ASÍ ES LA ROSA
Para quienes siguen desde hace tiempo, como es mi caso, el vitalismo
creador de Carlos Roberto Gómez Beras (República Dominicana, 1959) no pasa
inadvertida la persistente devoción por la poesía, la exacta fantasía de calado filosófico y la confidencia que hace del nombrar una paradoja simbólica. Con la escritura busca perfilar los trazos más frescos y
transparentes de su yo personal; el sonido del agua. Desde el asombro del
misterio y la profundidad ha ido naciendo un largo recorrido de publicaciones
que ha obtenido numerosos reconocimientos y conforma un encendido relato de
éxitos. El poeta, editor y catedrático, afincado en Puerto Rico desde 1964, ha
conseguido en cinco ocasiones el Premio Nacional de Poesía y sus poemas se han
trasladado a idiomas como el serbio, francés, inglés, alemán o estonio,
asegurando de paso una presencia fuerte en revistas y antologías. Ana María Fuster-Lavin mide la dimensión expandida de estos versos y considera a su autor "una de las voces más genuinas y destacadas de la literatura antillana".
El poeta vuelve a conectar con la palabra poética con la entrega
La espina que florece, un conjunto de
más de sesenta poemas breves que se abre con este destello verbal de Blanca
Varela: “Entre las cosas dios está allí, / sentado a la diestra de sí mismo”.
Del estar entre cielo y tierra que observa a la distancia justa los elementos
del universo y su génesis, con voluntad propia, nacen las travesías
argumentales de
las composiciones,
distribuidas en tres tramos orgánicos.
El primero “Cielo” muestra un claro carácter enunciativo en el que
reverberan los recuerdos de la contemplación donde se abrazan lo pagano y
lo sagrado, la deidad incorpórea que respira en los estratos de la noche: “Dios trabaja para
otros. / No descansa, como dijeron. / Por eso nos entregó el sueño / y un ángel
para custodiar / ese espacio que nos ganamos / para ser frágiles como un
ánfora.”
El necesario onirismo invita a traspasar
límites físicos para percibir esa presencia fuerte e intocada, que trasciende
el tiempo y cobija intacta la belleza “como la rosa de un poema”. Es una voz
que convoca y absuelve la soledad dormida, que llama desde dentro. A veces no
está. Entonces la mañana se hace frío y tiniebla. Muerte y olvido. El abierto
vacío de una boca que no tiene palabras que pronunciar y oye respirar un
tangible silencio ensimismado, sin ninguna certeza aparente. El sujeto siente
su desvalimiento, percibe esas coordenadas que dejan la existencia en el centro
de la nada. Es un monólogo sin luz. Una página en blanco, un lenguaje por
descubrir, donde aferrarse en el oscuro caminar de la imaginación. El yo
verbal en soledad es solo el reflejo de la rosa que nació del sueño. Una
esperanza, un legado intangible de verdad y belleza. Una sed, un regreso, una
espina que desgarra la piel “sola, dura e hiriente / abandonada a sí misma /
como un recuerdo”
La sección central “Axis” toma su nombre de la segunda vértebra de la
columna, la que hace posible el movimiento de rotación de la cabeza. Ella simboliza
el amor, “la vocación de ofrendar lo que deseamos”. El cuerpo se hace entonces
puro molde que cobija el deseo. Es senda hacia la deidad, hecha paisaje
interior, razón del imaginario, encuentro y caminar capaz de hacer posible la
resurrección de lo vivido, el retorno al origen,
la urgente necesidad de representar el papel
de Lázaro. Fugaz y contingente, la memoria susurra con esquejes de lo vivido,
con esas instantáneas capaces de borrar la ausencia y convocar el ciclo
germinal de una nueva primavera. Así nace el poema, como un pájaro que vuela
entre las manos, como el temblor cálido de la celebración de la nostalgia: “Tú
me vislumbras como un hombre afiebrado / que busca entre pliegues tus
humedales. / Yo me presiento ser el niño huérfano / que de tus senos rebosantes
bebe la nostalgia. / Por eso, en este puente imaginado, cada noche, nos
rendimos a la entrega malsana / de sabernos un cuerpo y una ausencia / que
intentan cruzar ciegos una parábola”. Existir es marcar en pieles de arena una
ruta de pasos perdidos; dar sentido a un peregrinaje que se pierde en la razón
del misterio y hace de la duda una pulsión de búsqueda.
Como si fuera otro espacio marcado por la geografía afectiva, el
apartado final “Tierra” supone en el recorrido la persistencia del despertar.
Como si el extravío encontrara un andén donde detenerse y pernoctar. El alma
lava su cansancio, recupera la ingenuidad del niño, la clara senda del poema
que se hace preguntas entre el amor y la incertidumbre y dispersa el vaho de los
espejos. La pérdida impone su reguero de ausencias, hace del pretérito un
estanque de imágenes posadas en las aguas dormidas del olvido. Falta el legado
personal del pretérito, aquello que alguna vez fue nuestro y ahora se diluye en
la prisa del tiempo, cambiando el plumaje de la noche.
Algunos poemas de la sección habitan la razón de la escritura, desde la
conciencia del poeta. Escribir es dar aliento, hacer de la palabra una
grieta de vida, convertir en centro cada margen. Quien se viste de poema no
busca la belleza intocada de la rosa sino el tantear de la espina que rasga la
piel, que olvida el tedio de lo cotidiano en la hondura de gris de los espejos.
La voluntad se hace intento; sabe que no hay más premios que persistir en ese
oficio callado y laborioso de la contemplación. La naturaleza del yo es
transitoria y efímera, camina hacia el atardecer y hace de la tristeza un himno
que se apaga en la punta de la lengua.
La poesía de Carlos Roberto Gómez Beras se empeña en comprender las voces
fragmentarias que definen la propia identidad, esa cadencia que muestra en lo
cotidiano incertidumbre y desamparo. Así va perfilando el empeño del yo en sus indagaciones en torno al enigma existencial y en la construcción de los sentimientos como una
arquitectura de largo alcance. Es esencialismo expresivo. Poesía donde atardece despacio, con la sutil
pincelada del misterio.