18 ciervas Rosana Acquaroni Bartleby Editores / Poesía Madrid, 2023 |
MÁS ALLÁ DEL REGRESO
El largo recorrido poético de Rosana Acquaroni (Madrid, 1964),
licenciada en Filología Hispánica y doctora en Lingüística Aplicada, ha ido
sembrando hitos esenciales, desde aquella temprana carta de presentación Del mar bajo los puentes que consiguiera
un accésit del Premio Adonáis en 1987. En 2018 publicaba en Bartleby La casa grande, un poemario con nítido
sustrato autobiográfico, en el que la reflexión proponía un viaje interior que
amplificaba su textura emotiva. Con idéntico timbre amanece 18 ciervas, cuya presentación en la
biblioteca madrileña Eugenio Trías del Parque del Retiro, con aforo completo y una
nutrida muestra de la poesía actual, ratificaba el interés luminoso que han
despertado las nuevas composiciones.
Citas de Francisca Aguirre y Angelina Gatell
conforman una mínima invitación a escuchar el lenguaje de los sentimientos para
que se defina la identidad del yo; sin la dicción clara de lo emotivo, el
sujeto se deshabita, vive a solas confinado en su gélida caverna temporal.
Rosana Acquaroni abre su poemario enunciando una aparición. El yo
poético es testigo en el bosque de la hermosa presencia de una cierva, casi
suspendida en el tiempo; no se trata de una visión fugaz sino de una percepción
que convulsiona la sensibilidad y se queda –qué excelente plenitud expresiva-
“atrapada en el ámbar del instante”. La dormida silueta de la cierva abre la
evocación y la memoria, se hace mapa de reflexión y espera, un refugio abierto
para la vigilia del pensamiento como símbolo fuerte de plenitud amorosa.
El hilo argumental enriquece su avance desde referentes culturales que
expanden el campo de visión con aseveraciones complementarias. Así sucede con
los versos en cursiva que pertenecen a la película En cuerpo y alma (2017) de la cineasta húngara Ildikó Enyedi. Su
semántica alumbra una historia de amor que va emergiendo hasta la superficie
del poema, cambiando toda la vida en un instante. Poco a poco se deshace la
sensación de cansancio y soledad, la desgajada esencia de una prematura vejez
que ensombrecía los espejos en una espera inútil que, de pronto, renace en otro
marco: “Y entonces / me preguntas: /
a qué lugar exacto del olvido / lo arrojaste de ti / en qué arista tu cuerpo /
en qué intersticio / tallaste de la
nada / un nuevo amor.”. Es otra amanecida que marca en el reloj un transitar
distinto.
Pero la realidad persiste fuerte, como las dieciocho ciervas pintadas en
la cueva prehistórica de Covalanas (Ramales de la Victoria, Cantabria) que dan
título al libro y cuyo rastro en el tiempo confirma que hay pasos, también en
el amor, para el regreso. La pared se perfila en los trazos en rojo de los
animales como un diario de retorno al ahora, la pintura es reflejo de la
respiración acompasada del encuentro amoroso. Nace con fuerza el reincidente
latido del deseo, la llama viva que anida en cada célula y desata el placer:
“SAGRADA EPIFANÍA / leche que se derrama / matérica / en la noche. / Déjala
entrar, amor.”
En el transitar intimista del poemario sorprende la contundencia
expresiva del título “Anatomía del primer disparo” que reúne las composiciones
del segundo apartado. También la cita de Chantal Maillard refuerza la idea de
un viraje nocturnal en la palabra poética. El desamor abre una grieta densa en
lo diario, una hemorragia de sombras que empaña el suelo triste de la
convivencia. Se multiplican las instantáneas que marcan la frialdad
desapacible: la cierva cercada en el incendio, el pájaro que choca contra el cristal
o el aire teñido de muerte venidera son voces premonitorias de la herida. La
inclusión en cursiva de los párrafos del manual de caza recuerda la voz del
narrador omnisciente que va marcando los tiempos del dolor, el goteo de
indicios que apunta lo que va a suceder.
Pero el pasado también regresa y con él las suturas de la maternidad y
el alumbramiento del hijo. Aquel trecho de luz define un tiempo de
incertidumbre y sueño en el que se suman las nervaduras de una travesía
argumental donde la violencia y el perdón conviven en un extraño abrazo. Hay que seguir, más allá de la herida, buscar de nuevo una casa encendida y
habitable, vacía de recuerdos, dispuesta a buscar otra luz y otro equilibrio
para que retorne “Un amor sin certeza ni linaje”.
La coda final “18 ciervas” marca en los versos los pasos del retorno. El
pasado refrenda un espacio angosto y encogido donde todo se ha cubierto de
extrañeza y olvido, en un largo desfile de ausencias que pone muros a una casa
vacía. Queda la cierva como símbolo del temblor vivido, como holograma pálido
de rostros y voces que se apagan en el cauce del estar.
En 18 ciervas el amor y el
desamor se convierten en piedras angulares que emergen por las grietas del
tiempo. En un intenso ejercicio introspectivo, la mirada poética busca señales
y símbolos con emoción y desasosiego y compone un profundo sentimiento amoroso
cuyas vibraciones afectan a los tejidos más profundos del yo. La memoria tiende
al sol harapos del pasado y recupera desvanecidas instantáneas que marcaron la
piel de los días. Y desde su lejanía camina hacia el ahora para escuchar
intacto su silencio, su voz estremecida, su vacío.
JOSÉ LUIS MORANTE
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