Cuaderno de Lucía Eduardo Gregori Nota de contracubierta de Efi Cubero Ediciones de la Isla de Siltolá, Poesía Sevilla, 2022 |
AMARTE AÚN
La voz poética de Eduardo Gregori (Valencia, 1977) concilia la escritura
con un sentido del tiempo sosegado y confidencial, y con una percepción
reflexiva del poema. Tras su amanecida Origami
(2017) retorna al fluir lírico, casi un lustro después. Como si la palabra
de este Licenciado en Filología Inglesa y Doctor en Estudios Hispánicos por la
Pennsylvania State University necesitase un recorrido de afirmación vital, el
espacio verbal de Cuaderno de Lucía se
organiza en tres apartados que comparten su tendencia al poema breve y la
palabra limpia y comunicativa, con mínimos aditamentos retóricos, dispuesta a
compartir apuntes sensoriales o el movimiento del decurso existencial.
La poeta Efi Cubero, sólido magisterio del presente poético contemporáneo, crítica de arte y ensayista, firma el intenso texto de contracubierta; me permito reproducir aquí por su atinado enfoque algunos de sus párrafos: “Sobre El cuaderno de Lucía, a fuga abierta, Eduardo Gregori se atiene a lo real, lo transciende, y reconstruye entre fragmentos un devenir de vidas y venidas fundido con credenciales de memoria, huella que habita el interior pero sabemos que es siempre irrealizable”. El presente gotea instantes, fugacidad, vuelo etéreo y son las palabras quienes exploran el intangible rastro de su paso.
El escritor y traductor comienza justificando el título con una dedicatoria confidencial en la que alumbra la plena devoción paterna: “Para Lucía, que ya no tiene cuatro años, pero aún me ama”. Entre la luz balbuceante del tránsito, solo el amor se asienta como un legado estático, ajeno a incógnitas conceptuales empeñadas en la búsqueda de sentido, solo resguardado por un cálido tejido sentimental. La compañía del otro como una invitación a la vida.
La sección inicial, “Los signos desvelados”, incorpora una cita de César Simón: “Nada se ha resuelto, pero todo es sagrado”, en la que germina el sentido transcendente de la realidad. Por encima de un entorno cambiante que postula diversidad y apariencia está el papel del yo como reafirmación de la propia identidad. El logos reflexivo pierde el paso cuando es zarandeado por los afectos y cuando la cercanía del otro convulsiona y cambia el contexto. Las horas en calma postulan una condición de ser testigo que exige demora y quietud, pero también la conciencia de ser tiempo en espera, un último mohicano contra el desapacible renquear del discurrir que transforma la épica diaria en predecible derrota. Ese aparente refugio inabordable que compone el amor, también está marcado por la caducidad, como refleja con hermosa cadencia el poema “Cuando ya te hayas ido”. El amor en su ejercicio cotidiano envejece, llena sus horas de repeticiones y gestos de cansancio, se hace “lento ir pudriéndose”, hasta la parquedad oscura de quien se pregunta hasta cuándo.
Sirve de cierre a este apartado inicial “Breviario”, una compilación de haikus. Gregori emplea la estrofa sin el kigo, esa palabra que concede a la estrofa un carácter estacional; como si de este modo reactualizara el esquema versal para que integrara al tradicional papel del espectador del instante, otras funciones como la mirada social, el apunte existencial o los recuerdos asociados a la infancia.
El apartado central “Maneras de estar solo” hace de la poesía, según la conocida consideración de Fernando Pessoa una actitud que enlaza el ser y el estar, la presencia mudable del entorno y el espacio relacional que abre con el sujeto verbal. El transitar acumula secuencias, acciona los sentidos, hace de la percepción una apertura al conocimiento sobre la deriva del presente y el rumor acallado de las cosas que suceden alrededor. El lenguaje busca dar sentido al acontecer, a su gastada suma de ocasos y desapariciones y a su propensión en teñir la mirada con el color crepuscular de la tristeza, como si el pasar fuera un persistente coleccionar más sombras.
El recorrido poético concluye con el apartado “Rituales de luz”, cuyo trazado comienza con unos versos de Philip Larkin. La evocación convierte el pretérito en un latido sensorial del ahora; pasado y presente conviven entre las palabras y comparten circunvoluciones y tanteos. Los recuerdos habitan composiciones como “Lo que quise decir” o “Álbum de fotos”, en los que la memoria deja sus retazos o esa estela de imágenes furtivas en las que se define la intrahistoria del sujeto verbal. La autoconciencia focaliza el lugar propio como un espacio de límites confusos que no despeja nunca las preguntas, la ausencia cada vez es más honda, se hace oquedad y vacío. Lucía, ese nombre que concitaba el núcleo central de los sentimientos se aleja y su ausencia subvierte lo diario como si fuera parte de una larga cadena de causas y efectos en el río del tiempo: “Contra el olvido, / el peso de tu cuerpo / sobre mis manos”. Conviene no olvidar que lo que somos es aquello que habitamos un día, que buscó sitio en el cuaderno azul de lo vivido, que fue evocación y elegía, pero también el afán de seguir, la alegría pactada del regreso.
