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martes, 14 de junio de 2022

EZEQUÍAS BLANCO. ALGO TENDRÁ QUE VER EL CINE

Algo tendrá que ver el cine
Ezequías Blanco
Prólogo de José Luis Morales
Los Libros del Mississippi
Colección Libretos del Mississippi
Madrid, 2022

MOMENTOS

 
  En la polifonía literaria de Ezequías Blanco  (Paladinos del Valle, Zamora, 1952), Catedrático Jubilado de Lengua y Literatura, es de obligado cumplimiento el recuerdo de la revista Cuadernos del Matemático, que el zamorano asentado en Getafe dirigió durante treinta años desde el Instituto Matemático Puig Adam. La publicación se convirtió en un punto de encuentro intergeneracional y en ella colaboraron los mejores escritores contemporáneos. Pero la coordinación de la revista no ha mermado páginas a un taller creativo que explora poesía, narrativa, edición y relato. En el género lírico se integra su libro Algo tendrá que ver el cine, presentado con notable éxito de público en la última Feria del libro de Madrid.
  El título cuenta con una breve introducción del poeta José Luis Morales, que explora la singularidad del poeta y algunos rasgos expresivos: “Ezequías es un poeta que va del clasicismo a la vanguardia, de lo naif y popular a lo metafísico o hermético y viceversa sin necesidad de transición, gracias a una extensa e intensa cultura literaria y a un sustrato irónico habitual. Esa actitud irónica y descreída le permite también pasar del optimismo –en realidad, tolerancia con la fantasía y la aventura- al nihilismo…” Yo creo que el párrafo resume la capacidad de búsqueda del paramento expresivo en el tiempo y señala como clave de obra la ironía, también presente en sus ficciones narrativas, que no es sino una crítica solapada a lo gregario y una reivindicación de la extrañeza como aderezo básico del deambular existencial y su maraña de contradicciones.
  La emotiva dedicatoria añade otro estrato al quehacer poético: la evocación y el rescate de ausencias, tan ligado a la epifanía del yo en el tiempo y a esa certeza básica de quien sospecha que vivir es renacer. De este modo, la entrega se abre con el apartado “Unos cuántos al origen”, una indagación reflexiva en el deambular del hablante verbal sobre la geografía de la memoria: “Y soy un hombre en busca de lugares / donde reposar la cabeza: / una piedra para descansar en su latir / una sombra una penumbra donde pueda verse / lo que en ningún lugar se escucha”. La persistencia del pasado expande su latido con fuerza en composiciones como “Visita a la casa familiar abandonada” o “La sonrisa de mi madre” que intenta recobrar las brasas de vivencias que se desdibujan entre la niebla del olvido y que son “Recuerdos del olvido y de la vida / deformes como clavos retorcidos / como huesos amarillentos / rodeados con anillos de desdicha / ya sin señal alguna de entusiasmo”.
   La escritura de Ezequías Blanco hace de la amistad una coordenada que ubica las palabras. Todo el apartado “El cuenco de manteca” compila poemas dedicados, cuyo  propósito comunicativo engendra amistad y esperanza, el nítido realismo de un abrazo de lumbre. Estos poemas con destinatario conviven con un mitigado culturalismo que alude a una fuerte tradición lectora y sustituye el habitual verso libre por canciones o poemas que emplean los recursos sonoros de la rima como las composiciones “Trasminar” y “Ojalá pudiera”, que tienen un evidente aire popular.
   Las migraciones argumentales descubren que en cualquier cartografía cotidiana perdura una oquedad para el asombro; en el apartado “Autoayuda / Autoamparo” el hablante poético se desdobla para recibir la carga apelativa de la confidencia. Quien anda en la brega diaria necesita el amor, como rocío que empape cada mañana, y ha de pensar también en liberarse de los espejismos del futuro para hacer de cada instante una excusa de felicidad y esperanza. Pero quien sale a la amanecida no está solo, comparte aceras con el yo colectivo que inspira las composiciones  de “Vetavena social” en las que toman vuelo indignidades y asimetrías,: los cólicos de la justicia y el desamparo de los que sufren las atrocidades del poder, las penalidades de los refugiados en busca de una tierra prometida, la violencia contra las mujeres de Ciudad Juárez  o la barbarie goteante de la violencia de género.
   El título de este poemario es también el de la sección final “Algo tendrá que ver el cine” que añade al discurrir del libro los avatares de la pantalla grande, ese umbral repleto de protagonistas y secundarios. Desde el monólogo dramático, Ezequías Blanco da voz a esas presencias emotivas de la pantalla, capaces de encarnar aspiraciones y estridencias, los espejismos paradójicos de identidades insólitas tras los visillos de la imaginación, pero que luchan en la intemperie por ser coherentes con su forma de estar en lo diario.
  Los poemas de Ezequías Blanco nos dejan la mirada clarividente de la reflexión. Abren sus argumentos a una realidad construida desde la memoria, como si el pasado fuera siempre venero de claridad y experiencia. De allí surge un mundo que parecía perdido, pero que mantiene la claridad encendida de una lumbre cerca, los vínculos entre sensaciones y recuerdos, el aire limpio.

