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viernes, 17 de mayo de 2013

IOANA GRUIA. LA VENDEDORA DE TIEMPO.

La vendedora de tiempo
Ioana Gruia
Ediciones Espuela de Plata, Sevilla, 2013 

DESDE LA NIEBLA.

   Con su primera novela, La vendedora de tiempo, bajo el brazo, Ioana Gruia (Bucarest, 1978) ejerce la docencia y prosigue un proyecto de investigación filológica en la Universidad de Granada, ciudad donde reside y en la que inició senda en 2002 con el poemario Otoño sin cuerpo; su segunda apuesta lírica El sol en la fruta consiguió en 2010  el Premio de Poesía Andalucía Joven. El perfil bibliográfico se completa con el relato Nighthawks y el ensayo Eliot y la escritura del tiempo en la poesía española contemporánea (Visor, 2009).
  Introduce La vendedora de tiempo  un liminar de Luis García Montero. El poeta y ensayista firma una pautada reflexión sobre la muerte en la que cabe hacer recuento del existir y sus facturas; de la necesidad de ahuyentar el barco fantasma de la desolación dando razones diarias a la existencia. La enfermedad convierte al cuerpo en una casa fría y solitaria y es necesario hallar consuelo con la misteriosa claridad de los afectos.
  Desde su amanecer la propuesta narrativa de Ioana Gruia se plantea en una doble perspectiva: el modo directo, autobiográfico y confesional de la primera persona y el tono más sosegado y distante del narrador omnisciente. Pero las dos formas de contar la historia se hilvanan con una dicción limpia, sugerente, que hace de la emoción piedra de toque y que respira un ritmo argumental “que acaricia las palabras como si fueran pequeños animales dormidos”.
  La figura principal es Silvia, una identidad crepuscular de rasgos hermosos. Un cáncer de pecho habita su cuerpo y convierte el estar cotidiano en una ensimismada inquietud. Mudan los hábitos y la percepción del entorno, como si se vislumbraran las formas fijas de una estación final. Ya jubilada, se traslada a Mar del Plata al morir su pareja en un accidente, como si ese refugio lejano sumara alguna esperanza nueva y ofreciera otro sitio para empezar.
  Con un discurrir aleatorio, repartido entre horas de escritura, paseos o encuentros, la existencia adquiere una precaria condición de naufragio, de brazadas estériles ante la última costa. Silvia se embarca en un largo viaje introspectivo en el que las escenas del pasado se liberan del tiempo y aparecen como espejismos permanentes, estáticas imágenes como esoscuadros de Hopper, un pintor por el que Ioana Gruia siempre ha mostrado una especial inclinación.
   Cercano y cómplice el presente despliegue sus estímulos: el vitalismo de un cuerpo joven, la razón del deseo, la proximidad del otro, la visión idealizada de la realidad de un niño. Son circunstancias que evitan el repliegue, que ponen en el temblor de la mano un vaso de agua fresca y llenan la ventana con sus puntos de luz como tratamientos paliativos.
  De la infancia Silvia recupera un recuerdo especial: jugaba cuando niña a vender tiempo, en un precario tenderete hecho con un par de sillas y un trapo pintado. Ahora necesitaría comprar un tiempo nuevo para recomponer la geografía personal y allanar los desajustes de una convivencia familiar frustrada o con zonas de sombras. Pero no queda tiempo, sino un largo túnel que quiere recorrer con los que ama y dando voz a uno de sus personajes favoritos de La isla del tesoro: el capitán  Smollett.
   La muerte cierra el diario de navegación de Silvia. Pero el personaje permanece vivo en el ánimo encogido del lector. Igual que permanecen los destellos de una sensibilidad que recurrió en su lucha contra el destino a las idealizaciones infantiles, a ese mundo de sinestesias sensoriales y a esa idea del sexo como resistencia frente a la decrepitud. En la piel de Silvia, el cuerpo no fue nunca un barco entre la niebla, un lugar desahuciado.