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martes, 3 de octubre de 2023

ÁNGELA ÁLVAREZ SÁEZ. LOS BOSQUES VIOLENTOS

Los bosques violentos
Ángela Álvarez Saéz
Prólogo de Marta Sanz
Editorial Las migas también son pan
Colección 31 de febrero
Madrid, 2022

 

EL CENTRO DEL DOLOR


   Dentro del brillante itinerario poético de Ángela Álvarez Sáez (Madrid, 1981), Licenciada en Derecho por el ICADE y abogada en ejercicio, la poesía ha sigo un género único que ha generado quince entregas en menos de dos décadas, dando muestras de una insólita fertilidad creadora. En Los bosques violentos, aun preservando una incuestionable atmósfera poética, cambia de registro para ofrecernos una entrega híbrida, a caballo entre la prosa poética y el diario lírico.
   El excelente prólogo de Marta Sanz, ejemplo de acercamiento crítico lleno de luz, describe esta salida como una narración de lo obsceno, del mal, en la que cobra presencia la enfermedad de la hija y el dolor angustioso de la madre que hace de la literatura introspección y terapia. La escritora confía en el lenguaje como una forma de revertir el proceso generador del daño. Es un camino abierto a la esperanza. Un bálsamo que cura el tejido erosionado: “La literatura es la ficción de la realidad. La transformación de todo lo que vemos y tocamos. La literatura es la tierra transformada en aire. Y en esa tierra aérea me debato entre la realidad y la ficción” (P. 88)
   Ángela Álvarez Sáez mira a los ojos de la escritura para moldear una intensa narración fragmentada en la que no importa el género sino la fuerza tensional de un contenido reflexivo que comparte una historia en el tiempo. Por eso insisto en la condición de diario lírico, aunque no feche sus anotaciones. La escritura está secuenciada en torno a la aparición de la enfermedad del Perthes en su hija mayor, Ángela, con el cambio radical de la convivencia diaria, tras ser diagnosticada la dolencia y comenzar esa senda oscura de médicos, análisis y quirófanos.
   La intimidad focaliza los estratos del yo en el devenir cuando la realidad se impone y la escritura conecta cuerpo y expresión. Antes del camino todo es sombra, hasta que la palabra toma forma y comienza a romper el silencio. La memoria fortalece una genealogía en torno a la casa familiar, habla de presencias y ausencias que conviven entre los muros de la evocación. El recuerdo toma posesión del ámbito familiar para recordar las contingencias del parto y esos elementos visuales que ponen expresión y contexto a las fechas, como la casa de Vicente Aleixandre, frente al hospital donde quedó ingresada la madre tras el parto un intervalo de nueve días. Aquella convalecencia dictó también la forma de acercarse a la hija y la fronda de afectos que van enraizando entre los días.
   La maternidad integra también la poesía. Ángela Álvarez Sáez no duda en incluir entre los textos poemas que parecen haber adquirido en el tiempo un carácter premonitorio. Ello supone relacionar también lecturas y enfermedad, como si conformasen un magma complejo de oscura densidad.     
   La segunda parte del libro “Los bosques violentos” toma su nombre de un verso de isla Correyero y está marcada por la operación quirúrgica. El silencio irrumpe con estridencia y los hilos afectivos soportan una presión insólita, violenta, en el umbral de una experiencia traumática que necesita tiempo ensimismado para encontrar de nuevo las coordenadas de la normalidad. La voz narrativa intensifica su introspección como si el entorno apenas existiera. Las notas construyen una casa en la que el yo es el único morador, como si estuviese habitando en el margen, poblando un mapa de lejanía y abandono en el que sólo son visibles los límites del idioma. Las palabras llevan a un bosque, un espacio onírico y en continuo cambio, que niega lo estático.
   Cuando cierro el libro no dejo de oír su voz. Releo otra vez uno de los últimos párrafos: “El arte nace de la fisura. Este libro nace de la cicatriz de mi hija, de su cojera incipiente”. Nace también de la conciencia de lo frágil, de esa sensación de estar al borde, inclinados sobre un peligro indefinido en un bosque sin árboles del que solo se puede salir por las palabras.

