El espectador en la caverna Jaime Fernández Ediciones La Isla de Siltolá, Aforismos Sevilla, 2022 |
SOMBRAS AL PASO
Jaime Fernández (1960) ha protagonizado un largo itinerario ensayístico
en torno a voces singulares del canon como Miguel de Cervantes, W. Shakespeare
o Thomas Mann. En 2013 compiló una lectura fragmentada de citas y pensamientos
lacónicos desgajados de las páginas narrativas de Por el camino de Swann para conmemorar el centenario de su
publicación. Este contacto con la escritura concisa alentó su propio
minimalismo expresivo, expandido en los títulos Maniobras de distracción (2018), con el que consiguió el I Premio
internacional de Aforismos La Isla de Siltolá, Centinelas del sueño y, en el curso del presente año, ya superado
el estar ensimismado de la pandemia, El espectador en la caverna.
La
inclinación natural a lo reflexivo está presente desde el título, un explícito
homenaje a Platón. Los aforismos germinan en ese espacio de penumbra y sueño
que alza la realidad, como marco de presentación, ante una sensibilidad dubitativa
y en vigilia. La naturaleza del tiempo digital ha succionado casi todos los
signos que configuran la identidad colectiva: “El espectador ha reeemplazado al
hombre de acción. Hoy cualquiera pasa más tiempo viendo una pantalla que
haciendo algo”. No le falta razón al aforista, como se constata en los
desplazamientos en los transportes públicos o en la forma de presenciar
cualquier acontecimiento deportivo o social por los ojos de la tecnología en
vez de la mirada directa. Esa nueva manera de percibir lo exterior envejece con
suma rapidez el pasado que, cada vez más, parece un asunto onírico. La
naturaleza vela su estar, como si nuestra civilización solo propiciara erosión
y desgaste: “La naturaleza va a lo suyo y nosotros a lo nuestro”; el intimismo nos
somete a un continuo estado de incertidumbre en el que la propia identidad
también constata su vocación de enigma; ese desconocimiento propicia un copioso
diálogo con las preguntas de siempre y propicia la puerta franca a la
imaginación, sin duda el mejor modo, de hacer más habitable lo real.
El libro de aforismos es caótico por naturaleza; se empeña en rastrillar
el suelo parvo de lo diverso; su forma de caminar nunca es el atajo sino la
divagación, los tanteos de un pensamiento proteico que asocia la claridad del
autoconocimiento con las incógnitas asentadas de los parásitos de la memoria y
con esos apuntes sensoriales que redacta la sensibilidad. Todo está ahí y de
todo deriva un hilo suelto que conduce al ovillo lacónico: “Se necesita la
ilusión para vivir. Es el impulso del comienzo, cuando las fuerzas se hallan en
su esplendor y el tiempo y la fatiga aún no las han desgastado”, “Las
costumbres terminan donde empiezan las preguntas”, “cada cual tiene su propia
manera de engañarse. También aquí cuenta la experiencia".
La extrañeza es el estado natural del espectador, cuando se ubica en el
tiempo a cierta distancia. En su mirada fragmentaria toman asiento formas y
colores, impresiones y puntos de vista. Así se moldea un espacio de afirmación
del yo y una manera de pensar: “Raíces errantes en busca de suelo en el que
arraigar”, “La sinceridad exige al individuo ser uno y el mismo constantemente,
lo que explica su fracaso. Nadie es sincero todo el tiempo”.
Los inciertos pasos de la actualidad conforman un amplio semillero en la
conciencia. El yo se empeña en clarificar y percibir, tantea las sombras de las
cosas, reconoce superficies y espejismos. Sabe que el ahora tiene un nomadismo
continuo, que trastoca el orden natural de la quietud y la permanencia del
pasado. El devenir cambia y en él cambia también el propio yo, su manera de
conformar el relato desde el lenguaje: “Lo que se dice ahora ya se dijo antes.
Lo dicho volverá a decirse. Lo que se diga en el futuro se habrá dicho en el
pasado. En cualquier caso, se dirá con palabras diferentes”, “La normalidad se
revela engañosa no cuando se resquebraja sino mientras dura”, “La verdadera
vida transcurre en los alrededores, en la periferia del centro, donde parece
que ocurre todo”.
La voluntad del sujeto verbal incide en el papel del narrador
omnisciente. Sabe que en la exploración del discurrir hay que convertirse en
espectador, porque solo desde la distancia es posible a la individualidad una
contemplación ensimismada y con estados de ánimo tornadizos. En El espectador de la caverna asoma vivo y
pleno el mundo respirable del sentido
común. Los breves abren el manual de instrucciones de la razón para entender un
territorio existencial paradójico que es al mismo tiempo fugacidad y
permanencia. Los pasos del pensamiento muestran su desorden, ese azar ilusorio
que deshoja la vida y la convierte en lección y en elegía.
JOSÉ LUIS MORANTE
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