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Laguna de El Bohodón (Ávila), abril, 2014
Fotografía de Irene Morante |
DESDE MI PUEBLO
Para mi hija Irene, que me acompañó al pasado,
con la ternura de quien comparte emoción y tiempo
A media mañana del lunes tenía cita en la capital para una entrevista en la radio con el poeta y periodista José Pulido, por mis nuevos libros. Acudo media hora antes, aunque sé que es costumbre nacional el retraso y que se considera una injerencia desasosegante llegar temprano. Pero cada uno es como es; a mí me gusta hablar a solas con la memoria. Tomo asiento en el Paseo de San Roque, frente a la fachada principal del Instituto Isabel la Católica. Allí me examiné de Ingreso, hace casi medio siglo. La imagen urbana se mantiene igual, salvo los detestables grafitis, las desbordadas arizónicas y la herrumbre de las vallas metálicas que ahora impregna las piedras de granito.
Era mi primera salida de El Bohodón, el pequeño pueblo donde nací, un lugar a la medida del sosiego, con un entorno limpio y dilatado, donde vislumbraba como centro de mi estar la laguna, a unos pocos metros de mi casa. El examen libre se programó en junio, al acabar el curso escolar. Yo tenía nueve años y ya era un lector continuo de tebeos en blanco y negro y enciclopedias Álvarez. Mi nota de Ingreso hizo muy feliz a Don Emilio, el maestro responsable del preparatorio. Tras aquella nota amanecía un tiempo nuevo como alumno interno en Ávila.
Encogieron los días estivales y crecieron mis dudas. Soporté cada atardecer en las eras la niebla del porvenir. Oía los pasos de septiembre. A orillas de la laguna los ojos se me inundaban con frecuencia. Lo recuerdo bien. O lo imagino. Supongo que aquel llanto a escondidas, mientras miraba el juncal y escuchaba el croar de las ranas, era la pronunciada resistencia de un niño que dejaba una casa de adobes y barderas para habitar un libro.