Un año y tres meses Luis García Montero Tusquets Editores Colección Nuevos Textos Sagrados Barcelona, 2022 |
ELLA, CONMIGO
Corresponde a Luis García Montero (Granada, 1959) ser nombre e
influencia referencial en la configuración del mapa poético contemporáneo en
español, tras impulsar, con plena energía, un incansable proceso creador en
prosa y en verso. En su obra en marcha, ambas estrategias expresivas mantienen
estrechos lazos; comparten en su confluencia un mismo ideario humanista e
introspectivo. Reafirman la apuesta por un registro de calado humano, nutrido en
el conocimiento de la tradición y en el transitar de la experiencia. Su
desarrollo reflexiona la sensibilidad profunda del hablante verbal y sus
relaciones con la coyuntura histórica donde toman cuerpo las aspiraciones,
sueños y posibilidades del yo biográfico.
En el ámbito escritural del profesor y ensayista, lo vivido conforma de manera consciente el suelo firme del poema. Por eso, el vitalismo de Almudena Grandes, amor perenne y compañera sentimental para habitar la casa durante décadas, está presente en los libros más emblemáticos del cauce lírico, desde los acordes celebratorios de Completamente viernes (1998) hasta la compilación monotemática acogida en Almudena (2015). La pérdida de la escritora madrileña, fallecida a los 61 años, impulsa ahora, con fuerza, desgarro emocional y constancia, el homenaje que hilvanan los poemas de Un año y tres meses. La escritura suscribe una declaración de amor que trasciende lo literario y reflexiona sobre el derrumbe físico y la pérdida, ajena a abstracciones espirituales. El título del libro, para quien esto escribe, conversa directamente con la materia lírica de Joan Margarit, cuya poesía está plagada de afinidades con la de Luis García Montero, a pesar de pertenecer a encuadres generacionales distintos. En Joana (2002) libro clave del Premio Cervantes catalán que se hace dolorosa crónica autobiográfica, se incluye el poema “Profesor Bonaventura Bassegoda” en el que se guardan estos versos: “Hoy hace tantos años, tantos meses / y tantos días que murió mi hija…”. Mantienen hilos que conectan con el vaivén de precisión temporal que define la enfermedad y ausencia de Almudena Grandes, ese abrumador proceso de deterioro, instalado en la memoria del poema. El sujeto poético sabe que ninguna épica, por más que el amor y la voluntad monten y fijen sus andamios, será capaz de cambiar la trama discursiva del último viaje. Solo queda afrontar la presencia continua de la sombra y poner en los gestos la máxima ternura, como recuerda la cita prologar de la propia Almudena: “mientras él pudiera lavarla, peinarla, acariciarla…”. El amor es un punto de encuentro pactado entre dos. En él conviven “El misterio y el secreto”, esas expresiones de la máxima desnudez sentimental; reformulan oscuras preguntas de los que no saben qué decir. Suenan a lluvia fuerte que emociona y zarandea por dentro a quienes comparten la misma habitación y han prolongado esa estela de hábitos que caligrafía la convivencia y la rutina: “El amor es también una luz negociada. / Me das tus sueños al vivir los míos. / Te doy mis sueños al guardar los tuyos. / Historias que se enlazan como cuerpos.”. Son vidas que parecen imaginarias, pero que imponen la verdad de su ficción, como si buscaran en esa certeza de realidad la propia razón del arte: la poesía es el empeño por vivir otros territorios existenciales y dar cauce a sendas sentimentales que dejen al sol el amor a la vida y los cuidados. El empeño amoroso es disposición total al servicio de la amada y plena voluntad para estar con ella, como sucedía en el soneto de Luis de Góngora, que inspira el verso final.
La desnudez se impone en el pulso narrativo del libro, sin que nada enmascare el estado de ánimo de quien escribe, herido por el desenlace de la enfermedad y por los sucesivos diagnósticos. Lo diario son arenas movedizas que engullen. Mientras, el discurrir temporal prosigue, ausente, con fría indiferencia, como si el hacer daño fuera una costumbre que impone su orden quieto al desorden de siempre. La beligerante realidad cambia la sensibilidad de cada día, como si el tiempo se contagiara con una aspereza impertinente que exige estar alerta y aceptar la dolorosa condición del náufrago, que bracea cansado sobre una superficie de desasosiego. Ahora suena estridente esa voz del después que “De forma descarnada, sin mentiras / ni argumentos inútiles / nos habla de la vida que hay después de la muerte”.
