ODIO EL TELÉFONO MÓVIL...
Odio el móvil, sin asimetrías, a corazón abierto. Es un
invento detestable cuyos estragos secundarios borran cualquier asentimiento
sobre su utilidad. Hace unos años (pocos) adquirí mi primer aparato a una comparsa ricachona de piratas, facinerosos, bucaneros y corsarios denominada con empaque de tarjeta cursiva Operadora de Telefonía… Fijé en la sucursal una tarifa abonada mensualmente, siempre con sobrecargo
de algo, o con impuesto revolucionario… Es previsible; sin esos atracos en lo doméstico tendrían que trabajar en vez de cotizar en
Bolsa. Un extravío, del que tantos pacientes lectores de este blog ya han oido mis tintadas quejas, me obligó a cambiar de móvil porque el modelo de mi cargador (palabras y risas de dependiente experimentado) " hace siglos que no se fabrica". Desde entonces la tarifa mensual imita un asalto con fusil. El Servicio de
Reclamaciones –voces chillonas y displicentes que perdonan la vida, se impacientan ante mis argumentos, reiteran frases como estribillos de canción estival y tienen
el mismo coeficiente intelectual que un fósil precámbrico (pido disculpas al fósil por tan vejatoria comparación)- me escuchan rumorosas
y comentan que mi solicitud no procede porque las conexiones a
internet se han realizado. Argumento que soy yo quien llama y no tengo
internet. Ella sugiere que se actualizan de forma automática porque son conexiones activas, aunque no haya contratado el servicio.
A las cinco de la mañana, el Centro de Reclamaciones (1004) me envía el furtivo
sms aduciendo que desestiman mi enésima reclamación. Este mes no puedo comprar
libros por el saqueo trágico de la compañía Movistar. Me doy de baja; pido cita en el
psiquiatra para calmar mi espíritu. Tengo la certeza -pienso de cuando en cuando, no pertenezco al servicio de reclamaciones de una operadora telefónica- de que el próximo mes lloverá la factura crecida, argumentando que no cursé mi baja y que las llamadas existen…
No soy la Armada invencible, ni Felipe II, ni he mandado mi paciencia y mi calma laboral a
luchar contra los elementos tecnológicos del siglo XXI, así que quemaré el móvil, con hoguera
inquisitorial para que no queden restos contaminantes.
En realidad, mi móvil apenas servía para nada: los
que tienen que llamar no llaman, los cercanos teclean ensimismados en el wasapeo gratuito, y los que llaman me ofertan
asuntos publicitarios que una identidad prehistórica como la que sostiene mi esqueleto no necesita.
Odio el móvil. Sin más. Regreso a las cartas a mano. Son íntimas, afectivas y su caligrafía irregular sugiere relaciones emotivas con el destinatario. Además, las cartas a mano nunca se actualizan automáticamente. Acaso se extravían, como barqueros náufragos, en otro buzón del vecindario, un incidente menos alevoso y comprensible.
Odio el móvil. Sin más. Regreso a las cartas a mano. Son íntimas, afectivas y su caligrafía irregular sugiere relaciones emotivas con el destinatario. Además, las cartas a mano nunca se actualizan automáticamente. Acaso se extravían, como barqueros náufragos, en otro buzón del vecindario, un incidente menos alevoso y comprensible.
Os
llamo pronto. Sin móvil de Movistar. Con señales de humo.