Eduardo García (Sao Paulo, 1965- Córdoba, 2016) |
POESÍA Y PENSAMIENTO
In memoriam
En el pulso literario de Eduardo
García se entrecruzan dos vectores complementarios: la poesía y el pensamiento filosófico. Ambas vertientes de la
sensibilidad creadora mantienen relaciones de influencia recíproca y están
presentes en el libro Las islas
sumergidas, una compilación aforística que llega a las librerías, impulsada
por Cuadernos del Vigía, casi al mismo tiempo que otra obra del autor, el
poemario Duermevela, ganador del XXV
Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla.
Vivimos un tiempo áureo para el aforismo. Así lo constatan algunas
antologías y el nacimiento de colecciones monográficas sobre la práctica de un
decir breve cuyo formato conceptual tiene lindes difusas. Y en esa cualidad
reside gran parte del encanto del género. Lo escribió F. Nietzsche, cima de
esta escritura fragmentaria: “Un aforismo cuya forja y cuño son lo que deben
ser no está aún descifrado porque se le haya leído; muy lejos de eso, pues la
“interpretación” entonces es cuando comienza. El poeta es consciente de esa
turbiedad semántica e inicia su periplo aforístico sondeando la naturaleza de
esta escritura con cuatro aforismos que miran su propio reflejo especular,
donde resalta por su acierto el que sigue: “El aforismo es un turbio fogonazo.
Nunca alcanza a explicarse. Pero quema”; tan preciso testimonio contiene
efectos secundarios enaltecedores: la intensidad de su fuerza para esclarecer
un ámbito, su capacidad para reavivar cenizas y esa estela emotiva que deja en
la conciencia el intangible rastro de su paso.
En la travesía de Las islas
sumergidas Eduardo García prefiere la brújula y aglutina sus textos bajo nubes que abarcan idénticos
intereses y cobijan estelas o variables derivadas de un hilo argumental semejante.
Una palabra cernudiana, “El deseo” sirve de enlace al primer grupo de aforismos. El deseo es una
estrategia perfecta contra el ensimismamiento y el solipsismo; impulsa a otro,
conmina a abrir nuestras percepciones hacia la alteridad, dibuja una corriente
para que la voluntad puede seguir su cauce, aunque a veces ese deseo sea un
espejismo: “Creemos desear objetos o personas y en realidad corremos tras
fantasmas. Objetos y personas nos son desconocidos. Tan solo nos seduce el
resplandor de su reflejo en nuestra fantasía. El escritor despliega un amplio
tratamiento sobre el deseo, siempre expuesto a la contingencia y al ser
temporal. Con frecuencia bajo el deseo se esconde la mentira de lo ideal.
Ya se ha comentado que los aforismos nunca caminan en línea recta, ni
bajo los trazos de un itinerario previsible; su escritura se deja llevar por la
corriente. El apartado “En cuerpo y alma” sondea el sustrato de la identidad;
en ella está presente la noción de extrañeza, ese yo dubitativo en el que se repliegan
tantas incertidumbres; un aforismo deja una clave de uso que permite reconocer
la convivencia entre materia y espíritu: “Somos la estela de un sueño que la
materia se empeña en despertar”.
La contingencia emerge en el tercer apartado, “Estado de cosas”. El yo
verbal está condicionado por el ruido de fondo de lo colectivo; lo cotidiano
expone los claroscuros del ser social y sus contradicciones. La fisonomía de
época alumbra un laberinto en el que se arrinconan comportamientos, actitudes,
la estridencia de la moral pública y los ecos del chisme y el rumor que tanta
atención concitan en los medios de comunicación. Es el apartado con una mayor
carga ética.
En el tramo final del libro la escritura retorna a casa y se concentra
sobre sí misma para percibir los itinerarios estéticos que rigen su caligrafía.
Cada autor alumbra un ideario estético. Las palabras buscan sitio, se conceden
un propósito significativo, se diversifican para trazar las líneas que reflejan
la imagen del creador: “desentrañar la realidad es vislumbrar en su callada
superficie nuestra huella”. De estas tentativas nace el poema, el chispazo del
aforismo o el argumento inolvidable que conduce la buena prosa.
Hasta la fecha, Eduardo García era un poeta reconocido y un autor ensayístico.
Ahora estrena nueva faceta, la de aforista. No alumbra un compromiso
circunstancial con el género; sabe que el aforismo ilumina un amplio campo
expresivo, que los buenos aforismos aman la paradoja y dejan sobre la mesa la
carga significativa de su parquedad.
El neuropsiquiatra (ya fallecido) Carlos Castilla del Pino llamaba a los aforismos "afLorismos", porque en su caso afloraban, es decir, brotaban en su mente. Por su parte, Jorge Wasenberg (exdirector del Cosmocaixa de Barcelona) dice que el aforismo abre la reflexión, mientras que el proverbio (o refrán) la cierra, y de ahí (en este último caso) su carácter habitualmente rimado y conclusivo.
ResponderEliminarQué interesante reflexión, querida amiga; me encantó el diario de Carlos Castilla del Pino. La teoría aforística está por germinar, han salido algunas antologías de interés, pero falta un ensayo crítico en profundidad que clarifique sus perfiles. Siempre un placer sentir tu cercanía
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