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Regreso al Pabellón de internos. Coloristas y mudas sobresalen de su alambrada hostil varias filas de adelfas. Dentro no cambia nada. Algunos internos deambulan dubitativos, mirándome con desconfianza. Después se aproximan; me piden euros y tabaco y premian la generosidad con confidencias. Alguien, susurran, empujó al celador en la escalera central; hubo suerte, aunque sobrevivió se fracturó la cadera y estará lejos varios meses. Asiento sin hablar hasta que llevo mi inquietud a la calle. En la tapia de entrada, siguen juntas las sillas de plástico que miran con nostalgia la avenida.
(De Cuentos diminutos)
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