El escenario Karmelo C. Iribarren Colección Visor de Poesía Madrid, 2022 |
CON LUZ DE NOVIEMBRE
Poco a poco el entorno vital se va vistiendo con luz de noviembre.
Reconstruye con paso sereno un itinerario de madurez en el que se despliega la
conciencia, buscando su razón existencial. La mirada entonces se hace más
honda, más esencial, más lenta. Karmelo C. Iribarren (Donosti, 1959) ha hecho
de su poesía un cuaderno de viaje en el que buscan cauce las aguas neblinosas
de la vida, esas huellas recientes de lo transitorio.
Y este es el marco escritural de El escenario, la entrega más reciente del poeta, tras la compilación Poesía completa (1993-2018), itinerario de largo recorrido con prólogo de Pedro Simón, y la reedición en Papeles mínimos de su obra en prosa Diario de K (2022), una indagación autobiográfica en la que los concisos contornos del aforismo albergan los matices del pensar.
El pulso en claroscuro del tiempo se ajusta con las citas de Luis Antonio de Villena, Luis García Montero y Ángeles Mora, tres voces que se asoman al camino para percibir su continuo deambular hacia el atardecer y su fuerza de arrastre. El poeta inicia escritura con una reflexión sobre el movimiento continuo, centro orbital de la filosofía de Heráclito, y la naturaleza paradójica del agua: “Quiere irse y no puede, / quiere quedarse y tampoco.”
Pablo Macías, el mejor estudioso de la poética del donostiarra, ha resaltado la naturaleza de testigo activo del sujeto poético. La contemplación se convierte no en objetivación enumerativa del escenario sino en vía de conocimiento e interiorización. Muchos poemas moldean cálidas secuencias urbanas; conforman acuarelas verbales que retratan un ambiente y una conversación en soledad con el transeúnte que percibe. Es el caso de poemas como “Estampa invernal”, “Desde mi ventana”, “San Sebastián, Café Viena, Invierno”, “La vida en los cafés” o “Los cisnes”. Todos exploran mínimos horizontes cobijados en la memoria. Alzan arquitecturas de recuerdos, imágenes y sensaciones que dejan el tacto de que lo cotidiano se repite y vuelve. Respirar postula un largo viaje interior que nos conforma como sucesivos extraños que miran el mundo con el aire apagado del cansancio, como si poco a poco fuese languideciendo la fuerza del asombro sin hallar nada nuevo. Es el tiempo de los claroscuros: “Hay días grises, / tediosos / que, a última hora, / cuando ya no esperas nada / te sorprenden / con un crepúsculo espectacular. / Yo los llamo / días paradójicos: / su muerte los salva”; pero también de mantener intacta la verticalidad de la esperanza y a salvo de decepciones. Leemos en “Evanescencia”: Al despertar / de la siesta / -todavía un instante- la sensación de haber soñado / que un mundo mejor, / más habitable, / más humano / era posible. / Pero fue abrir los ojos / y olvidar los detalles”.
La sensibilidad del tiempo y su disposición a la finitud está muy presente en El escenario. En cada amanecida resulta palpable que el discurrir tiene sus propios planes y es necesario abrir los ojos para perfilar cambios y mutaciones, esos inadvertidos arabescos de lo rutinario. Persiste en la retina un color otoñal, un fondo de imágenes que la memoria guarda al fondo para constatar su propia historia, su estela mínima de ascuas encendidas entre la noche al raso.
Los poemas de El escenario trazan una estética de la humildad, una fotografía de poesía cercana, a trasmano de solemnidades y transcendencias. Prefieren un figurante cercano y reconocible en sus actos cotidianos, que adquieren una perfecta verosimilitud. Un paseante solitario se asoma al entorno y a sí mismo para encontrar un poco de seguridad y esperanza en el equilibrio inestable de la incertidumbre que le permita volver a casa. El tiempo se ha adueñado de las calles, marca ausencias, y va poniendo sombras en el recorrido, ese trayecto breve, repetido, tenaz, que se extiende “de la esperanza a la melancolía”.
Desde esa certeza atenuada, nos llega la penúltima visión de casi todo, la perspectiva de un paisaje personal por el que deambulan sombras que pugnan por definir sus trazos, espaciosas aceras que tienden la mano a algún encuentro o acrecientan el frío de la soledad. Son los trabajos y días de un secundario, de una de esas identidades que parecen estar fuera de foco y que ajustan su inexistencia aparente a una poética en voz baja. Qué excelente reflexión metapoética en “Mis palabras”: Ni proponen enigmas / ni resuelven misterios, / son solo / esas palabras que utiliza la gente / para hablar de los asuntos de la vida / cuando se encuentra por la calle. “. Jaime Gil de Biedma habló en su poesía de esas palabras de familia tibiamente gastadas, y Karmelo C. Iribarren las abriga en la dicción coloquial del hombre común, de quien muestra en ellas sin muchas expectativas, mientras dibuja con pacientes apuntes los límites de su mundo.
