MISCELÁNEA
El aro de latón
Miguel Ángel
Gómez
Ediciones
Cypress Cultura
Colección
Quaderna Vía
Sevilla,
2020
El quehacer creador de Miguel Ángel Gómez (Oviedo, 1980) ha crecido muy deprisa, casi con la fuerza de una floración tropical. El frondoso sotobosque aglutina poesía, aforismos, geografía autobiográfica, ficción en prosa y artículos en medios escritos. Todo en poco más de quince años de taller literario, si integramos en el trayecto los aportes sueltos que aparecieron en las compilaciones colectivas Soledades juntas (2005), Perro sin dueño (2007) y El triunfo de la muerte (2011). El afán literario de este asturiano, licenciado en Filología Hispánica y docente de Enseñanza Secundaria, suma ahora, en el intervalo pandémico que ha confinado actos culturales y vida social, una introspección anfibia: El aro de latón. El propio escritor la define, en nota de apertura, como una madeja multicolor que invita a tirar del hilo para degustar un trabajo poco dado a la hojarasca verbal que ha ido sumando páginas misceláneas en el demorado avance del tiempo. Hay que tener muy cerca el ideario poético de Miguel Ángel Gómez para aceptar de inmediato que el sustrato metaliterario es uno de los cauces fuertes de El aro de latón, título que emana de unos versos de Raymond Carver que aluden a aquel artilugio de los días de infancia. Propone el libro un tanteo en libertad; asume una pluralidad de sensaciones acogida por la estrategia enunciativa. La poesía se personifica para convertirse en inquisitiva interlocutora, interesada por las actitudes de la vida diaria y por la forma de afrontar la relación con los objetos al paso del sujeto poético. De este modo, los escuetos apuntes del fragmento ocultan el instante sucediendo del haiku: “Ladera blanca. Es como nuestras vidas. Tonos oscuros”. En las páginas de El aro de latón se multiplican los referentes culturales: Charles Chaplin, Celan, Chamfort, Cheever. El escritor confía en las imágenes de un legado amplio de lecturas, repleto de símbolos y caminos de conocimiento. El resultado de tantas horas de biblioteca expande interpretaciones. Enseña a mirar de un modo personal, hermético y con amplia libertad para dar cauce a los contenidos de un tiempo complejo e impulsor de contradicciones y paradojas: “vivo siempre en el absurdo de la tiniebla que pinta mi época. Tengo que admitirlo. Cuando me siento a la buena máquina sé que el pasado ya tiene un aire ceniciento”. Pero en esa realidad desajustada sobrevive inalterable un mundo individual en el que el amor y los afectos sentimentales son núcleos gravitatorios. Conceden al yo un refugio de intimidad, una soledad que contrae lo racional en un estado de luminosa introspección y se distancia de onirismos y expectativas. A ese refugio también llega el rumor aleatorio de la calle, como si ese apresurado deambular necesitara el sosiego pautado de la escritura, un apunte perdurable que le conceda un poco de vida: “Lo que amo observar desde el café es el hormigueo constante, la gente que pasa con su rutina a cuestas”. La percepción del entorno que deja la escritura de El aro de latón es fragmentaria. Los textos adquieren un molde maleable. A veces aparecen como poemas en prosa cuajados de imágenes, otras con la cálida y precisa dicción de un aforismo, o con el desarrollo argumental de un microrrelato que atiende al pautado discurso de lo racional para buscar los pasos firmes de un argumento completo lleno de recuerdos. Pero siempre, la voz del escritor completa una singular polifonía en la que se escucha el paso de las horas, un entrelazado de confabulaciones imaginarias y paisajes que construye con afanosa tenacidad un baúl en sus manos, para guardar dentro, como escribió Pessoa, todos los sueños del mundo.
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