Donde arraiga destierro José Manuel Ramón Prólogo de Anna Rossell Ars Poética / colección Ars Nova Oviedo, 2020 |
PÁLPITOS DEL PENSAMIENTO
En la senda creadora personal, que ha
alentado proyectos de gratísimo recuerdo como la revista Empireuma, junto a José Luis Zerón y Ada Soriano, y la traducción de varios libros desde
el portugués, José Manuel Ramón (Orihuela, 1966) busca el centro de la llama en
la poesía. El afán lírico ha sumado hasta la fecha el cuaderno Génesis del amanecer (1988), La senda honda (2015), La tierra y el cielo (2018) y culmina
viaje con la terna Trilogía
de la reencarnación, un quehacer escritural que encuentra su razón de ser en
la lírica meditativa y en su hermético deambular.
La segunda entrega de la trilogía, Donde arraiga destierro despliega sus recodos verbales con una introducción clarificadora de Anna Rossell. La breve percepción crítica “El poeta, demiurgo y criatura,” alude a la maleable identidad del sujeto. Medita con el afán exploratorio para indagar ámbitos de conexión y zonas de penumbra entre el protagonista interior, siempre escaparate de limitaciones y flaquezas, y las pluralidades significativas del lenguaje.
Con esta percepción sale a superficie un libro denso, complejo en lo formal, organizado en cuatro tramos de conocimiento que comparten hondo cauce existencial y una estela de citas que refuerzan el peso trascendido de instantáneas vitales. El tramo auroral “Estigmas” aporta un doble paratexto de Ives Bonnefoy y Allan Kardec que da paso a la inercia pensativa; sondea los estratos frágiles de lo transitorio. El devenir arrastra pasos pretéritos, vestigios y pérdidas que dejaron su ausencia en el epitelio del hablante lírico.
José Manuel Ramón emplea una cadencia expresiva sostenida, donde se eliminan las pausas ortográficas, como si los distintos fragmentos compusieran un único monólogo intimista que condensa en sus moldes el desandar pautado por el desengaño. El poema no elude la experimentación visual caligramática, como si fueran rupturas en el trascurso de los versos, saltos vacíos en el aleatorio fluir de la conciencia frente a las manecillas tercas del presente. El muestrario textual preserva la perspectiva de límites borrosos de la incertidumbre, el delirio que franquear para llegar a la otra orilla del sosiego.
La sección “A ras de hierba”, que sitúa como entrada unos versos de César Vallejo, pertenecientes a Los heraldos negros, nace con el tono intimista de quien busca una salida a la madrugada, como si las palabras quisieran recuperar la transparencia, el bisbiseo de la luz entre la penumbra de afanes e insomnios del sujeto a solas: “La aurora / brinca sobre pavorosos días / y escenifica claros armisticios / con los que trasmitir / equidades”. Los poemas inciden en la idea de catarsis y limpieza interior, porque el pensamiento necesitara recuperar la navegación sin rencores ni máculas, esa primera claridad que propicia el arraigo de colores y formas.
José Manuel Ramón busca para el tercer abanico de poemas un título simbólico que incide en la idea de que la poesía es abrazo y comunión: “El bosque que somos”. El pleno simbolismo del árbol recuerda la persistencia de la raíz y su fuerza para tantear en lo oscuro. El entorno nocturnal es una lenta esclusa que requiere apertura y ofrece ángulos de meditación en la conciencia. En la tierra fértil del pensamiento se hace fuerte la semilla de otra realidad que sostiene la voluntad de ser, esa necesidad de buscar sentido e inocencia.
La claridad cómplice de la esperanza encuentra sitio en el último apartado “La vasta dimensión”. La construcción existencial va forjando en los días nuevos espacios habitables, tierras ignotas en las que sentir la voz dialogal del círculo cotidiano en un ámbito de cercanía. El estar callado de la naturaleza proclama la fuerza de los ciclos, ese desbrozar de señales que deja la corriente de la temporalidad que propicia mudas y transformaciones en lo rutinario.
