miércoles, 5 de junio de 2024

ISABEL MARINA. DONDE SIEMPRE ES DE DÍA

Donde siempre es de día
Isabel Marina
Prólogo de Ángel Alonso
El Sastre de Apollinaire / Poesía
Madrid, 2024
 

 

REGRESOS

 
   Apenas dos años han transcurrido desde que la fertilidad creadora de Isabel Marina (Avilés, 1968), Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra, colaboradora habitual de travesías culturales como Anáfora y Areté e impulsora de la revista Ítaca, publicara Un árbol que tiembla (2022), un poemario de claridad deslumbradora en torno al transitar del tiempo, con ilustraciones de Federico Granell y prólogo de Ángeles Carbajal, cuya presentación en el Centro Asturiano de Madrid fue un pletórico abrazo entre música, poesía y amistad.
   Pero la poesía no deja de manar y renueva cauce con la entrega Donde siempre es de día que reúne más de cien textos, integrados en cuatro secciones. Ángel Alonso titula la mirada prologal “Catarsis” un sustantivo de semántica explícita que asocia de inmediato el acto de escribir con una estrategia de sanación terapéutica. Acaso con un sosegado viaje interior para llenar de brisa los rincones umbríos de la existencia donde se van acumulando en las estanterías cotidianas decepciones y pérdidas; esas inevitables erosiones del deambular vital. La escritora asturiana asume el quehacer escritural como “una forma de ordenar el caos que a todos nos acosa, como una forma de explicarse las maravillas y miserias del mundo, y explicarse también a sí misma”. El análisis de la introducción resalta también otro aspecto esencial del enfoque estético de la autora: las conexiones entre Arte y Poesía, como si fueran dos estaciones unidas por los itinerarios de la reflexión. En esa perspectiva rehumanizadora de la función del arte, que aglutina elegía, evocación y senda indagatoria, la existencia es un escenario incierto y movedizo en el que la expresión artística se inspira para crear lumbres encendidas de verdad y belleza.
   La sección inicial “La última matrioska” aporta citas de Carmen Martín Gaite, Piedad Bonnett y Katherine Mansfield, tres voces del canon que hacen de la poesía un árbol iluminado, una forma de salvación y encuentro con el rastro incierto de quien tantea la silueta imprecisa de la identidad. En este territorio de búsqueda nace el poema, como sostiene la composición de apertura “Mi forma de salvarme”: En sus versos el hablante lírico se busca a sí mismo, hurga en las heridas y erosiones e hilvana pérdidas y estados de ánimo; la escritura se convierte entonces en trinchera y resguardo, en pactada respuesta a las líneas de fuga que disuelven los pasos cotidianos: “La escritura es el poder / de los que no tienen historia, / la luz del faro que avista el náufrago, / el pan único para el hambriento, / el agua que puede calmar la sed.” La palabra camina hacia dentro, se hace reclusión en la raíz, misterio y enigma. Se va gestando así una crónica sentimental frente a la apresurada hostilidad del calendario, la cartografía desplegada de un mundo interior por donde el sujeto se coloniza a sí mismo, rellena el difuminado paisaje de la inexistencia con un epitelio de esperanza. Somos vacío y fugacidad, la música inacabada de un jardín interior.
   El hecho de vivir sostiene un continuo aprendizaje que va copando espacios de madurez, ese tiempo de aceptar el propio destino, de ir dando a la propia imagen los trazos justos, esa estela de reflejos dorados.
    El conjunto de poemas “Como pateras vacías” está concebido como una inmersión en lo perdido; la evocación invita a desnacer. El hablante verbal convierte su búsqueda en recuerdos clarificadores de un tiempo consumido, hecho de cambios continuos que hacen dudar a la memoria: “Qué fácil es engañarse, / qué fácil vivir para el sueño, / y qué difícil / observar mar adentro, / lo que ha quedado de nosotros, / el poco margen que tenemos”. El mapa de la memoria desaparece y la gelidez de la niebla cae sobre los ojos.; aloja un espacio de silencio y contemplación.
   En el apartado “Un mundo ordenado” el poema se convierte en espacio de observación que anota lo que sucede alrededor. Un anciano sentado en un banco con palomas, el solitario que añora la fuerza emotiva de otros días, la quieta belleza de una porcelana de Lladró o la estática quietud de la piedra son símbolos del transitar del tiempo. La percepción acumula en el pensamiento instantáneas de soledad y melancolía. Las formas y colores de un mundo ordenado que se hace también metáfora de todo lo perdido. El continuo fondo musical de los poemas revela la pasión de Isabel Marina por la música; un mediodía sonoro e instrumental que es a veces evocación y recuerdo del ayer, como la imagen de la madre tocando un viejo piano. Otras veces apunta el homenaje sensorial de quien se refugia en la armonía de alguna canción para desterrar la sombría percepción del reloj desbocado.
   Isabel Marina acentúa en Donde siempre es de día su intimismo reflexivo; con una clara continuidad estética, la poeta persiste en el largo caminar que enlaza pretérito y ahora en el norte vital de la palabra, las estelas del recuerdo y esa continua sensación de despojamiento que deja el existir. Queda en el poema la conjunción de ambos espacios meditativos, la aurora y el manso horizonte crepuscular. El empeño por recobrar vivencias que permitan comprender la arqueología sentimental “donde todo alumbra y es signo, aunque no lo sepamos, aunque no podamos reconocerlo y estemos sordos y ciegos, como el pájaro que canta, antes de que la ciudad despierte”.
 
 
JOSÉ LUIS MORANTE
 
 

 

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