Aposento Carlos Roberto Gómez Beras Isla Negra Editores Colección Filo de Juego San Juan, Puerto Rico, 2019, 2ª edición |
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Catedrático universitario, editor de Isla Negra, uno de los pilares editoriales
del Caribe, y poeta de profusa y reconocida travesía, Carlos Roberto Gómez
Beras (República Dominicana, 1959) ha dejado en sus páginas de madurez entregas
esenciales como Árbol (2017), salida reeditado
un año después en serbio y castellano, cuya estética esencial y fragmentaria
muestra un afán de búsqueda. Esa indagación en el lenguaje es también aplicable
a su obra más reciente Aposento, denso
volumen aparecido en la Colección Filo de juego.
El poeta sostiene que titular es un arte, un oficio que debe ejercitarse
con extrema perfección porque supone el comienzo de ruta. El sustantivo “Aposento”
del título alude a un hábitat cercano e intimista en el que se acomodan los
rasgos internos, más frágiles y
personales del personaje poético. Ya en el poema “El ave”, compilado en el
libro Solo el naufragio, se añade al
nombre una semántica expansiva“… que en el sueño de un poeta / también hay
aposento / para la ola que despierta / para el himno que florece (…)”. Entre
las cuatro sílabas se encaja el rostro claro del asombro.
La entrega inicia senda evocativa con unos versos de José Ángel Valente
que subrayan el papel esencial de la memoria, ese itinerario hacia el origen Cada identidad preserva un yo a resguardo en
el trayecto vital, una presencia que es quemadura y testimonio. Con ese reflejo
intacto se despliega el hilo argumental del primer poema. Sus versos airean una
sensibilidad proclive al recuerdo que abre la mirada a vivencias
autobiográficas, enriquecidas por el tacto mágico de la imaginación. La voz
introspectiva recupera un pretérito moldeado por la ternura de la niñez. El protagonista
poético desanda distancias hacia sí mismo por los caminos de la nostalgia con
la esperanza de volver a ser Robertico, frágil presencia de la niñez asomada al
misterio de la vida al paso. Recordar es dar cauce también a una línea de
sombra que subraya la fugacidad y el espejismo; ser es encarnar una pieza en el
tablero en manos del destino. Aquella epifanía, habitada por sentimientos y
asombros, se va despojando en el cumplimiento de un sendero individual que convierte
el ahora en un espacio de estragos y lejanía. De ese estar dan fe las palabras
empeñadas en quebrar la sombra: “Contra ruina y cadáver / La palabra que hoy
nos despierta. / Escribir sobre el agua
que fluye / porque somos cuerpo y despedida.”
En la persistente suma de pasos, poco a poco, se oculta la luz para oír
cada vez más nítido el rumor de la ceniza. El paisaje humano se hace árido,
como si exigiera establecer un balance de sensaciones y olvidos; la filigrana
de una estela vacía. Las palabras aluden con frecuencia a identidades
familiares que tenían un claro significado existencial; por ejemplo la abuela
Rosa, que abandonaba el balanceo de su mecedora para acoger en su estar “un
corazón, una caricia y un cielo”. Entre esos rescates afectivos, propiciados
por una fotografía o un simple recuerdo, también se vislumbra el lejano perfil
del padre y su ausencia madrugadora: “Ayer soñé con mi padre. / Nunca su mirada
fue tan horizonte. / Nunca su sonrisa fue tan río. / Nunca sus manos fueron tan
caminos”; o la ensimismada biografía de Pepé, aquel tío que sufrió una realidad
desapacible. Así se va completando la inasible trama del existir en el que cada
vez adquiere más fuerza la percepción de la muerte; nada queda del niño perdido
en la memoria. Ahora el yo es el depositario de una conciencia de finitud y
cumplimiento, un constructor de dudas que se mira con la sensación de que
pronto llegará la noche, como un denso paraguas crepuscular para borrar
máscaras y apariencias, mientras las palabras dejan su saldo de gestos, miradas
y retornos.
En el cuerpo central de Aposento sobresale
el poema “El bar de Yoryi”, una larga composición narrativa que despliega una
emotiva educación sentimental. Se recrean indicios biográficos que marcan el
paso a la autonomía juvenil. La pureza infantil y aquel mundo de claridad
sentimental son abandonados en el rincón de la melancolía. La existencia ahora
es un espacio de inquietud marcado por la mitología del deseo. Recuerdo que en
la compilación Aún (1992-1989), que
integra los cuatro primeros libros de Carlos Roberto Gómez Beras, se recogía
este juicio del escritor y crítico dominicano José Alcántara Almanzor: “Estamos
en presencia de una fuerza avasalladora, un universo sensorial en el que la
mujer ocupa el centro indiscutible”. En la voz del deseo el cuerpo es un libro
de panes, peces y palabras. Con el impulso de quien canta los signos del yo
femenino se describen las circunvoluciones del amor, ese sentir que acorrala y
desasosiega, que se hace meta y urgencia.
Para quien concibe el lenguaje como patria del ser, es casi obligatorio
el sustrato metapoético y la mirada a la experiencia literaria. En los poemas
finales se cobija una filosofía de la creación que muestra un pensamiento
pendular entre poeta y poema o entre la voluntad de la escritura de dar a lo transitorio un espacio de
permanencia.
En la vasija rota del discurrir el poemario Aposento deja una perspectiva de continuidad. Muestra el perfil de
la memoria, como quien explora en la piel los oscuros trazos de una cicatriz
para resucitar lo perdido, para que no se apaguen las luces del recuerdo y
dejen en el poema rastros de luz. La palabra se hace autobiografía, un
territorio poético que enlaza tiempos e identidades como un largo puente,
tendido en el vacío de ser.
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