La bella lejanía Abel Santos Prólogo de Manuel López Azorín Editorial La Garúa / Poesía Barcelona, 2023 |
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En el espacio creador de Abel
Santos (Barcelona, 1976) confluyen la confidencia espontánea y el distanciamiento irónico, las
cicatrices de lo vivido y la esperanza de vuelo de lo ideal, lo intuitivo y la
introspección profunda en el indeclinable fluir de la conciencia. Así se ha ido gestando una
travesía que comenzó en 1998, casi en el cierre de siglo con Esencia, y que ha ido sumando estaciones
representadas en el balance Antología poética
personal (1998-2014). Desde aquel panorama han ido apareciendo nuevas
entregas hasta Algo te queda (2022) libro
que fue finalista del XXIV Premio de poesía Ciudad de Salamanca.
El escritor mantiene un ritmo fuerte y presenta en las hermosas ediciones poéticas de La Garúa, dirigidas por el poeta y editor Joan de la Vega, La bella lejanía, conjunto de poemas con una breve introducción de un poeta sabio y entrañable, Manuel López Azorín, quien clarifica de inmediato cuales son los temas principales del poemario: el hijo y la poesía. La escritura de Abel Santos, cimentada en el periplo biográfico y en las coordenadas situaciones de los sentimientos, manifiesta un modo de entender la escritura con extrema sobriedad. El criterio artístico, como sucede en las voces mayores de la escritura confesional y del realismo sucio, promueve una renovación escénica de lo biográfico. Hace una nerudiana confesión de lo vivido en la lenta fatiga de los días. El poema se empeña en reunir las teselas dispersas de lo real. Hace una apuesta clara por la expresión directa, a ras de suelo, que deja su estela denunciando con voz firme los desajustes intimidatorios de una realidad en conflicto. Como escribe Manuel López Azorín: las palabras sugieren una huida hacia adelante donde cobijan soledad y recuerdos, frustraciones y un nítido sentimiento de derrota. Quien se mira al espejo es un perdedor menesteroso que todavía aguarda un poco de luz, ese lenguaje oculto de la esperanza, el suelo firme de otra oportunidad que compense la ausencia y lo perdido.
La sensibilidad de La bella lejanía percibe las cicatrices y trata de buscar una sanación terapéutica en la distancia o refugiarse en el hijo, único patrimonio afectivo, capaz de crear un eje de simetría entre el cielo y el infierno. Desde esa fuerza siempre será posible el siguiente paso, el territorio sin grietas que supere las disonancias del entorno y calme el desasosiego. El dolor está ahí; moldea sensaciones y vivencias, llena inadvertido casi todos los compartimentos del protagonista verbal. La urdimbre de las idealizaciones sufre una severa poda en la grisura de lo cotidiano. Todo es indiferencia; alrededor no hay nadie. Más allá está el pasado, las secuencias de un tiempo en el que apenas caben los azarosos indicios del poema: “la melancolía es una grieta de paz en la tristeza”. Ahora la poesía se convierte en travesía continua por los callejones de la decepción. Hay que pasar página y alejarse de los adoquines gastados del tiempo común: ella ya rehízo su mundo y solo el poeta atiende ahora la tarea de recoger los fragmentos de la memoria, desde los primeros desvelos aurorales hasta el silencio crepuscular de sombras y prejuicios que anticipa la noche.
Abel Santos organiza su poemario La bella lejanía como los pasos de una travesía de reconocimiento y superación, de búsqueda de una madurez que pone a salvo y mitiga el cansancio. Recordando el pasado, las composiciones definen los tramos con misteriosa claridad; desde su afán de construcción desde las ruinas, la poesía continúa para convertir el yo en otro: “hay que seguir viviendo después de la destrucción o el amor”. La verdadera identidad del sujeto poético es la del náufrago que busca en sus brazadas una última costa, un despertar en casa junto al hijo. La poesía construye un escenario urbano que funciona como morada y refugio libre de recuerdos. No se pierde en los laberintos del futuro sino en las aceras gastadas del ahora para descubrir el temblor emotivo del hombre que descubre y profundiza en la noche oscura del alma: “Yo hago poesía para volver a casa”.
El escritor mantiene un ritmo fuerte y presenta en las hermosas ediciones poéticas de La Garúa, dirigidas por el poeta y editor Joan de la Vega, La bella lejanía, conjunto de poemas con una breve introducción de un poeta sabio y entrañable, Manuel López Azorín, quien clarifica de inmediato cuales son los temas principales del poemario: el hijo y la poesía. La escritura de Abel Santos, cimentada en el periplo biográfico y en las coordenadas situaciones de los sentimientos, manifiesta un modo de entender la escritura con extrema sobriedad. El criterio artístico, como sucede en las voces mayores de la escritura confesional y del realismo sucio, promueve una renovación escénica de lo biográfico. Hace una nerudiana confesión de lo vivido en la lenta fatiga de los días. El poema se empeña en reunir las teselas dispersas de lo real. Hace una apuesta clara por la expresión directa, a ras de suelo, que deja su estela denunciando con voz firme los desajustes intimidatorios de una realidad en conflicto. Como escribe Manuel López Azorín: las palabras sugieren una huida hacia adelante donde cobijan soledad y recuerdos, frustraciones y un nítido sentimiento de derrota. Quien se mira al espejo es un perdedor menesteroso que todavía aguarda un poco de luz, ese lenguaje oculto de la esperanza, el suelo firme de otra oportunidad que compense la ausencia y lo perdido.
La sensibilidad de La bella lejanía percibe las cicatrices y trata de buscar una sanación terapéutica en la distancia o refugiarse en el hijo, único patrimonio afectivo, capaz de crear un eje de simetría entre el cielo y el infierno. Desde esa fuerza siempre será posible el siguiente paso, el territorio sin grietas que supere las disonancias del entorno y calme el desasosiego. El dolor está ahí; moldea sensaciones y vivencias, llena inadvertido casi todos los compartimentos del protagonista verbal. La urdimbre de las idealizaciones sufre una severa poda en la grisura de lo cotidiano. Todo es indiferencia; alrededor no hay nadie. Más allá está el pasado, las secuencias de un tiempo en el que apenas caben los azarosos indicios del poema: “la melancolía es una grieta de paz en la tristeza”. Ahora la poesía se convierte en travesía continua por los callejones de la decepción. Hay que pasar página y alejarse de los adoquines gastados del tiempo común: ella ya rehízo su mundo y solo el poeta atiende ahora la tarea de recoger los fragmentos de la memoria, desde los primeros desvelos aurorales hasta el silencio crepuscular de sombras y prejuicios que anticipa la noche.
Abel Santos organiza su poemario La bella lejanía como los pasos de una travesía de reconocimiento y superación, de búsqueda de una madurez que pone a salvo y mitiga el cansancio. Recordando el pasado, las composiciones definen los tramos con misteriosa claridad; desde su afán de construcción desde las ruinas, la poesía continúa para convertir el yo en otro: “hay que seguir viviendo después de la destrucción o el amor”. La verdadera identidad del sujeto poético es la del náufrago que busca en sus brazadas una última costa, un despertar en casa junto al hijo. La poesía construye un escenario urbano que funciona como morada y refugio libre de recuerdos. No se pierde en los laberintos del futuro sino en las aceras gastadas del ahora para descubrir el temblor emotivo del hombre que descubre y profundiza en la noche oscura del alma: “Yo hago poesía para volver a casa”.
JOSÉ LUIS MORANTE
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