La llama inversa Beatriz Russo Huerta y Fierro Editores Colección Rayo Azul Madrid, 2020 |
OLOR DE LA MEMORIA
El relevantes trascurso literario de Beatriz Russo congrega diversidad.
Su trabajo integra un paisaje plural, con itinerarios por la poesía, los guiones cinematográficos,
la traducción y la novela, aunque las tres ficciones narrativas escritas hasta
la fecha permanecen inéditas. Como itinerario central, ha construido un corpus
lírico que deja como andenes En la salud
y en la enfermedad (2004), La prisión
delicada (007), Aprendizaje (2010), Universos
paralelos, (10), Los huecos de la
lluvia (2010), Nocturno intenso (2014),
Perfil anónimo (2017) y Naobá y los pájaros (2018); en suma, una
sólida producción en un lapso temporal que apenas sobrepasa los quince años.
Los poemas acogidos en su entrega más reciente, La llama inversa, optan por un título simbólico. La densa carga semántica aglutina claridad, refugio y cercanía, pero también intimismo confidencial y camino. Con el epígrafe como referente cobra sentido orgánico un poemario que se organiza sus instantáneas verbales en dos grandes apartados, “La edad de los incendios” y “Lo efímero humano”, a los que sigue una emotiva coda final de agradecimientos.
Beatriz Russo traza las líneas cromáticas de su visión estética empleando como única estrategia expresiva el poema en prosa. Es una caligrafía que acentúa la cadencia narrativa y el sentido unitario de La llama inversa, como si los textos hilvanaran en su conjunto un perfil autobiográfico, entrelazando palabra confidencial existencial y onirismo. Así sucede en el nutrido apartado inicial que lleva como citas de apertura versos de Vicente Aleixandre, Juan Larrea y Vicente Huidobro; son nombres de la tradición literaria con una relación directa con el ideario surrealista y en aleatorio fluir de la conciencia; sus citas comparten la inmersión temática en el fuego y sus matices. El poema de apertura postula una situación de partida: “Todo se inicia en la cantera.”; desde esa materia germinal amanece un propósito de construcción en el que la voz poemática está frente a sí misma, buscado sentido al deambular del pensamiento por lo transitorio. La llama entonces aparece como mínima lumbre que perdura intacta entre los muros de la reflexión.
Existir es caminar sin tregua, hacer memoria de un cúmulo de secuencias vitales que delimitan el paréntesis de la infancia en un contexto en permanente construcción. El pasado se evoca como un magma que fusiona elementos sensoriales, destellos emotivos y las abiertas costuras del subconsciente. La voz del sujeto poético se hace también testigo de los pasos que comparten senda y contingencia, que van apurando los signos de identidad de una época; así se gestan mínimos homenajes a presencias que un día desaparecieron, dejando entre las manos un recuerdo tenaz, casi lleno de sombras.
Cada texto conjuga un territorio introspectivo: “La tierra es un camposanto repleto de lamparillas”. La hoguera es el consenso fuerte de lo colectivo que a la vez concita el amanecer cálido y la sombra furtiva del pirómano que aspira a cumplir su rastro de inflamable destrucción. El apartado inicial está marcado por las coordenadas del fuego y por su callado afán de acumular “cenizas a las puertas de las casas con su olor de memoria chamuscada” pero también por ese impulso de soledad que lleva a alejarse de la multitud para vagar por las asperezas de la intemperie, lejos de los códigos gregarios del grupo.
En el apartado, algunas instantáneas cobran una gran fuerza emotiva; por ejemplo, las que describen el accidente físico y el rastro de la recuperación hospitalaria que obliga a erigir nuevos cimientos; la luz se vuelve amarga y se clausura el estar diáfano de la infancia para abordar una nueva forma de caminar, de estar en el desamparo. Otras situaciones como el deseo, el desamor, la soledad o la muerte son estelas fuertes que marcan “la edad de los incendios”, ese tiempo en el que lo vivido se desvanece y se convierte en cenizas.
El apartado “Lo efímero humano” define la naturaleza del ser en las palabras. La evidencia de la maternidad concede un nuevo papel y disgrega una parte de la propia identidad, como si adquiriese vida un apéndice autónomo. El poema entonces se hace más indagatorio, como si necesitara buscar las claves del devenir temporal que da sentido al deambular de los náufragos. Se hace complejo caminar por una maraña de rutas sin que existe una luz que ponga un signo auroral en el horizonte; el terco fluir de los días invita a subsistir, como un mar en blanco que borra la necesidad de hacer preguntas.