JOSÉ LUIS MORANTE



sábado, 30 de mayo de 2020

ÁNGELA ÁLVAREZ SÁEZ. EL HIJO CULEBRA

El hijo culebra
Ángela Álvarez Sáez
InLimbo ediciones S. L., Poesía
www.inlimbo.es, 2020


APRENDIZAJE DEL CUERPO


   Existir es tatuar sobre la piel de lo cotidiano una continua estela de cicatrices visibles e invisibles. Desde esa idea de la grieta y del aprendizaje del propio cuerpo nace el poemario El hijo culebra, de Ángela Álvarez Sáez (Madrid, 1981). Con él se inaugura la colección InLimbo Poesía, una iniciativa coordinada por la escritora manchega Ana Martínez Castillo. El devenir poético de Ángela Álvarez Sáez es una fértil senda de entregas –una decena de libros desde 2006 hasta la fecha- y de reconocimientos como los premios Antonio Carvajal, Carmen Conde o León Felipe, pero el libro El hijo culebra se ubica con brillantez en la categoría de obra singular. Y lo hace por su temática que crea no poco desasosiego, y por su experimentación formal que diluye el concepto clásico del poema lírico para afrontar una escritura mestiza, que expande el verso libre y tiende brazos al diario autobiográfico y al poema en prosa.
  El recorrido argumental sitúa como abertura del apartado “Acotaciones desde el río” una cita de la poeta y ensayista venezolana María Auxiliadora Álvarez, que describe con temblor sobresaltado una extrañeza fisiológica: “Y sale un río de mamá por debajo de la puerta / un río rojizo y triste que no se mueve”. Desde tan sobrecogedora sensación arranca el libro que pone como apertura un recuerdo en boca del hijo no nato, como si su existir sobrevolara en otro plano de lo real, en algún vuelo etéreo y alejado de cualquier nacimiento celebratorio. Pero no hay una línea de continuidad en estas acotaciones que mantienen su objetivismo enunciativo y su frío textual, como si la voz lirica se sustituyese por un simple capítulo documental en torno a la maternidad subrogada. El cumplimiento legalista de los trámites no oculta su incompetencia para la esperanza.
   La caligrafía autobiográfica del diario está presente en el apartado “Una noche en la culebra” para dibujar la sensibilidad de la gestante y su condición de vientre de alquiler. El deseo sexual y la consumación amorosa no existen. Solo una invisible culebra se cobija en el útero. Las sensaciones del embarazo cuestionan las ideas de la maternidad y los recuerdos personales dejan que el fluir de la conciencia desanude el hilo blanco de las contradicciones. Nada borra la extraña condición de ser madre sin hijo.
   El remordimiento y la soledad son los tonos de voz que se escuchan en el apartado “Poemas deformes” donde se hace palpable la condición de víctima y la incomprensión social. Son monólogos que buscan respuestas a la hipertrofia de la felicidad, a las sacudidas de los malos tratos, y a la intemperie doméstica que limpia la sangre con lejía como si fuese una simple mancha en el suelo. Ese abandono tenaz  impide que la casa sea un refugio habitable. Las abundantes imágenes del apartado crean una atmósfera de tiniebla y asfixia, de malestar y extrema fragilidad en el discurso verbal de la confidencia.   
    Con una cita prologal de Isla Correyero, de fuerte caracterización visual, el apartado “La madre” emplea la prosa poética para explorar la infertilidad con secuencias que trazan un largo itinerario de experiencias. Mes a mes un río rojo borra el rastro del hijo, sienta en la fría consulta del ginecólogo esa espera de la inseminación y se hace un día semilla de maternidad. Pero algo va mal y la desazón lleva a otra cama de hospital y a manchas oxidadas de sangre que anuncian el aborto, la decepción de lo que ya no late. Todo retorna a esa herida primigenia del dolor que convierte lo diario en la pantalla gris de la ceniza.
   El clima de escarcha y frío afecta a todo el entorno familiar. Cada miembro es un intruso protagonista de una representación fragmentaria, llena de enigmas y sinsentidos. Existir en común adquiere el deambular tanteante de un laberinto sin salidas que encuentra su plasmación en textos complejos, como los que integran el apartado “Poemas de la madre”, que postulan el objetivismo de un observador. Pero el cambio de enfoque es continuo. Varía el escenario, los contextos y los figurantes. En “El hijo” el poema en prosa se hace memoria y sueño, mientras que en “Los poemas del hijo” el verso libre conforma los contornos discursivos de la identidad filial y su persistencia en el lenguaje como forma de vida: “Soy un cuerpo sin raíz / que crece en el aire. Soy un óvulo / de tierra. A veces me espanto / y corro por los pasillos”.
   Las secciones de El hijo culebra prolongan un trazado de vivencias cuya unidad de sentido implica la asunción de la maternidad desde el dolor. Crean una visión desgarradora e incómoda, a través de los desplazamientos del punto de vista y del registro de experiencias que nacen de la observación fisiológica y sus repercusiones en el discurrir ético. No faltan los ángulos trágicos en los que la palabra se hace sutura, fluir confidencial, queja y gemido, como si los versos intuyeran que esa sombra que cubre el deambular constante es el no ser. Desde ese estar en el abismo, el poema tiende la mano, es un asidero que salva.

José Luis Morante