Hasta que nada quede (Poesía reunida 1978-2019) José Antonio Martínez Muñoz Prólogo de León Molina Chamán Ediciones Colección Chamán ante el fuego Albacete, 2019 |
LETRAS,
VIDA Y UN POCO DE JAZZ
No hay que sembrar mucho optimismo para entender. El espacio
reservado a la poesía en la sociedad contemporánea no es mucho mayor que el de
la solitaria complicidad de un puñado de amigos. Un intercambio de
confidencias y cervezas en un local
semivacío donde suena un poco de jazz. Así lo corroboran las cifras y letras
del mercado, el pesimismo cejijunto del sector al completo y el extrañamiento habitual de tantos paseantes de lo cotidiano que
solo en caso de necesidad extrema recurren al libro. Por eso valoro más el
entusiasmo laboral de editores independientes como Pedro Gascón y Anaís Toboso
que, al frente de Chamán Ediciones, continúan apostando por propuestas singulares,
sin más horizonte que facilitar la transición entre el discurso poético y el
lector, sin más evidencias que ampliar la realidad con nuevos molinos.
Sale a descubierta Hasta que nada
quede (Poesía reunida 1978- 20199) el primer volumen de la producción
lírica de José Antonio Martínez Muñoz (Murcia, 1959). Poeta y
periodista de amplio recorrido radiofónico, comienza a escribir poesía en
las postrimerías de los años setenta, cuando la algarada culturalista se iba
sosegando y tomaba cuerpo, al comienzo de la década siguiente, un abanico de
bifurcaciones estéticas que dejarían en primer plano el ideario figurativo. De
este modo, el trayecto creador de José Antonio Martínez Muñoz se forja en
cuatro décadas de escritura con notables transiciones estéticas. Pero la obra
recogida en Hasta que nada quede (Poesía
reunida 1978-2019) ratifica una buscada marginalidad. Solo escucha los
parámetros de la propia voz y no los cantos grupales, entonados por los coros al
uso. Se vislumbra el quehacer de una renovación lingüística que opta por una
modulación subversiva y singular, inmersa en una búsqueda individual. Así lo
ratifica el autor del prólogo, el poeta, antólogo y aforista León Molina, quien
despoja al extenso legado recogido de coyunturas y modas. Desde la cálida
evocación de una juventud cómplice, el introito rescata la fotografía epocal de
un joven de verbo apasionado y conversación curtida con la tradición, que hace
del periodismo puerta laboral, como si buscase entender los engranajes de una
actualidad aleatoria y compleja. Conocer al hombre es también conocer al poeta
sin líneas divisorias porque en la diversidad de registros y en el notable
despliegue de recursos expresivos está, con plenitud visible, la autenticidad
del camino, su recorrido en el tiempo. León Molina remansa el paso del prólogo
para completar una intensa indagación en los poemarios, sus características
formales, sus temas y sus claves más íntimas que dan a la lectura una ventana
de claridad.
El compendio de libros publicados es grande y por tanto es previsible un
entrelazado de navegaciones que varíe las claves iniciales y la intensidad de
los componentes afectivos del sujeto verbal. Se constatan también los evidentes
retornos a los temas básicos y ese continuo moldeado formal que
conjuga y condensa diferenciados espacios expresivos. Paisajes y amaneceres varían con el tiempo y se requiere no insertar el libro en un momento histórico
concreto o en una etiqueta reduccionista. El volumen Hasta que nada quede es esencialmente la historia de un proceso. Desde
el primer paso, el escritor aleja convenciones y se acerca al poema con una fuerte
libertad formal. El trabajo en prosa, tan proclive a la enunciación descriptiva, incorpora préstamos de fuentes diversas como la canción, la poesía,
el legado artístico o los destellos fragmentados de la realidad que la memoria
guarda, como señales transitorias. Hay también un claro afán trasgresor en
derivaciones ortográficas como los signos de puntuación, o en la inclusión en
el poema de tachaduras espesas. La negra tinta oculta el rumor solapado de los
versos fallidos o simbolizan esa mano de olvido, o convierte al poema en un molde inacabado que nunca acaba de
conseguir su verdadero sentido.