En Donde
arraiga destierro persiste el pálpito confidencial del pensamiento. Afloran
desde la memoria incómodas cenizas que invitan al despojamiento; es necesario
que cada ausencia y cada pérdida tengan su sitio, su pactado destierro, su
añoranza en la terca maraña de la soledad en la que duermen materia y espíritu.
En los poemas de José Manuel Ramón se cobija el
destierro en la propia conciencia. Poemas a solas, que conectan la estridencia
declamatoria de la realidad y el latido interno de un sujeto contraído en la
duda, que asume la ontología del hombre como un lugar de tránsito con andamios de aire,
propicio a la orfandad frente al mañana.
La segunda entrega de la trilogía, Donde arraiga destierro despliega sus recodos verbales con una introducción clarificadora de Anna Rossell. La breve percepción crítica “El poeta, demiurgo y criatura,” alude a la maleable identidad del sujeto. Medita con el afán exploratorio para indagar ámbitos de conexión y zonas de penumbra entre el protagonista interior, siempre escaparate de limitaciones y flaquezas, y las pluralidades significativas del lenguaje.
Con esta percepción sale a superficie un libro denso, complejo en lo formal, organizado en cuatro tramos de conocimiento que comparten hondo cauce existencial y una estela de citas que refuerzan el peso trascendido de instantáneas vitales. El tramo auroral “Estigmas” aporta un doble paratexto de Ives Bonnefoy y Allan Kardec que da paso a la inercia pensativa; sondea los estratos frágiles de lo transitorio. El devenir arrastra pasos pretéritos, vestigios y pérdidas que dejaron su ausencia en el epitelio del hablante lírico.
José Manuel Ramón emplea una cadencia expresiva sostenida, donde se eliminan las pausas ortográficas, como si los distintos fragmentos compusieran un único monólogo intimista que condensa en sus moldes el desandar pautado por el desengaño. El poema no elude la experimentación visual caligramática, como si fueran rupturas en el trascurso de los versos, saltos vacíos en el aleatorio fluir de la conciencia frente a las manecillas tercas del presente. El muestrario textual preserva la perspectiva de límites borrosos de la incertidumbre, el delirio que franquear para llegar a la otra orilla del sosiego.
La sección “A ras de hierba”, que sitúa como entrada unos versos de César Vallejo, pertenecientes a Los heraldos negros, nace con el tono intimista de quien busca una salida a la madrugada, como si las palabras quisieran recuperar la transparencia, el bisbiseo de la luz entre la penumbra de afanes e insomnios del sujeto a solas: “La aurora / brinca sobre pavorosos días / y escenifica claros armisticios / con los que trasmitir / equidades”. Los poemas inciden en la idea de catarsis y limpieza interior, porque el pensamiento necesitara recuperar la navegación sin rencores ni máculas, esa primera claridad que propicia el arraigo de colores y formas.
José Manuel Ramón busca para el tercer abanico de poemas un título simbólico que incide en la idea de que la poesía es abrazo y comunión: “El bosque que somos”. El pleno simbolismo del árbol recuerda la persistencia de la raíz y su fuerza para tantear en lo oscuro. El entorno nocturnal es una lenta esclusa que requiere apertura y ofrece ángulos de meditación en la conciencia. En la tierra fértil del pensamiento se hace fuerte la semilla de otra realidad que sostiene la voluntad de ser, esa necesidad de buscar sentido e inocencia.
La claridad cómplice de la esperanza encuentra sitio en el último apartado “La vasta dimensión”. La construcción existencial va forjando en los días nuevos espacios habitables, tierras ignotas en las que sentir la voz dialogal del círculo cotidiano en un ámbito de cercanía. El estar callado de la naturaleza proclama la fuerza de los ciclos, ese desbrozar de señales que deja la corriente de la temporalidad que propicia mudas y transformaciones en lo rutinario.
José Luis Morante
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