martes, 27 de diciembre de 2016

RAQUEL VÁZQUEZ. EL HILO DEL INVIERNO

El hilo del invierno
Raquel Vázquez
Hiperión, Poesía
Premio "Nueva Valencia"
Madrid, 2016

HILOS EN BLANCO Y NEGRO

   El año literario llega a puerto y una de las características más relevantes de su trascurso ha sido la proliferación de antologías para dar voz coral a la primera generación del siglo XXI. Casi todas han mostrado un paisaje plural. Sin embargo, las selecciones son parciales y han dejado fuera de página a itinerarios singulares que antes o después se afianzan como travesías renovadoras. Así sucede con el corpus lírico de Raquel Vázquez (Lugo, 1990), Licenciada en Filología Hispánica por la universidad de Santiago de Compostela y autora de Por el envés del tiempo, Pinacoteca de los sueños rotos, Luna turbia, Lied de lluvia para una piel ausente, Si el neón no basta y la entrega que ahora comentamos, El hilo del invierno, un nutrido equipaje en un lapso temporal que apenas sobrepasa el lustro.
   En su última entrega, la poeta se acoge a un paratexto enjundioso: Cortázar, Bekett, Faulner, que no clarifica demasiado las sombras tutelares, así que corresponde ir desgranando El hilo del invierno, sortear referentes culturales y hallar las líneas cromáticas de su visión estética. El poema de apertura, “Sapere aude” postula una situación de desamparo y soledad en la que la voz poemática está frente a sí misma; busca sentido a ese recorrido por lo transitorio que postula incertidumbre: “Saber que cada roce / de piel, cada palabra es un milagro / insuficiente, azaroso, ya efímero. / Y lo es del mismo modo que nosotros: /esa película, la eternidad. / Y su fundido en negro. / Existe vida – y no / apenas simulacro - / solo en los ojos que no niegan a la muerte”. Existir es caminar sin tregua hacia la última costa y solo aceptando esa premisa alcanza el tiempo su encaje mudable.
   Pero la voz del sujeto nunca se formula a espaldas de un trayecto colectivo, recoge pasos que comparten senda y contingencia, que van apurando los signos de identidad de una época en crisis, donde se han ido asentando en los diccionarios de la angustia sustantivos de complejo significado. De esa llamada social se nutren poemas como “Recortes” con un cierre magnífico: “Recortarán la luz / y diremos que nunca había amanecido.”; o “Sufijos telefónicos” que muestra la cronología sucesiva de la barbarie en Guernica, Nagasaki, Sarajevo, Basora o Alepo, esos topónimos escritos con sangre que tallaron el mármol de la muerte y que imponen su evidencia en la conciencia de todos. Son sitios malditos, inútiles andenes de un cauce paradójico, en el que que sigue manando el mismo miedo y la sombra tenaz del silencio y la noche. Cada lugar es un punto de inflexión y de impotencia en el que se van apagando luces y esperanzas. Con ese mapa de carreteras desplegado en tantos sitios dispersos, es difícil aspirar a que crezcan semillas de esperanza y buscar todavía sueños que aspiren a cumplir su amanecida. El bagaje del apartado inicial está marcado por las coordenadas del dolor.
   En el paisaje interior de “Hilván de cielos”, apartado central del libro, el sentimiento amoroso constituye un andén de llegada; la ausencia del otro vuelve amarga la luz, clausura el estar diáfano del mediodía y deja entre los dedos la sensación desapacible de un tacto de nieve. De ese estar en el desamparo nace un abismo que va creciendo dentro como un páramo en el que las palabras reinician titubeos con perseverancia: “Pero no es nada fácil saber qué permanece, / nombrar lo fugitivo. / Cuando mi mano está / irremediablemente acostumbrada / a la siempre presente caricia de tu ausencia“.
  Unos versos de Roberto Juarroz clarifican el título de la sección de cierre, “Hilván de saltos”: “Hay que dar un salto. Pero todo salto vuelve a apoyarse. / Habría que ser un salto”. Es una manera de dejar sitio a la voluntad que va dejando una caligrafía esperanzada en las palabras. La evidencia está ahí, con su piel de óxido, como están los muros que cortan los sueños de los sin papeles que buscan sitio en las ciudades del progreso, como están en la imaginación del náufrago las costas acogedoras de una isla cercana: “Al menos si el sonido es luz que se levanta, / quedará alguna voz donde permanecer, / hacer de cada sueño / tinta: palabra a la que aferrarse. / Antes de ese final / que ya mismo comienza. / Que poco a poco traza el hilo del invierno”.
  Sin duda, la percepción crítica sobre los trazos que deja la poesía joven necesita distancia cronológica. Su proceso creador debe abordarse con elementos objetivos que confirmen las vibraciones iniciales y el hecho natural del crecimiento. Y así lo refrenda El hilo del invierno por su sentido orgánico, por el acierto en elegir  residuos y connotaciones sombrías de nuestro tiempo y por la intensidad y consistencia que emiten sus símbolos e imágenes. Por tanto, no especulo cuando digo que Raquel Vázquez es uno de los nombres de confianza del espacio poético actual, una de sus realidades más logradas.
   

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