Pero los poemarios no tienen una formulación poética uniforma. En cada
libro cambia el rumor cadencioso del lenguaje, la música callada del verso, o
el hilo argumental que en ocasiones se acerca hasta el realismo desnudo de la
prosa. Se oye el discurrir celebratorio de una canción y se busca un desarrollo
unitario y prolongado como sucede en el poema río de “Nocturno para saxo”, una
composición amorosa de fuerte intensidad sentimental.
El discurso autobiográfico de Uno recuerda
la presencia del yo desdoblado como habitante fértil del poema; vida y
escritura se entrelazan para hilvanar vasos comunicantes del tránsito personal.
La vida entonces hace balance y muestra ese inventario repleto de pequeñas
derrotas, como si la ceniza y el vacío ya mantuviesen en los labios la
respuesta final. También algunos poemas de La
lluvia en el cristal refrendan esa condición de fragilidad en el devenir,
como precisa con laconismo extremo este aforismo lírico: “Era un hombre común
que escribía solo al morirse un poco”. En este poemario, de extenso desarrollo,
hay también abundantes composiciones con grandes afinidades con el
microrrelato, como si evidenciaran los límites cambiantes del poema siempre
dispuesto a convertirse en un apunte autobiográfico o en una tesela ficcional.
Suena fuerte el matiz semántico del aserto El hombre atardecido como si resaltara el retorno existencial a la
Ítaca del vacío. Con fuerte apoyatura cultural, ese recorrido del sujeto Ulises
o Nadie percibe su condición de náufrago y ese manso crepitar del tiempo cuando
se hace ceniza. Denso se escucha el gotear del tiempo, el respirar cansado de
la noche. Esa atardecida crepuscular de la conciencia que acepta la idea de que
no hay regreso y ya florece la rosa de la nada. esta sensibilidad conclusiva cubre los versos de El
viento de la Gehena. El ser para la muerte es destino implícito en el
transitorio caminar del sujeto. El vacío se cumple: “Sé que he de morir: / ya
no es preciso el invierno”. El peso de la tradición, como senda abierta que
hace posible la apertura del propio camino, justifica la crecida de préstamos y
citas. También la reactualización de voces del canon, que llegan hasta el taller del poeta para aflorar
con nueva formulación. Hacen posible esta técnica constructiva los nombres
de Lao-Tsé, Homero, Elliot, Emily Dikinson… Como si sus palabras arbitraran esa
funcionalidad específica de formularse en el ahora.
El libro inédito hasta la fecha Fragmenta
reivindica el experimentalismo y da voz a los signos gráficos como elementos significativos que acercan esta mirada del poeta a la poesía
visual y a la importancia verbal de lo omitido. Esta escritura elíptica parece desgajarse del curso general de Hasta que nada quede y adquiere una
notable autonomía expresiva. Asimismo,
es amanecida la escritura de Oscurana,
tan heterogénea en su concepción y tan plural en la suma de indagaciones
reflexivas sobre la identidad, la naturaleza y la condición del
figurante lírico. Otros fragmentos resaltan por tu disposición versal y sus
aperturas formales, siempre bucles abiertos para la incitación especulativa. Se añade como epílogo el poema “Sofoclea” y un amplio apunte de
incidencias biobibliográficas que trazan los andenes en el tiempo de la
producción publicada.
José Antonio Martínez Muñoz no es un poeta conformista. Mantiene una
verticalidad expresiva inquietante. Le gusta practicar el funambulismo verbal. Ha leído mucho.Y en sus versos se percibe con frecuencia el contraluz de
la biblioteca. Su palabra sobre palabra no es confesionalismo ni autobiografía, pero en el verbo es epidermis la erosión personal de lo vivido. En sus libros no
hay anclajes tribales sino ruta propia, fraguada en el tiempo. Su poesía evidencia la fragmentación del sujeto y su deambular enajenado. Una voz a solas que no solo es señal de lo vivido sino indagación profunda en la
propia esencia del ser.
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