La lección de Pulagarcito (Aforismos) Félix Trull Prólogo de Ander Mayora Karima Editora Puzol-Valencia, 2019 |
MIGAJAS
El devenir existencial de los pseudónimos
suele ser discreto, como si las contingencias biográficas fuesen migajas del
yo; asuntos varios con escueto poder nutricional. Quede, por tanto, como
apunte al paso, que Félix Trull es casi un ciudadano inadvertido que practica
el sedentarismo y la literatura de pensamiento lacónico, donde ha firmado las
entregas Metas volantes (2015) y Líneas de flotación (2018). Sus
breverías también han visto la luz en distintas revistas digitales y en papel y
en antologías del género.
Una de las mejores incorporaciones del paisaje actual del decir breve, Ander Mayora se encarga de firmar el texto
introductorio. Lo hace con el tono paradójico de quien sabe que el umbral no es
estar dentro, o que el prólogo es solo una apertura que añade espera al
contenido del libro. Aún así, intuye con descripción precisa que los aforismos
de Trull “manan chispeantes y juguetones a veces, severos y agridulces otras,
pero siempre con una confianza y bondad de fondo en la que nos podemos
reconocer, porque nos los muestra en aquello que compartimos: la rutina diaria
de la vida discreta, que fluye incansable y silenciosa”.
La cita de Blaise Pascal refrenda le
carácter huidizo del pensamiento, ese trasiego de un asunto a otro. Lo fragmentario es reflejo nítido de una realidad transitoria y mudable que
especula con los significados de emociones y pensamientos. No se trata de establecer
un púlpito de solemnidad, sino de sondear, como sucediese en la mayéutica de
Sócrates, el material interno que cada sujeto aporta en pos de descubrir en su
interior el verdadero conocimiento: “Hay dos tipos de personas: las que te
brindan un mapa y aquellas que vuelven a despertaren ti tu dormida vocación de
cartógrafo. Sólo estas últimas merecen el nombre de maestras”.
Desde esa búsqueda se avanza en una senda de
convivencia, convencido de que la vida social añade a la singularidad del yo un
espacio de conflicto, una eclosión de pétales mustios, pero también de
afinidades y empatías que generan sentimientos de raíz fuerte. Así nace el huidizo
espacio de libertad que reivindica un mirador propio en la forma de entender la
existencia. Las palabras son una casa grande cuyas habitaciones cobijan la
posibilidad de estar y ser, aunque la incertidumbre y las dudas perduren en el estiaje de los calendarios: “Ni el más entusiasta de los aforistas defendería que todas las frases
breves son verdaderas, ni menos aún que todas las verdades caben en una frase
breve”; “Un aforismo no es un eslogan: no vende nada. Un aforismo no se puede
corear: es un prófugo nato”; “Nada evidencia tanto nuestro auténtico fondo
moral como las motivaciones que atribuimos a las acciones de los demás”.
Cada aforismo en sí es un espacio de
reflexión. Félix Trull anota sus indagaciones en torno al género, como si
postulase una estética del aforismo que permite contemplar cada frase, sin
mitificaciones, a tamaño natural: “Comprender sin prender. Prendándose de”; “La
espera es la cosecha de sí misma. Incluso si se revela estéril, ya ha dado su
fruto”; “La opinión personal es el último refugio de quienes no pueden alcanzar
un conocimiento fundado”; “La lección que se aprende en los desiertos es la de
que el auténtico espejismo eres tú mismo”.
Todo libro de aforismos muestra la
musculatura conceptual de un espacio de racionalización en el que se dan la
mano el sujeto ensimismado en sus laberintos domésticos y el ciudadano que
reconoce su pertenencia al mundo compartido de los actos ajenos. Así, en La lección de Pulgarcito nace una
travesía de argumentos, un camino iniciático que va sembrando huellas y migas
de pan, porque siempre confía en el regreso, esa ruta que vuelve a la amanecida. Al
cabo, como sugiere Félix Trull: “La vida da tantas vueltas, y a tanta velocidad, que a veces me da la
impresión de que se está empezando a quedar quieta”.
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