El escenario no pierde nunca sus coordenadas de representación. En él se dan las manos solitarios y ausentes. Soledades que dejan sombras de inquietud sobre la pared para ratificar lo inmediato; su paso itinerante y los efectos del tiempo. La caligrafía de esas horas lentas del crepúsculo que, poco a poco, se encaminan hacia un fundido en negro.
Y este es el marco escritural de El escenario, la entrega más reciente del poeta, tras la compilación Poesía completa (1993-2018), itinerario de largo recorrido con prólogo de Pedro Simón, y la reedición en Papeles mínimos de su obra en prosa Diario de K (2022), una indagación autobiográfica en la que los concisos contornos del aforismo albergan los matices del pensar.
El pulso en claroscuro del tiempo se ajusta con las citas de Luis Antonio de Villena, Luis García Montero y Ángeles Mora, tres voces que se asoman al camino para percibir su continuo deambular hacia el atardecer y su fuerza de arrastre. El poeta inicia escritura con una reflexión sobre el movimiento continuo, centro orbital de la filosofía de Heráclito, y la naturaleza paradójica del agua: “Quiere irse y no puede, / quiere quedarse y tampoco.”
Pablo Macías, el mejor estudioso de la poética del donostiarra, ha resaltado la naturaleza de testigo activo del sujeto poético. La contemplación se convierte no en objetivación enumerativa del escenario sino en vía de conocimiento e interiorización. Muchos poemas moldean cálidas secuencias urbanas; conforman acuarelas verbales que retratan un ambiente y una conversación en soledad con el transeúnte que percibe. Es el caso de poemas como “Estampa invernal”, “Desde mi ventana”, “San Sebastián, Café Viena, Invierno”, “La vida en los cafés” o “Los cisnes”. Todos exploran mínimos horizontes cobijados en la memoria. Alzan arquitecturas de recuerdos, imágenes y sensaciones que dejan el tacto de que lo cotidiano se repite y vuelve. Respirar postula un largo viaje interior que nos conforma como sucesivos extraños que miran el mundo con el aire apagado del cansancio, como si poco a poco fuese languideciendo la fuerza del asombro sin hallar nada nuevo. Es el tiempo de los claroscuros: “Hay días grises, / tediosos / que, a última hora, / cuando ya no esperas nada / te sorprenden / con un crepúsculo espectacular. / Yo los llamo / días paradójicos: / su muerte los salva”; pero también de mantener intacta la verticalidad de la esperanza y a salvo de decepciones. Leemos en “Evanescencia”: Al despertar / de la siesta / -todavía un instante- la sensación de haber soñado / que un mundo mejor, / más habitable, / más humano / era posible. / Pero fue abrir los ojos / y olvidar los detalles”.
La sensibilidad del tiempo y su disposición a la finitud está muy presente en El escenario. En cada amanecida resulta palpable que el discurrir tiene sus propios planes y es necesario abrir los ojos para perfilar cambios y mutaciones, esos inadvertidos arabescos de lo rutinario. Persiste en la retina un color otoñal, un fondo de imágenes que la memoria guarda al fondo para constatar su propia historia, su estela mínima de ascuas encendidas entre la noche al raso.
Los poemas de El escenario trazan una estética de la humildad, una fotografía de poesía cercana, a trasmano de solemnidades y transcendencias. Prefieren un figurante cercano y reconocible en sus actos cotidianos, que adquieren una perfecta verosimilitud. Un paseante solitario se asoma al entorno y a sí mismo para encontrar un poco de seguridad y esperanza en el equilibrio inestable de la incertidumbre que le permita volver a casa. El tiempo se ha adueñado de las calles, marca ausencias, y va poniendo sombras en el recorrido, ese trayecto breve, repetido, tenaz, que se extiende “de la esperanza a la melancolía”.
Desde esa certeza atenuada, nos llega la penúltima visión de casi todo, la perspectiva de un paisaje personal por el que deambulan sombras que pugnan por definir sus trazos, espaciosas aceras que tienden la mano a algún encuentro o acrecientan el frío de la soledad. Son los trabajos y días de un secundario, de una de esas identidades que parecen estar fuera de foco y que ajustan su inexistencia aparente a una poética en voz baja. Qué excelente reflexión metapoética en “Mis palabras”: Ni proponen enigmas / ni resuelven misterios, / son solo / esas palabras que utiliza la gente / para hablar de los asuntos de la vida / cuando se encuentra por la calle. “. Jaime Gil de Biedma habló en su poesía de esas palabras de familia tibiamente gastadas, y Karmelo C. Iribarren las abriga en la dicción coloquial del hombre común, de quien muestra en ellas sin muchas expectativas, mientras dibuja con pacientes apuntes los límites de su mundo.
El escenario no pierde nunca sus coordenadas de representación. En él se dan las manos solitarios y ausentes. Soledades que dejan sombras de inquietud sobre la pared para ratificar lo inmediato; su paso itinerante y los efectos del tiempo. La caligrafía de esas horas lentas del crepúsculo que, poco a poco, se encaminan hacia un fundido en negro.
JOSÉ LUIS MORANTE
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