Ritual del laberinto Julio Mas Alcaraz Epílogo de Jordi Doce Bartleby Editores Madrid, 2021 |
EL SUEÑO DE OTRO
Licenciado en Ciencias Económicas, Master
of Arts in Filmmaking por la London
Film School, guionista, productor de cortometrajes, cineasta y poeta, Julio
Mas Alcaraz (Madrid, 1970) respira un vitalismo poliédrico singular, a trasmano
de etiquetas generacionales. Su corpus poético arranca con la entrega Cría del ser humano (Vitruvio, 2005), un
empeño de búsqueda entre los límites de la realidad y el espacio imaginario. Su segunda aparición lírica, El niño que bebió agua de brújula, con
liminar de Antonio Gamoneda, suscitó un fuerte temblor mediático, siendo
elegido como uno de los mejores libros del año. Casi una década ha tardado
Julio Mas Alcaraz en dejarnos su nuevo fruto, Ritual del laberinto, que ha optado, por no condicionar la mirada
lectora con el prólogo contextual. Por eso ubica la mirada crítica del poeta,
traductor y ensayista Jordi Doce en el epílogo, como expresiva conclusión
final.
En Ritual del laberinto percibimos
un desarrollo orgánico secuenciado en torno a dos nombres propios, Lucía y
Lorea. Ambas identidades cruzan un puente temporal que rebobina el pretérito
para aportar instantáneas vitales rescatadas por la memoria. De ese quehacer
ensimismado de reconstrucción y sentido nace el aporte de Lorea y su retorno al
espacio germinal de Lucía, la casa familiar. Los pasos de Lorea suenan a
incertidumbre; llegan con la lluvia triste de la angustia y el empeño en
sobreponerse al vacío y la ceniza: “II”: “Cómo entrar por primera vez / a un
bosque calcinado”. El rumor fuerte de la evocación da forma narrativa al
reguero de imágenes perdidas, a esa caligrafía de humo de un enfrentamiento
fraticida, nunca apagado. Volver a vislumbrar las paredes derruidas del ayer es
dar voz a Lucía en el pueblo y a teselas de la memoria personal que tienen
un doloroso significado: las despedidas, los días del prisionero, la definitiva
derrota y el musgo sucio de la sangre, el afán por seguir con las tareas de la
madre solitaria, el rencor y el desamparo ante los registros y las fosas
comunes. Son latidos de la memoria con la necesidad de recordar para que la
barbarie no conozca el tamo simulado del olvido. El apartado “Lucía en el tren”
es la crónica implicada del testigo, la temperatura de escarcha que tienen los
espacios de la derrota: los campos de prisioneros, las cunetas, los orfanatos y
ese invierno perpetuo que recubre la orfandad de los niños. Solo las metáforas
pueden ocultar esta ausencia tenaz de cualquier sueño, cuando la vida se abre
paso.
Frente al discurrir lineal, Julio Mas Alcaraz opta por fragmentar el
material enunciativo y alternar en el marco del poema la presencia de las dos
protagonistas, dando fuerza al diálogo cálido de la comprensión y la
complicidad. En el poema III de “Lorea en casa” leemos: “Lucía: / Somos dos
aves que se encuentran / volando en sus respectivas bandadas / y se reconocen
iguales / y se miran sin opción de pararse / mientras cruzan el mar / en dirección opuesta”. Los poemas
construye un paisaje diacrónico que baliza el itinerario y permite entender los
complejos momentos existenciales: “Lucía hacia el puerto”, “Lucía y el barco”
buscan el hilo esencial de una historia que entrelaza lo personal y lo
colectivo en el tenebrismo de un tiempo histórico en el que los niños han
perdido su inocencia para ser esa parte anónima y diluida que los sueños
cobijan. Cada incidente anecdótico del viaje busca su propio modo de
trascender: las preguntas de la mujer ciega, el entierro del viejo solitario o
esa lejana visión del horizonte dejando a lo lejos el manso color de la
esperanza: “XI”: “El mar es el silencio que se expande“.
Los lugares del poema crean escenarios de vuelta y espacios compartidos;
por eso, también Lorea se asoma al mar para percibir en su perfil abierto un
refugio de símbolos capaz de transformar lo aparente. Sobrecoge la intensa
emoción que da vida a cada identidad, reflejado en el cierre del poema “V”: “El
asombro de ser / cada una, un sueño de la otra”. El significado de la realidad se
vela para dar paso a un decir cuajado de imágenes oníricas, hecho de
instantáneas expresionistas, como en el apartado “Lucía en el bosque” o en la
sección “Lucía retorna al pueblo”. Los poemas deambulan por el discurrir
imaginario de lo biográfico, por una incitación a lo abismal que contempla un
mundo aleatorio y subjetivo del que solo es partícipe la conciencia del sujeto.
La coda crítica “Palabras mensajeras” escrita por Jordi Doce subraya ese
diálogo a dos voces, abuela y nieta, y esa superposición de estratos temporales
y sintetiza los rasgos de
una escritura que deslumbra “por su mezcla personalísima de precisión y
voluntad metafórica, brevedad aforística y sentenciosa y desbordamiento
expresionista”.
La poesía de Ritual del laberinto recuerda
un paisaje verbal hecho de soliloquios recorriendo a solas angostos pasadizos
hacia la noche de los significados. La escritura protagoniza un largo viaje temporal
hacia la inexistencia. Hace de la memoria un líquido amniótico, una matriz
tibia que preserva el ámbito de otra identidad. Los poemas construyen un cerco
invisible para que los recuerdos sean cálidas revelaciones, el hilo argumental
de un relato que preserva su intensidad descriptiva y testimonial, su intimismo
profundo. Las palabras no callan, convocan la ausencia, para que la voz no sea
pasado y vuelva; sea ahora y regreso, como el fluir del agua que corre bajo el
suelo.
JOSÉ LUIS MORANTE
Como todos los demás, la memoria regresa. Y más vake que vuelva nítida y limpia de nieblas.
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