En La llama inversa el poema en prosa se hace testigo de una voz herida por la evocación y la distancia. Con una dicción de máximo pulimiento formal se alza un techado de imágenes en las que resuena las vibraciones contradictorias de la percepción. Lo que se desvanece debe abordarse con elementos objetivos que confirmen las vibraciones iniciales y el hecho natural del crecimiento, sin connotaciones sombrías: “Ver nacer produce nostalgia. Ver morir es el principio del vértigo”.
Los poemas acogidos en su entrega más reciente, La llama inversa, optan por un título simbólico. La densa carga semántica aglutina claridad, refugio y cercanía, pero también intimismo confidencial y camino. Con el epígrafe como referente cobra sentido orgánico un poemario que se organiza sus instantáneas verbales en dos grandes apartados, “La edad de los incendios” y “Lo efímero humano”, a los que sigue una emotiva coda final de agradecimientos.
Beatriz Russo traza las líneas cromáticas de su visión estética empleando como única estrategia expresiva el poema en prosa. Es una caligrafía que acentúa la cadencia narrativa y el sentido unitario de La llama inversa, como si los textos hilvanaran en su conjunto un perfil autobiográfico, entrelazando palabra confidencial existencial y onirismo. Así sucede en el nutrido apartado inicial que lleva como citas de apertura versos de Vicente Aleixandre, Juan Larrea y Vicente Huidobro; son nombres de la tradición literaria con una relación directa con el ideario surrealista y en aleatorio fluir de la conciencia; sus citas comparten la inmersión temática en el fuego y sus matices. El poema de apertura postula una situación de partida: “Todo se inicia en la cantera.”; desde esa materia germinal amanece un propósito de construcción en el que la voz poemática está frente a sí misma, buscado sentido al deambular del pensamiento por lo transitorio. La llama entonces aparece como mínima lumbre que perdura intacta entre los muros de la reflexión.
Existir es caminar sin tregua, hacer memoria de un cúmulo de secuencias vitales que delimitan el paréntesis de la infancia en un contexto en permanente construcción. El pasado se evoca como un magma que fusiona elementos sensoriales, destellos emotivos y las abiertas costuras del subconsciente. La voz del sujeto poético se hace también testigo de los pasos que comparten senda y contingencia, que van apurando los signos de identidad de una época; así se gestan mínimos homenajes a presencias que un día desaparecieron, dejando entre las manos un recuerdo tenaz, casi lleno de sombras.
Cada texto conjuga un territorio introspectivo: “La tierra es un camposanto repleto de lamparillas”. La hoguera es el consenso fuerte de lo colectivo que a la vez concita el amanecer cálido y la sombra furtiva del pirómano que aspira a cumplir su rastro de inflamable destrucción. El apartado inicial está marcado por las coordenadas del fuego y por su callado afán de acumular “cenizas a las puertas de las casas con su olor de memoria chamuscada” pero también por ese impulso de soledad que lleva a alejarse de la multitud para vagar por las asperezas de la intemperie, lejos de los códigos gregarios del grupo.
En el apartado, algunas instantáneas cobran una gran fuerza emotiva; por ejemplo, las que describen el accidente físico y el rastro de la recuperación hospitalaria que obliga a erigir nuevos cimientos; la luz se vuelve amarga y se clausura el estar diáfano de la infancia para abordar una nueva forma de caminar, de estar en el desamparo. Otras situaciones como el deseo, el desamor, la soledad o la muerte son estelas fuertes que marcan “la edad de los incendios”, ese tiempo en el que lo vivido se desvanece y se convierte en cenizas.
El apartado “Lo efímero humano” define la naturaleza del ser en las palabras. La evidencia de la maternidad concede un nuevo papel y disgrega una parte de la propia identidad, como si adquiriese vida un apéndice autónomo. El poema entonces se hace más indagatorio, como si necesitara buscar las claves del devenir temporal que da sentido al deambular de los náufragos. Se hace complejo caminar por una maraña de rutas sin que existe una luz que ponga un signo auroral en el horizonte; el terco fluir de los días invita a subsistir, como un mar en blanco que borra la necesidad de hacer preguntas.
En La llama inversa el poema en prosa se hace testigo de una voz herida por la evocación y la distancia. Con una dicción de máximo pulimiento formal se alza un techado de imágenes en las que resuena las vibraciones contradictorias de la percepción. Lo que se desvanece debe abordarse con elementos objetivos que confirmen las vibraciones iniciales y el hecho natural del crecimiento, sin connotaciones sombrías: “Ver nacer produce nostalgia. Ver morir es el principio del vértigo”.
JOSÉ LUIS MORANTE
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