La poeta Efi Cubero, sólido magisterio del presente poético contemporáneo, crítica de arte y ensayista, firma el intenso texto de contracubierta; me permito reproducir aquí por su atinado enfoque algunos de sus párrafos: “Sobre El cuaderno de Lucía, a fuga abierta, Eduardo Gregori se atiene a lo real, lo transciende, y reconstruye entre fragmentos un devenir de vidas y venidas fundido con credenciales de memoria, huella que habita el interior pero sabemos que es siempre irrealizable”. El presente gotea instantes, fugacidad, vuelo etéreo y son las palabras quienes exploran el intangible rastro de su paso.
El escritor y traductor comienza justificando el título con una dedicatoria confidencial en la que alumbra la plena devoción paterna: “Para Lucía, que ya no tiene cuatro años, pero aún me ama”. Entre la luz balbuceante del tránsito, solo el amor se asienta como un legado estático, ajeno a incógnitas conceptuales empeñadas en la búsqueda de sentido, solo resguardado por un cálido tejido sentimental. La compañía del otro como una invitación a la vida.
La sección inicial, “Los signos desvelados”, incorpora una cita de César Simón: “Nada se ha resuelto, pero todo es sagrado”, en la que germina el sentido transcendente de la realidad. Por encima de un entorno cambiante que postula diversidad y apariencia está el papel del yo como reafirmación de la propia identidad. El logos reflexivo pierde el paso cuando es zarandeado por los afectos y cuando la cercanía del otro convulsiona y cambia el contexto. Las horas en calma postulan una condición de ser testigo que exige demora y quietud, pero también la conciencia de ser tiempo en espera, un último mohicano contra el desapacible renquear del discurrir que transforma la épica diaria en predecible derrota. Ese aparente refugio inabordable que compone el amor, también está marcado por la caducidad, como refleja con hermosa cadencia el poema “Cuando ya te hayas ido”. El amor en su ejercicio cotidiano envejece, llena sus horas de repeticiones y gestos de cansancio, se hace “lento ir pudriéndose”, hasta la parquedad oscura de quien se pregunta hasta cuándo.
Sirve de cierre a este apartado inicial “Breviario”, una compilación de haikus. Gregori emplea la estrofa sin el kigo, esa palabra que concede a la estrofa un carácter estacional; como si de este modo reactualizara el esquema versal para que integrara al tradicional papel del espectador del instante, otras funciones como la mirada social, el apunte existencial o los recuerdos asociados a la infancia.
El apartado central “Maneras de estar solo” hace de la poesía, según la conocida consideración de Fernando Pessoa una actitud que enlaza el ser y el estar, la presencia mudable del entorno y el espacio relacional que abre con el sujeto verbal. El transitar acumula secuencias, acciona los sentidos, hace de la percepción una apertura al conocimiento sobre la deriva del presente y el rumor acallado de las cosas que suceden alrededor. El lenguaje busca dar sentido al acontecer, a su gastada suma de ocasos y desapariciones y a su propensión en teñir la mirada con el color crepuscular de la tristeza, como si el pasar fuera un persistente coleccionar más sombras.
El recorrido poético concluye con el apartado “Rituales de luz”, cuyo trazado comienza con unos versos de Philip Larkin. La evocación convierte el pretérito en un latido sensorial del ahora; pasado y presente conviven entre las palabras y comparten circunvoluciones y tanteos. Los recuerdos habitan composiciones como “Lo que quise decir” o “Álbum de fotos”, en los que la memoria deja sus retazos o esa estela de imágenes furtivas en las que se define la intrahistoria del sujeto verbal. La autoconciencia focaliza el lugar propio como un espacio de límites confusos que no despeja nunca las preguntas, la ausencia cada vez es más honda, se hace oquedad y vacío. Lucía, ese nombre que concitaba el núcleo central de los sentimientos se aleja y su ausencia subvierte lo diario como si fuera parte de una larga cadena de causas y efectos en el río del tiempo: “Contra el olvido, / el peso de tu cuerpo / sobre mis manos”. Conviene no olvidar que lo que somos es aquello que habitamos un día, que buscó sitio en el cuaderno azul de lo vivido, que fue evocación y elegía, pero también el afán de seguir, la alegría pactada del regreso.
JOSÉ LUIS MORANTE
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