viernes, 19 de julio de 2019

CARLOS ROBERTO GÓMEZ BERAS. APOSENTO

Aposento
Carlos Roberto Gómez Beras
Isla Negra Editores
Colección Filo de Juego
San Juan, Puerto Rico, 2019, 2ª edición



VOLVER AL YO


   Catedrático universitario, editor de Isla Negra, uno de los pilares editoriales del Caribe, y poeta de profusa y reconocida travesía, Carlos Roberto Gómez Beras (República Dominicana, 1959) ha dejado en sus páginas de madurez entregas esenciales como Árbol (2017), salida reeditado un año después en serbio y castellano, cuya estética esencial y fragmentaria muestra un afán de búsqueda. Esa indagación en el lenguaje es también aplicable a su obra más reciente Aposento, denso volumen aparecido en la Colección Filo de juego. 
   El poeta sostiene que titular es un arte, un oficio que debe ejercitarse con extrema perfección porque supone el comienzo de ruta. El sustantivo “Aposento” del título alude a un hábitat cercano e intimista en el que se acomodan los rasgos internos,  más frágiles y personales del personaje poético. Ya en el poema “El ave”, compilado en el libro Solo el naufragio, se añade al nombre una semántica expansiva“… que en el sueño de un poeta / también hay aposento / para la ola que despierta / para el himno que florece (…)”. Entre las cuatro sílabas se encaja el rostro claro del asombro.
   La entrega inicia senda evocativa con unos versos de José Ángel Valente que subrayan el papel esencial de la memoria, ese itinerario hacia el origen  Cada identidad preserva un yo a resguardo en el trayecto vital, una presencia que es quemadura y testimonio. Con ese reflejo intacto se despliega el hilo argumental del primer poema. Sus versos airean una sensibilidad proclive al recuerdo que abre la mirada a vivencias autobiográficas, enriquecidas por el tacto mágico de la imaginación. La voz introspectiva recupera un pretérito moldeado por la ternura de la niñez. El protagonista poético desanda distancias hacia sí mismo por los caminos de la nostalgia con la esperanza de volver a ser Robertico, frágil presencia de la niñez asomada al misterio de la vida al paso. Recordar es dar cauce también a una línea de sombra que subraya la fugacidad y el espejismo; ser es encarnar una pieza en el tablero en manos del destino. Aquella epifanía, habitada por sentimientos y asombros, se va despojando en el cumplimiento de un sendero individual que convierte el ahora en un espacio de estragos y lejanía. De ese estar dan fe las palabras empeñadas en quebrar la sombra: “Contra ruina y cadáver / La palabra que hoy nos despierta. / Escribir  sobre el agua que fluye / porque somos cuerpo y despedida.”
   En la persistente suma de pasos, poco a poco, se oculta la luz para oír cada vez más nítido el rumor de la ceniza. El paisaje humano se hace árido, como si exigiera establecer un balance de sensaciones y olvidos; la filigrana de una estela vacía. Las palabras aluden con frecuencia a identidades familiares que tenían un claro significado existencial; por ejemplo la abuela Rosa, que abandonaba el balanceo de su mecedora para acoger en su estar “un corazón, una caricia y un cielo”. Entre esos rescates afectivos, propiciados por una fotografía o un simple recuerdo, también se vislumbra el lejano perfil del padre y su ausencia madrugadora: “Ayer soñé con mi padre. / Nunca su mirada fue tan horizonte. / Nunca su sonrisa fue tan río. / Nunca sus manos fueron tan caminos”; o la ensimismada biografía de Pepé, aquel tío que sufrió una realidad desapacible. Así se va completando la inasible trama del existir en el que cada vez adquiere más fuerza la percepción de la muerte; nada queda del niño perdido en la memoria. Ahora el yo es el depositario de una conciencia de finitud y cumplimiento, un constructor de dudas que se mira con la sensación de que pronto llegará la noche, como un denso paraguas crepuscular para borrar máscaras y apariencias, mientras las palabras dejan su saldo de gestos, miradas y retornos.
   En el cuerpo central de Aposento sobresale el poema “El bar de Yoryi”, una larga composición narrativa que despliega una emotiva educación sentimental. Se recrean indicios biográficos que marcan el paso a la autonomía juvenil. La pureza infantil y aquel mundo de claridad sentimental son abandonados en el rincón de la melancolía. La existencia ahora es un espacio de inquietud marcado por la mitología del deseo. Recuerdo que en la compilación Aún (1992-1989), que integra los cuatro primeros libros de Carlos Roberto Gómez Beras, se recogía este juicio del escritor y crítico dominicano José Alcántara Almanzor: “Estamos en presencia de una fuerza avasalladora, un universo sensorial en el que la mujer ocupa el centro indiscutible”. En la voz del deseo el cuerpo es un libro de panes, peces y palabras. Con el impulso de quien canta los signos del yo femenino se describen las circunvoluciones del amor, ese sentir que acorrala y desasosiega, que se hace meta y urgencia.
   Para quien concibe el lenguaje como patria del ser, es casi obligatorio el sustrato metapoético y la mirada a la experiencia literaria. En los poemas finales se cobija una filosofía de la creación que muestra un pensamiento pendular entre poeta y poema o entre la voluntad de la escritura  de dar a lo transitorio un espacio de permanencia.
   En la vasija rota del discurrir el poemario Aposento deja una perspectiva de continuidad. Muestra el perfil de la memoria, como quien explora en la piel los oscuros trazos de una cicatriz para resucitar lo perdido, para que no se apaguen las luces del recuerdo y dejen en el poema rastros de luz. La palabra se hace autobiografía, un territorio poético que enlaza tiempos e identidades como un largo puente, tendido en el vacío de ser.



     





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