Francisca Aguirre (1930-2019) (Madrid, imagen de La Razón |
in memoriam
FRANCISCA AGUIRRE. HOMENAJE
Los
compartimentos generacionales suelen ser poco permeables con la obra de autores
que publican tarde, cuando la nómina ya está cerrada. La nueva voz queda
entonces en un territorio neutral que no se corresponde con el asignado por su
fecha de nacimiento y es difícil integrarse en las promociones siguientes, con
las que coincide en años de publicación. Francisca Aguirre nació en Alicante en
1930; por tal circunstancia habitaría la celebrada generación del medio siglo;
sin embargo su opera prima, Ítaca
-galardonada con el Premio Leopoldo Panero- apareció en 1972, cuando el
venecianismo, de la mano de Pere Gimferrer y Guillermo Carnero se había
convertido en estética dominante y marcaba el rumbo de la década.
Aquel libro
nos dejaba elementos perdurables en la poesía de Francisca Aguirre -intimismo,
autobiografía, indagación existencial, sentimientos y relaciones entre el otro
y el yo- y sobre todo marcaba las coordenadas de un perfil creativo que en
arranque del siglo XXI podemos abarcar en toda su dimensión, cuando se publica Ensayo General, una compilación de
trayecto que acoge la poesía escrita entre 1966 y 2000. La sobria edición de
Calambur se abre con un extenso trabajo de Emilio Miró titulado “Mester de
vida” que analiza este largo tránsito creativo.
Ítaca está impregnado de simbolismo. La
patria de Ulises es isla refugio y espacio de regreso, pero también encierro y
soledad para una Penélope condenada a una larga espera. Comprimida por un
anillo de agua, Ítaca es desolación que conserva los ecos y ha perdido las
voces, un gran mirador para otear el horizonte o mirar la estela de los
náufragos. En esa latitud del abandono, Penélope, alter ego de la autora, nos traza
su panorama existencial desde la memoria y desde las paredes de ese vacío
cotidiano que nos deja la ausencia de verdades. Cierra este libro umbral una
colección de aforismos que condensan toda la meditación existencial abordada en
las composiciones. Al ser reeditado en 2017, Ítaca incorpora un prólogo firmado por Marta Agudo en el que se
resalta el tono angustiado del hablante poético y la actitud de espera. Quien
aguarda es el sujeto paciente, encerrado en sí mismo en una Ítaca interior, que
borra cualquier decepción para dar sentido al regreso.
Si la
reescritura de un verso de Rubén Darío -”Francisca Aguirre, acompáñate”-era el
colofón de Ítaca, su segunda salida, Los trescientos escalones, comienza con
un homenaje poético a César Vallejo y se prolonga con otro a Antonio Machado.
No son las únicas gratitudes presentes en el libro. Además se canta la
escritura de Juan Carlos Onetti, en un largo poema narrativo desgajado de El astillero. Prevalece en estos poemas
la actitud meditativa; los trescientos escalones son un camino de vida y
distancia, de sensaciones y vivencias.
También
florecen en el libro la mirada social-una perspectiva condicionada por la
ausencia del padre y la durísima posguerra- y la preocupación metapoética.
Oficio de tinieblas denomina Francisca Aguirre al recado de escribir y se nos
expone otra convicción: es imposible escribir una poética que no sea aquella que nos ayude a calcular la zona de
vacío que discurre entre la vida y la muerte.
La música,
recibida como una lluvia germinadora, es el motivo central de la tercera
colección, escrita entre 1970 y 1974, titulada La otra música. Ritmo y vida se emparejan a través de imágenes y
metáforas que reconstruyen el clandestino pentagrama del azar cotidiano: la soledad, el miedo, los
reencuentros y las despedidas.
En Ensayo general -premiado con el Esquío
de poesía- asistimos a los pormenores de una representación teatral en la que
primero se nos presentan en clarificadores monólogos dramáticos los personajes
que pueblan el escenario -sombras clásicas como Casandra, Cronos o el coro...-
y en la segunda parte, en boca de la troyana, se recorre un argumento nucleado
sobre la relación de pareja.
El libro que
ha servido a la autora para denominar a su obra completa presenta destacables
novedades formales: los poemas de la primera parte están escritos en prosa
poética, mientras que en la segunda es el soneto la estrofa utilizada, hasta el
epílogo.