Uno de los rasgos de carácter de la narrativa de Almudena Grandes es la predilección por los derrotados, por esos personajes que someten sus actos a la fuerza del destino. Que hacen de cada día una trinchera. Lo recuerda Luis García Montero en el poema “Resistencia” para dar sentido a la hermosa palabra en este intervalo del desplome total. Los que vuelven a casa, tras el paso por el hospital, regresan casi vencidos por los hechos y el cansancio y sienten su indefensión y la falta de ayuda en esta retirada hacia los paisajes interiores de la casa, hecha cuartel de invierno.
La evocación, en este tiempo de ausencia y despedida, hace del recuerdo una exploración interna desde la conciencia ensimismada del yo. Supone, por tanto, volver a la amanecida del amor, rescatar su anecdotario, una suma confusa que entremezcla el ahora y el mañana. Desde el lenguaje se gesta un itinerario de ausencia donde habrá de cobijarse el amor de siempre: “Supongo que este modo de sentirse / definitivamente hundido / es una forma mía de estar enamorado / para empezar de nuevo / una vida distinta / con el amor de siempre“.
La soledad condena a una situación paradójica que desliga la identidad de lo referencial: en la casa no hay nadie y tampoco la ciudad es la misma. El yo se convierte en una réplica de sí mismo, un animal doméstico que se debate entre el nunca y el siempre, acorde con la cadencia arrítmica de una temporalidad imprecisa y de una convivencia sin nadie. La muerte es un viaje de largo recorrido, sin regreso, y la escritura es una despedida que no puede rebasar la realidad del dolor y la ausencia. Duele esa áspera confrontación del enamorado con el parco lenguaje de la finitud, cuya estridencia nunca permite cerrar el círculo del desasosiego. Se gesta así un espacio abierto a la reclusión introspectiva por el que sobrevuelan viajes comunes, secuencias existenciales y la sensación de que ahora nada tiene sentido. Cuando llega el amanecer, las imágenes solo muestran colores otoñales y luz sucia.
En Un año y tres meses el amor es el centro del círculo, aunque los poemas cobijan otras indagaciones como la función catártica de la escritura. Escribir es poner piel y caricia en las palabras para que razonen sobre la enfermedad y los demoledores efectos secundarios que cambiaron hábitos, esperanzas y sueños; que sembraron una terca sensación de impotencia y soledad entre los transeúntes. También se bucea en la presencia de la muerte, como un largo ocaso de un año y tres meses, que será en cada instante una declaración de amor, la hermosa narración de una despedida que quiere ser abrazo.
En el ámbito escritural del profesor y ensayista, lo vivido conforma de manera consciente el suelo firme del poema. Por eso, el vitalismo de Almudena Grandes, amor perenne y compañera sentimental para habitar la casa durante décadas, está presente en los libros más emblemáticos del cauce lírico, desde los acordes celebratorios de Completamente viernes (1998) hasta la compilación monotemática acogida en Almudena (2015). La pérdida de la escritora madrileña, fallecida a los 61 años, impulsa ahora, con fuerza, desgarro emocional y constancia, el homenaje que hilvanan los poemas de Un año y tres meses. La escritura suscribe una declaración de amor que trasciende lo literario y reflexiona sobre el derrumbe físico y la pérdida, ajena a abstracciones espirituales. El título del libro, para quien esto escribe, conversa directamente con la materia lírica de Joan Margarit, cuya poesía está plagada de afinidades con la de Luis García Montero, a pesar de pertenecer a encuadres generacionales distintos. En Joana (2002) libro clave del Premio Cervantes catalán que se hace dolorosa crónica autobiográfica, se incluye el poema “Profesor Bonaventura Bassegoda” en el que se guardan estos versos: “Hoy hace tantos años, tantos meses / y tantos días que murió mi hija…”. Mantienen hilos que conectan con el vaivén de precisión temporal que define la enfermedad y ausencia de Almudena Grandes, ese abrumador proceso de deterioro, instalado en la memoria del poema. El sujeto poético sabe que ninguna épica, por más que el amor y la voluntad monten y fijen sus andamios, será capaz de cambiar la trama discursiva del último viaje. Solo queda afrontar la presencia continua de la sombra y poner en los gestos la máxima ternura, como recuerda la cita prologar de la propia Almudena: “mientras él pudiera lavarla, peinarla, acariciarla…”. El amor es un punto de encuentro pactado entre dos. En él conviven “El misterio y el secreto”, esas expresiones de la máxima desnudez sentimental; reformulan oscuras preguntas de los que no saben qué decir. Suenan a lluvia fuerte que emociona y zarandea por dentro a quienes comparten la misma habitación y han prolongado esa estela de hábitos que caligrafía la convivencia y la rutina: “El amor es también una luz negociada. / Me das tus sueños al vivir los míos. / Te doy mis sueños al guardar los tuyos. / Historias que se enlazan como cuerpos.”. Son vidas que parecen imaginarias, pero que imponen la verdad de su ficción, como si buscaran en esa certeza de realidad la propia razón del arte: la poesía es el empeño por vivir otros territorios existenciales y dar cauce a sendas sentimentales que dejen al sol el amor a la vida y los cuidados. El empeño amoroso es disposición total al servicio de la amada y plena voluntad para estar con ella, como sucedía en el soneto de Luis de Góngora, que inspira el verso final.
