Biología, historia Antonio Jiménez Millán Visor Poesía, Colección Palabra de Honor Madrid, 2018 |
SOL PONIENTE
Por su capacidad sugeridora, qué atinado parece el aserto Biología, historia que el poeta y
profesor universitario Antonio Jiménez Millán (Granada, 1954) utiliza para reunir
los poemas más recientes. El logrado título aglutina espacios cognitivos
complementarios: la biología es la ciencia que estudia los seres vivos, los
procesos vitales y su evolución en el tiempo; en cambio, la historia alude al
conjunto de acontecimientos vividos como individuo y colectividad. Ambas
disciplinas, en última instancia, constituyen una mirada al sujeto en el tiempo
y un desvelamiento del periodo histórico en el que se gesta su identidad.
El poeta deja en el pórtico del libro otros referentes culturales de
interés: la dedicatoria a Luis García Montero, director de la colección Palabra
de Honor, amigo con quien ha recorrido un completo itinerario repleto de
complicidad estética, y estudioso que ha firmado reflexiones críticas del
máximo interés sobre el quehacer creador, como el prólogo “Antonio Jiménez
Millán: la conciencia y el tiempo”, que sirve de umbral a Ciudades (Antología 1980-2015). También son balizas necesarias los
dos aportes paratextuales: la conocidísima cita de Fernando Pessoa que alude al
poeta como fingidor, y el párrafo de James Joyce, extraído de Retrato del artista adolescente. No son
gestos gratuitos sino indicios que subrayan una sensibilidad que conexiona el
carácter autobiográfico de la escritura y el continuo aporte de la experiencia
vital.
La lírica de Antonio Jiménez Millán elige el recuerdo para recuperar elementos
enunciativos. La infancia se muestra como trazado de sentido único. En su
gestación, la voz verbal convierte a la memoria en refugio. En ella, amanece
renovado y repleto de matices colaterales el intimismo. El sentimiento se
empeña en clarificar códigos cifrados, como si las partituras del escaparate de
una tienda de música contuviesen esa felicidad introspectiva que da sentido a
lo temporal. La evocación recorre la ciudad, Granada, dibujo arquetípico que
alza su laberinto urbano repleto de experiencias en el entorno de lo real y hace
posible la mirada amable y esperanzada del yo en otro tiempo. Desde esa
indagación, el sujeto se contempla a sí mismo como una ficción que se perfila a
través de unas pocas imágenes. Recordar es alzar un territorio erosionado que
trae consigo el tacto y la memoria del pretérito.
Ya hemos comentado que buena parte de la voz lírica de Antonio Jiménez
Millán tiene como sustrato territorial la evocación. El pasado se aquieta, no
se distancia y construye un discurso de permanencia que comparte intersecciones
con el presente. A veces trasporta al litoral de la melancolía, cuyo patrimonio
es un trasfondo de imágenes que tiene la textura de lo emotivo. En el poema
“Doce de septiembre” el yo personaje celebra su cumpleaños. Sesenta velas.
Alrededor rozan la piel los desajustes de la realidad, como un lastre que cuarteara
la esperanza y que subraya la situación de fugacidad, la ineludible cita con la
nada. Desde ese estado de aceptación del ser transitorio nacen otras
composiciones que confirman el fragmentario cauce de la conciencia y el empeño
del lenguaje de dar luz a las disoluciones. Al cabo, el recuerdo contiene
lejanos espejismos que ya no están al alcance, que parecen traviesas
resistentes, a flote, bajo la tibia luz de un sol poniente.
Una cita de Oscar Wilde recuerda que el nombre que solemos dar a los
errores cometidos en el oficio de vivir se llama experiencia. Y es diáfana esa
mirada a contingencias personales que aguantan en el discurrir, con una piel
ajada, adusta y seca. En el apartado “Disolución” vuelven a formularse los
pasos en el tiempo de magisterios hechos de incertidumbre y piel ausente. El
afán colectivo es un legado en el que se cuestionan grandes conceptos,
proclives a componer una épica falsa. Es el caso de la guerra civil y de
aquellos interminables bombardeos que propiciaron muertes y exilios, hoy tan
lejanos que apenas pueden despertar interés en las aulas de alumnos que
consultan el móvil o tienen recorridos personales en los que no caben las
páginas de la historia. El dolor y el frío de la posguerra se transforman en indiferencia.
Todo se apaga y traza su negación sin ruido, su asiento en los rincones de la
memoria como una estela mínima destinada a borrarse.
El tramo final es una reflexión sobre la pérdida. Contiene también una
mirada crítica a esas ideologías totalitarias que han erosionado la convivencia
hasta convertir al otro en un enemigo. Bajo el dictado del fundamentalismo se
ha creado una historia a la medida, una trinchera entre nosotros y ellos, que
llena las calles de patriotas, himnos y banderas: “Muy pronto descreí de las
banderas / y me alejé de aquellos / que imponían su idioma a los demás / en
nombre de espejismos imperiales / y de
siniestras águilas fascistas. / Pero también
me fueron muy ajenas / las leyendas del pueblo y de la tierra, / la
búsqueda de los orígenes, de la pureza intacta”.
Aunque en los diferentes apartados los
argumentos son autónomos y van jalonando tramos de asuntos, todos coinciden en
buscar las ventanas de la memoria a partir de una sensibilidad que atiende a
los pautados movimientos del pensar, la voz se torna elegía, compromiso con la coherencia
cívica y homenaje con magisterios que han puesto los cimientos de la propia
pared creadora. En ese aprendizaje nace la gratitud a Jaime Gil de Biedma, Franz Kafka, Miguel Hernández o Antonio
Machado…
El escritor incorpora a su poblado itinerario creador la prosa poética
en la sección “Carnets”. Nos deja composiciones que sustentan una notable veta
reflexiva sobre la música como voz callada que pone fondo al silencio, o sobre
el resentimiento, una muesca en el ánimo que tanto clarifica el complejo
entramado de causas y efectos de los prestigios literarios. Vivir es andar a
tientas, sumar imágenes que después se resguardan en el viejo cajón de la
memoria como carnets que exigen fotos nuevas; deja sitio a abandonos y
encuentros; toma el pulso a sueños vanos que nunca se cumplieron.
El vértigo del tiempo y sus vibraciones sísmicas impulsan los poemas de
“Rehabilitación”. Los pasos de la edad conllevan síntomas y terapias, guardan
en los espejos un ser desconocido cuyos trazos muestran debilidad y torpeza; un
ser otro que registra en sus pulsaciones el desajuste de la enfermedad. Es esa
biología indeclinable que toma sitio en lo diario con descarada impunidad, que
lentamente acaba erosionando las esquinas del cuerpo o convierte el dolor en
alevosa rutina.
Las etiquetas críticas establecen líneas de demarcación; exploran los
momentos escriturales en el transcurrir. La voz poética de Antonio Jiménez
Millán nació ligada a “La Otra sentimentalidad” y más tarde a la “poesía de la
experiencia” para desembocar en un intimismo reflexivo y realista. Sus versos
piensan y leen históricamente el patrimonio de un sujeto anclado en la
intrahistoria. Son pautas de un ideario que clarificó con solvencia el profesor
y ensayista Juan Carlos Rodríguez, a quien se dedica la composición final. El
poema entrelaza afecto y filosofía vital, gratitud y voluntad de seguir, sin
hacer mucho caso a las leyes del tiempo, buscando caminar, ligero de equipaje,
un paso más allá.
JOSÉ
LUIS MORANTE
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