Pavana para el desasosiego rastrea la historia que hay detrás del
tiempo. En él la escritura se convierte en un inventario de apariciones porque
la palabra es restitución. Detrás de los espejos, al borde de la música, las
cosas que se han ido todavía nos hablan en un suceder previsible en el que sólo
el amor nos desasosiega y nos somete al ritmo lento y pautado de una pavana.
La poesía
completa agrupa también una colección de inéditos que se presentan por primera
vez como libro bajo el título de Los
maestros cantores. Son más de treinta poemas que enaltecen una tradición
lectora, en la que duermen los grandes nombres de la poesía de siempre, con
algunos creadores en prosa como Kafka. Son notas de biblioteca, invocaciones y
apuntes a pie de página de quien halló en los estantes valiosos interlocutores
que ensanchan la conciencia.
Toda recopilación
es un balance de resultados. Por tanto su lectura tiene el sesgo crepuscular
del trayecto cumplido. Ante la obra de Francisca Aguirre el lector tiene la
idea de que el ayer es herencia viva, un río cotidiano cuyas aguas nos mojan a
cada instante. El otro gran legado de su poesía es la mansedumbre de la música, fondo sonoro que aviva la inquietud
de la memoria.
Prosigue
senda en 2006 con La herida absurda,
cuya semántica nocturnal es evidente. Existir es un continuo ejercicio de
respirar dolor, un gesto asmático que tiene el regusto de la sangre. No hay
corazón indemne; todos habitamos la ausencia. Son pocos los poemas exentos de
esta impresión tenebrista: “Al parecer sólo se alcanza el paraíso / tras haber
habitado una gran temporada en el infierno “. La existencia niega y duele, es
un extraño sitio donde las ilusiones nunca se cumplieron. Paul Celan abría un
resquicio a la esperanza recordando que queda algo de lenguaje y algo de
destino; de ese modo “Transparencias”, tramo final del poemario, argumenta en
torno a la evocación, la reivindicación de la inocencia en los ojos de un niño
o la ciega esperanza del sosiego: “Definitivamente amo / el escándalo
deslumbrante de la vida: / muy pocos paraísos comparables / al asombro que nos
regala la existencia…”
Con Nanas para dormir desperdicios consiguió
en 2008 el Premio Valencia de Poesía. En este poemario se hace evidente un
cierto tono irónico. Concede a los textos un tono evocativo y distanciado que
permite la objetivación frente a la contemplación de lo real. Si la
temporalidad es tránsito y terco caminar hacia la nada, la existencia apenas
deja entre los dedos una estela gastada de desechos, una incisión leve que solo
es posible recuperar mediante la palabra. de este modo, el poema se hace
cántico para que la música redima y dé amparo a tanto escombro. Al cabo, el
desperdicio mayor es la pérdida, ese incontinente diluirse en la nada como si
lo vivido fuera un sueño cuyo tacto apenas nos rozó.
La poeta
abre un nuevo estrato argumental en Conversaciones
con mi animal de compañía (2013), donde la vertebradura autobiográfica se
mitiga para mantener un diálogo socrático con el gato. Apacible y manso,
ejemplo de sosiego y ternura, el gato despierta un largo viaje a las
reflexiones del devenir. Pero el empeño no es tan sombrío como en otros textos,
la caricia y la piel tan cálidas y cercanas en el estar diario dan paso al
humor y a un mediodía en el ánimo más dispuesto a la confidencia y al disfrute
de las pequeñas cosas del entorno.
El mismo
año ve la luz la antología Detrás de los
espejos (1973-2010), un recuento parcial, y algunos de sus poemarios se
traducen a ámbitos cercanos como el francés o el italiano, lo que difunde un
viaje singular a la palabra que siempre acerca a la condición humana.
El cauce
poético de Francisca Aguirre, compilado en enero de 2018 por la editorial
Calambur en el volumen Ensayo general.
Poesía reunida 1966-2017 avanza con un empeño indagatorio. El yo mira tras
los cristales del destino; percibe en los trazos del entorno los signos de un
discurrir maltratado por la decepción y el desamparo. El poema entonces se hace
vigilia, regresa a la memoria, tantea en los rincones de la incertidumbre hasta
mostrar su carne mortal, el nido frágil de una urgente esperanza.
Ayer fallecía la poeta en su domicilio madrileño. Nos queda su poesía, un legado poético maduro, hecho siempre con el fervor indeclinable del compromiso, con ese abrazo fuerte de tiempo, pensamiento y recuerdo. Descanse en paz, Francisca Aguirre.
JOSÉ
LUIS MORANTE
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