Alas los labios Pilar Blanco Ediciones Olcades Cuenca, 2013 |
LLAMA Y HUMO
El ingreso en los escaparates culturales de
la antología Con la cal en los dedos (1980-2010),
editada en Provincia, acercaba al público lector una muestra muy atinada de la obra lírica
de Pilar Blanco. Hasta ese momento su tarea creadora comprendía nueve entregas
que arrancan en 1982, cuando el monolitismo novísimo se había transformado en un aserto
que convivía con otras estéticas renovadoras. Esta compilación de la poeta y profesora leonesa incorpora un liminar de Ricardo Virtanen, donde se desglosan las líneas de
una ruta que abre marcha de nuevo con Alas
los labios.
Unas palabras de confianza evocativa sirven
de umbral a este poemario de título aliterativo, Alas los labios, con un material poemático distribuido en cuatro apartados. Leemos en
“Conjuro”: “Serenidad / en el decir, / aliento visionario”. La composición es
una autosugerencia; el consejo fusiona ese andar sosegado y
apacible que dé curso a un lenguaje activo y vitalista, y la creencia en el impulso de un designio, no como intuitiva aprehensión del porvenir, sino como
capacidad para mantener una actitud coherente en la escritura, sin
imposiciones, acorde con una forma de ser personal.
El trayecto vivencial expande un espacio
de rutinas e incertidumbres; una simple
abertura en el muro supone la posibilidad del punto de fuga, una senda de
interrogaciones para la conciencia. Ese es el hilo común que unifica los textos
de la sección de arranque. En este apartado, el poema “El hacedor
de palabras”, uno de los mejores del poemario, introduce una consideración
metapoética sobre la capacidad creadora de los signos: “Dirás que el universo
se pliega ante el hechizo/ que lo describe y nombra y crea al mismo tiempo. /
Miro a mi alrededor, y en la mañana espesa / que moja los almendros y hace
llover su albura / sólo / veo / palabras”.
El hablante protagoniza un lento repliegue,
hecho de soledad y carencia. Confirma aquella cita de Blanca Varela: “Aprender
a caminar sobre la viga podrida”. El vacío fertiliza espacio y tiempo; los
pasos deben soportar el deterioro, los sueños especulan y la amanecida
reserva papeles secundarios: la uniformidad gris de la inexistencia. De ese estado
hablan los versos de “Cuando la luz nos borra”: “Cae la luz / sobre las cosas /
y en su lluvia / reverberan los cobres / se acallan los sonidos, la ebriedad /
de la flor en su muerte, / de la tarde en suspenso como hilándose / copo a /
copo / mientras toda la luz se tambalea”.
La deriva habita en un entorno
diluido en el que el sujeto sigue en la brega; busca percibir el
nítido aroma de la existencia al paso, como un ave frágil que asciende en el
azul del despertar, sin pedir tregua, aceptando la contingencia de un
destino impuesto. Un fugaz vuelo hacia el resplandor y la claridad.
La poesía de Pilar Blanco desbroza paisajes
interiores a cielo abierto. En sus palabras se remansa la luz de lo diario, su
compleja construcción emocional, ese ir amaneciendo con la cal en los dedos, en busca de respuestas, aunque abrume
la tajante certeza de que no las hay.
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