Donde siempre es de día Isabel Marina Prólogo de Ángel Alonso El Sastre de Apollinaire / Poesía Madrid, 2024 |
REGRESOS
Apenas dos años han transcurrido desde que la fertilidad creadora de
Isabel Marina (Avilés, 1968), Licenciada en Ciencias de la Información por la
Universidad de Navarra, colaboradora habitual de travesías culturales como Anáfora y Areté e impulsora de la revista Ítaca,
publicara Un árbol que tiembla (2022),
un poemario de claridad deslumbradora en torno al transitar del tiempo, con
ilustraciones de Federico Granell y prólogo de Ángeles Carbajal, cuya
presentación en el Centro Asturiano de Madrid fue un pletórico abrazo entre
música, poesía y amistad.
Pero la poesía no deja de manar y renueva cauce con la entrega Donde siempre es de día que reúne más de
cien textos, integrados en cuatro secciones. Ángel Alonso titula la mirada prologal
“Catarsis” un sustantivo de semántica explícita que asocia de inmediato el acto
de escribir con una estrategia de sanación terapéutica. Acaso con un sosegado
viaje interior para llenar de brisa los rincones umbríos de la existencia donde
se van acumulando en las estanterías cotidianas decepciones y pérdidas; esas
inevitables erosiones del deambular vital. La escritora asturiana asume el quehacer
escritural como “una forma de ordenar el caos que a todos nos acosa, como una
forma de explicarse las maravillas y miserias del mundo, y explicarse también a
sí misma”. El análisis de la introducción resalta también otro aspecto esencial
del enfoque estético de la autora: las conexiones entre Arte y Poesía, como si
fueran dos estaciones unidas por los itinerarios de la reflexión. En esa
perspectiva rehumanizadora de la función del arte, que aglutina elegía,
evocación y senda indagatoria, la existencia es un escenario incierto y
movedizo en el que la expresión artística se inspira para crear lumbres
encendidas de verdad y belleza.
La sección inicial “La última matrioska” aporta citas de Carmen Martín
Gaite, Piedad Bonnett y Katherine Mansfield, tres voces del canon que hacen de
la poesía un árbol iluminado, una forma de salvación y encuentro con el rastro
incierto de quien tantea la silueta imprecisa de la identidad. En este
territorio de búsqueda nace el poema, como sostiene la composición de apertura
“Mi forma de salvarme”: En sus versos el hablante lírico se busca a sí mismo,
hurga en las heridas y erosiones e hilvana pérdidas y estados de ánimo; la
escritura se convierte entonces en trinchera y resguardo, en pactada respuesta
a las líneas de fuga que disuelven los pasos cotidianos: “La escritura es el
poder / de los que no tienen historia, / la luz del faro que avista el
náufrago, / el pan único para el hambriento, / el agua que puede calmar la
sed.” La palabra camina hacia dentro, se hace reclusión en la raíz, misterio y
enigma. Se va gestando así una crónica sentimental frente a la apresurada
hostilidad del calendario, la cartografía desplegada de un mundo interior por
donde el sujeto se coloniza a sí mismo, rellena el difuminado paisaje de la
inexistencia con un epitelio de esperanza. Somos vacío y fugacidad, la música
inacabada de un jardín interior.
El hecho de vivir sostiene un continuo aprendizaje que va copando
espacios de madurez, ese tiempo de aceptar el propio destino, de ir dando a la propia
imagen los trazos justos, esa estela de reflejos dorados.
El conjunto de poemas “Como pateras vacías”
está concebido como una inmersión en lo perdido; la evocación invita a
desnacer. El hablante verbal convierte su búsqueda en recuerdos clarificadores
de un tiempo consumido, hecho de cambios continuos que hacen dudar a la
memoria: “Qué fácil es engañarse, / qué fácil vivir para el sueño, / y qué
difícil / observar mar adentro, / lo que ha quedado de nosotros, / el poco
margen que tenemos”. El mapa de la memoria desaparece y la gelidez de la niebla
cae sobre los ojos.; aloja un espacio de silencio y contemplación.
En el apartado “Un mundo
ordenado” el poema se convierte en espacio de observación que anota lo que
sucede alrededor. Un anciano sentado en un banco con palomas, el solitario que
añora la fuerza emotiva de otros días, la quieta belleza de una porcelana de
Lladró o la estática quietud de la piedra son símbolos del transitar del
tiempo. La percepción acumula en el pensamiento instantáneas de soledad y
melancolía. Las formas y colores de un mundo ordenado que se hace también
metáfora de todo lo perdido. El continuo fondo musical de los poemas revela la
pasión de Isabel Marina por la música; un mediodía sonoro e instrumental que es
a veces evocación y recuerdo del ayer, como la imagen de la madre tocando un
viejo piano. Otras veces apunta el homenaje sensorial de quien se refugia en la
armonía de alguna canción para desterrar la sombría percepción del reloj
desbocado.
Isabel Marina acentúa en Donde
siempre es de día su intimismo reflexivo; con una clara continuidad
estética, la poeta persiste en el largo caminar que enlaza pretérito y ahora en
el norte vital de la palabra, las estelas del recuerdo y esa continua sensación
de despojamiento que deja el existir. Queda en el poema la conjunción de ambos
espacios meditativos, la aurora y el manso horizonte crepuscular. El empeño por
recobrar vivencias que permitan comprender la arqueología sentimental “donde
todo alumbra y es signo, aunque no lo sepamos, aunque no podamos reconocerlo y
estemos sordos y ciegos, como el pájaro que canta, antes de que la ciudad
despierte”.
JOSÉ LUIS MORANTE
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