La menina ante el espejo Luis Bagué Quílez Fórcola Ediciones Madrid, 2016 |
A PIE DE LIENZO
En Paseo por la identidad (Visor, 2014) Luis Bagué Quílez, protagonista orquesta de
un incansable afán creador, dejaba en sus poemas dos resortes expresivos que
multiplicaban la complicidad del lector: ironía y tono paródico. Son signos
que preserva en su nueva entrega, La
menina ante el espejo, una indagación ensayística que visita un museo
virtual sin ángulos muertos. Hablo aquí del poemario Paseo por la identidad porque la senda
reflexiva de aquel libro reconocido con el Premio Alarcos de Poesía no es
ajena a las vetas de pensamiento abiertas por la prosa de La menina ante el espejo ni al contexto histórico compartido bajo la cúpula de la sociedad digital.
El liminar plantea el campo
estructural del estudio, una mirada al arte, la literatura y el cine como
espacios creativos con zonas comunes y habitaciones comunicadas. En palabras
del autor, el libro es “un merodeo en torno a la poética del vacío a la que
asoman la visión artística y la visión literaria en la cultura global. Las
observaciones de un paseante que se escuda, con la complicidad de Aquiles, tras
una geometría esférica, circular, englobada”.
La tesis ilusionista de esta
pinacoteca sin muros contiene una colección distribuida en ámbitos. Los que se adentran en ella, tras el paraguas rojo de la voz narrativa, encontrarán un amplio vitalismo expansivo. Solo se exige percepción en vela y una disposición abierta a lo interpretativo cuando tomen
la palabra núcleos argumentales no exentos de complejidad.
El itinerario comienza
pormenorizando los efectos secundarios de una intervención poética de Raúl
Zurita que emplea el cielo de Nueva York como laboratorio óptico para escribir
versos. Esa conmoción visual tiene un antecedente en el azul de Chile
recuperado por Roberto Bolaño, en una enciclopedia apócrifa de la literatura
nazi. En ella se habla de Carlos Ramírez Hoffman, un militar torturador y
artista polifacético, que reproduce sobre el aeropuerto militar de El Cóndor
versículos del Génesis para exaltar su poética de la destrucción y homenajear a
la jerarquía militar y sus métodos abominables. El hecho se repite en otra
novela de Bolaño cuyo protagonista, Carlos Wieder, imita la biografía de Hoffman,
aunque sea como posible experiencia alucinógena. Cabe preguntarse el sentido de
estas intervenciones, qué propósito artístico persiguen y qué relación
intertextual encadena los talleres creativos de Raúl Zurita y Roberto Bolaño.
La fidelidad descriptiva de esta
reseña no puede compendiar en una mirada la retrospectiva completa de cada
sala; así que dejaré una escenografía parcial, con elementos ausentes. Si en la primera sala, en la que también
estaban los cuadros de Antonio Berni y el dolor por los desaparecidos
argentinos de la dictadura, parecía sobrevolar como síntesis aglutinadora la
pregunta de si el arte sirve para expresar la violencia extrema o estaba
legitimado para dar permanencia al dolor o la crueldad, en la nueva sala el
clima de angustia desaparece con el nuevo protagonista. Se enfoca ahora la
pintura de Edward Hopper.
Pintor caracterial, a Hopper se le define como un artista de obsesiones
estáticas. Sus cuadros representan el silencio, la espera, la soledad de los
lugares de paso, la incomunicación o la rutina en lugares que parecen
estacionados en un rincón del tiempo. Luis Bagué Quílez aborda la personalidad
del pintor como representante cualificado de una etapa histórica: La Gran
Depresión. En efecto, los personajes de Hopper digieren en su ensimismado estar
las expectativas truncadas, son el reflejo de una clase media que ha perdido su
situación de privilegio y aborda con inquietud un mañana sombrío; por eso hacen
de la espera una razón metafísica.
El legado pictórico de la sala 3 viaja hasta el renacimiento florentino
a través de la obra de Paulo Uccello, uno de los impulsores de la perspectiva
Ícaro por su empeño en dibujar las formas a vista de pájaro, exento de trabas
terrenales y de levitaciones metafísicas. La epifanía aérea de Uccello
trasciende lo sensible. Sitio cercano ocupa Pieter Brueghel, el artista
flamenco de los aquelarres visionarios en los que no falta cadencia expositiva,
algo de humor y mirada distante ante lo imprevisto.
El título del ensayo anticipa que Luis Bagué Quílez dedicará un enfoque
detallado a los hitos pictóricos de Diego Velázquez, que forman parte de una
colección permanente y de obligatoria visita. A partir de Las meninas, se plantea una
sólida teoría del autorretrato. Aquella estampa cortesana no es sino una manera
de contemplarse a sí mismo mientras dibuja y hacer partícipe al espectador de
su condición de artista de la corte y de su papel social. Dentro del cuadro los
elementos se singularizan para dar un protagonismo central al reflejo del yo. Esta reflexión del autorretrato velazqueño se prolonga con otro pintor,
Francesco Mazzola Parmigliano, cuyas distorsiones ópticas muestran una
identidad sumergida más allá de las apariencias, que parece anticipar las
iluminaciones de Rimbaud.
El demorado estar a pie de lienzo nunca pierde el asombro del montaje
imprevisto. Los elementos del relato se yuxtaponen como si ofertaran una
adición de novedades que galvanizara la percepción reflexiva. El paseo por lo
diverso incluye a Botticelli, Vermeer,
Marc Chagall, Picasso, Magritte…Nombres propios que dejan la ventana abierta a la
especulación y al encuadre distinto
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