Me fascina la lluvia. Lo descubro cada vez que estalla una tormenta y me instalo en el porche, tras los cristales, frente al jardín, como un niño asombrado que contempla un prodigio que nunca sucede a destiempo. Todo calla para oir el repicar de las gotas chocando contra el suelo, dibujando el preciso contorno de la fronda.
Un mirlo se refugia bajo el níspero y permanece inmóvil. Pasado un tiempo, su austero plumaje desaparece bajo los parterres mientras percibo la gradación sonora de las gotas. Poco a poco, la lluvia adquiere la tenue respiración del trayecto cumplido.
En la terraza se ha formado un gran charco. En él habita ese yo desdoblado que contempla la lluvia detrás de los cristales.
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