Tarde en Venecia |
perdida en el trastero de los besos.
De Penélope, claro, las demoras
por esa indesmayable afición al ganchillo.
De Amanda la estadística
que racionalizaba los rechazos
y una balada dulce que compuso
el cantautor chileno Víctor Jara.
De Aldonza, el mal aliento,
las caderas, el brazo campesino
y el suceso banal siempre azaroso
que empujó al buen Quijano
a dibujar un rostro, Dulcinea.
De Marta la metódica exigencia
de cobrar al contado cada noche
con la eficacia gris del prestamista.
La sórdida apariencia, las ojeras,
y una aguja hipodérmica en el brazo
son dolorosos restos de una muerte
de cuyo nombre no quiero acordarme.
De María Kodama el laconismo,
y la dedicatoria insobornable
de aquel ciego inmortal, Jorge Luis Borges.
que guarda a cada nombre el sitio justo.
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