos más cercano, las grietas mohosas de los días
laborales, marcados por una política de desatinos que ha llenado las calles de
desganados operarios y el rumor del tiempo, siempre protagonista central,
siempre desabrido y cejijunto, como si se empeñara en ahuyentar sueños y
esperanzas.
Como no podía ser menos, el
atentado terrorista del 11 M es un núcleo reflexivo esencial en el diario. El
radicalismo islámico y su barbarie siega el futuro de cientos de vidas y
propicia un corte drástico del sistema democrático, un gobierno bajo sospecha
pierde las elecciones y las calles ponen en sus aceras las secuelas de la
tragedia y el rostro más siniestro del miedo. Pero la norma de lo diario
es la inercia, la sensación de que “hay días en que no pasa nada y te das
cuenta de que esa nada es la sal de la vida, lo que nos rodea y hace más
doméstico nuestro paso”.
La voz enunciativa de José Luna
Borge se mantiene en el tiempo. Como en otras entregas, retorna la topografía
habitual de su mapa afectivo: Sevilla, Salobreña, Sahagún, León… También los
regresos al legado literario de Walser, Víctor Botas, Miguel d’Ors, José Luis
García Martín, o Miguel Sánchez Ortiz, y la inmersión en los propios proyectos
literarios, siempre signados por la incertidumbre, la urgencia de terminar y
esas sensaciones críticas que dejan la soledad y la reflexión interior. Las páginas de Pasos al atardecer constatan que el relato autobiográfico, en su
caminar discontinuo, es una meditación en voz alta sobre el transitar; un
cúmulo de pensamientos sobre una etapa que constituye en su aparente monotonía
un significativo periodo de enriquecimiento intelectual, una reflexión sobre
claroscuros existenciales, un reflejo nítido de las secuencias vividas. Es el
esfuerzo de la conciencia por percibir su densidad en el espejo. El hecho de
salir al día con la pupila abierta y subjetiva para afrontar ese despliegue que
ensambla objetos y sensaciones dispares; para hacer de la materia anecdótica un
registro permanente, una disciplina de la voluntad, un cuerpo textual que se
hace en la página fe de vida, “sin enigmas ni veladuras, sin ficción”, con la
textura intacta del hombre de la calle, de carne y hueso.
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