(José Luis Morante. Foto de Thyzzar)
Hay sujetos –él y ella, ellos y
ellas- que tocan a menudo la tecla del sarcasmo. La pulsan convencidos de su
sonoridad y su eficacia, como si provocara en los espectadores un asentimiento
placentero al percibir que la burla cruel o la ironía mordaz son altas
expresiones de ingenio de un intelecto activo.
Convivo con un entorno amable
–soy un tipo afortunado- en el que disuena de forma estrepitosa el sarcasmo. Y
por eso he tardado en descubrir la razón de mi tolerancia o la quieta paciencia
que me lleva a dejar sin respuesta una actitud que no soporto.
Ahora sé cuánta amargura en la sombra lleva a la práctica del
sarcasmo: la inseguridad de quien carece de certezas y piensa que todo es
relativo; la soledad, la insatisfacción personal, el fracaso afectivo, el resentimiento
de quien ve culpables siempre al otro lado del yo, la ignorancia, la mezquindad o la
envidia… Y sé la única razón para soportar el sarcasmo y la soberbia de quien
no se conoce en los espejos: creíamos que quien usa el sarcasmo era otro; le habíamos concedido una identidad equivocada.
Pero el cansancio aflora y uno
encuentra el sarcasmo vomitivo y vulgar como un pelo en la sopa; sarcasmo casposo
en el asiento del pasajero, cuando uno invita al viaje y abona todos los peajes;
sarcasmo en la mirada rugosa que descubre en un mural de años de trabajo la
cagada de una mosca; sarcasmo en la palabra que felicita con toses o en el
labio que besa con salivillas o en la mano sudosa que saluda...
Y el torturado
por el sarcasmo encuentra en el desprecio un poderoso motor para decir "basta"; para mirar con ojos de vacío; para no
perder ni un segundo de tiempo propio con aquellos que pulsan, mezquinos, suficientes, la estrepitosa tecla del sarcasmo.