LAS HORAS ESTÉRILES
No hace mucho que mi poquedad mental ha descubierto la cumplida
floración de poetas prácticos. Conforma uno los sectores más valiosos de la
poesía contemporánea, porque es incapaz de generar horas estériles.
Se escribe para ganar “unas perrillas”, razona algún portavoz
autorizado, mientras redondea el poblado inventario de concursos, que recibirán
su manuscrito inédito. Yo no sé. Uno siempre asignó a la poesía el vuelo de
murciélago de un alto designio transcendente; tampoco sé si la idea nació en mí
antes, durante o después de la cerveza.
Agradezco muchísimo la tajante claridad de quienes piensan que la
crítica es una actividad sospechosa e innecesaria. Saberlo supone un banco de
tiempo para el futuro; nunca volveré a firmar una sola página de su autoría. Que
emprendan un inacabable veraneo en lo invisible.
Juan del Val, El emérito desmemoriado, la cincelada Isabel Preysler,
Rajoy… La lista de esforzados escritores que aspira al canon es tan numerosa
que la Real Academia ya está componiendo un canon con estrambote, para que
quepan todos.
La generacional que busca norte al ideario novísimo arranca con tres
títulos referenciales: Arde el mar (1966), de Pere Gimferrer, Dibujo
de la muerte (1967), de Guillermo Carnero y Tigres en el jardín (1968),
de Antonio Carvajal. Son títulos emblemáticos. A ellos se unen en el
discurrir del tiempo otros inolvidables como Sepulcro en Tarquinia, de
Antonio Colinas. Medio siglo de su publicación y la misma frescura cuando
vuelvo a sus poemas y siento de inmediato la emoción elegíaca y la armónica evocación.
Escribe María Zambrano
“escribir es defender la soledad en la que se está"
(Apuntes del diario)