La desnudez se impone en el pulso narrativo del libro, sin que nada enmascare el estado de ánimo de quien escribe, herido por el desenlace de la enfermedad y por los sucesivos diagnósticos. Lo diario son arenas movedizas que engullen. Mientras, el discurrir temporal prosigue, ausente, con fría indiferencia, como si el hacer daño fuera una costumbre que impone su orden quieto al desorden de siempre. La beligerante realidad cambia la sensibilidad de cada día, como si el tiempo se contagiara con una aspereza impertinente que exige estar alerta y aceptar la dolorosa condición del náufrago, que bracea cansado sobre una superficie de desasosiego. Ahora suena estridente esa voz del después que “De forma descarnada, sin mentiras / ni argumentos inútiles / nos habla de la vida que hay después de la muerte”.
Uno de los rasgos de carácter de la narrativa de Almudena Grandes es la predilección por los derrotados, por esos personajes que someten sus actos a la fuerza del destino. Que hacen de cada día una trinchera. Lo recuerda Luis García Montero en el poema “Resistencia” para dar sentido a la hermosa palabra en este intervalo del desplome total. Los que vuelven a casa, tras el paso por el hospital, regresan casi vencidos por los hechos y el cansancio y sienten su indefensión y la falta de ayuda en esta retirada hacia los paisajes interiores de la casa, hecha cuartel de invierno.
La evocación, en este tiempo de ausencia y despedida, hace del recuerdo una exploración interna desde la conciencia ensimismada del yo. Supone, por tanto, volver a la amanecida del amor, rescatar su anecdotario, una suma confusa que entremezcla el ahora y el mañana. Desde el lenguaje se gesta un itinerario de ausencia donde habrá de cobijarse el amor de siempre: “Supongo que este modo de sentirse / definitivamente hundido / es una forma mía de estar enamorado / para empezar de nuevo / una vida distinta / con el amor de siempre“.
La soledad condena a una situación paradójica que desliga la identidad de lo referencial: en la casa no hay nadie y tampoco la ciudad es la misma. El yo se convierte en una réplica de sí mismo, un animal doméstico que se debate entre el nunca y el siempre, acorde con la cadencia arrítmica de una temporalidad imprecisa y de una convivencia sin nadie. La muerte es un viaje de largo recorrido, sin regreso, y la escritura es una despedida que no puede rebasar la realidad del dolor y la ausencia. Duele esa áspera confrontación del enamorado con el parco lenguaje de la finitud, cuya estridencia nunca permite cerrar el círculo del desasosiego. Se gesta así un espacio abierto a la reclusión introspectiva por el que sobrevuelan viajes comunes, secuencias existenciales y la sensación de que ahora nada tiene sentido. Cuando llega el amanecer, las imágenes solo muestran colores otoñales y luz sucia.
En Un año y tres meses el amor es el centro del círculo, aunque los poemas cobijan otras indagaciones como la función catártica de la escritura. Escribir es poner piel y caricia en las palabras para que razonen sobre la enfermedad y los demoledores efectos secundarios que cambiaron hábitos, esperanzas y sueños; que sembraron una terca sensación de impotencia y soledad entre los transeúntes. También se bucea en la presencia de la muerte, como un largo ocaso de un año y tres meses, que será en cada instante una declaración de amor, la hermosa narración de una despedida que quiere ser abrazo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.