JOSÉ LUIS MORANTE

 

 

domingo, 26 de mayo de 2019

EZEQUÍAS BLANCO. SOLO HAY UNA CLASE DE MONOS QUE ESTORNUDAN

Solo hay una clase de monos que estornudan
Ezequías Blanco
Huerga & Fierro Editores / Narrativa
Madrid, 2019


OLOR A RISA


  En la biografía literaria de Ezequías Blanco  (Paladinos del valle, Zamora, 1952) se prolongas dos bifurcaciones de hondo calado: la dirección de la revista Cuadernos del Matemático, que el zamorano asentado en Getafe dirigió durante treinta años desde el Instituto Matemático Puig Adam, y un taller creativo que explora poesía, narrativa, edición y relato. En este último género se integran sus libros Memorias del abuelo de un punk, Tienes una cabeza apuntando a tu pistola y la compilación de cuentos Solo hay una clase de monos que estornudan.
  El título, que es también el del primer relato del libro, alude a una creencia doméstica que pretende resumir lo extraordinario; es aserto faunístico que inventara la abuela y que emplea el nieto para cobijar el asombro en el cuarto de baño de la normalidad, ese lugar que en las páginas  de Ezequías Blanco siempre huele a risa, a solapada crítica de lo previsible y a extrañeza.
  Para los que no conozcan el deambular del escritor hallarán en el prólogo, firmado por Juan Carlos Galán Corona, una meritoria fotografía en prosa del viaje a las estanterías de Ezequías Blanco. El relevante papel de su poesía, la inmersión en los cuentos y el desarrollo narrativo de sus ficciones comparten la indagación medular en el lenguaje y un descrédito de cualquier idealización del hablante verbal que siempre viste la talla media del hombre de la calle.
   Por otro lado, conviene recordar que en la escritura del catedrático de Lengua y Literatura, ya jubilado, son coordenadas el propósito comunicativo y un nítido realismo que nunca desdeña afinidades con la oralidad. Para el escritor, la expresión acoge con gusto ingredientes populares. Conviven sin asimetrías con un mitigado culturalismo que alude a una fuerte tradición lectora.
  Las migraciones del interés argumental descubren que en cualquier cartografía cotidiana perdura una oquedad para el asombro; por tanto, ninguna extrañeza si en la realización de un inventario de material docente en un departamento del instituto es interlocutor un cristo encerrado en un armario, que muestra solvencia por las tareas administrativas. Quien anda en la brega geográfica sabe que Puerto Hurraco no está tan lejos de Titulcia y que del amor al odio hay la misma distancia que desde una ribera a la otra con río de por medio y matanza para navidad. La fiebre digital ha dejado casi en el olvido los modos de vida de la posguerra y aquel ruralismo en blanco y negro de amoríos y novias, animales domésticos y oficios imposibles; de su entorno manan algunos de los mejores cuentos. Prefieren una mentalidad sin prisas ni móviles, hecha del tiempo lento de los atardeceres castellanos.
  También la ciudad presta su marco escénico, no para exhibir ruinas arqueológicas, cascos monumentales y aceras de señorío, sino para deambular tras los muros sucios de la periferia y los contraluces del extrarradio, esos sitios propicios al club de alterne y a la vida humilde del trapicheo que se dan la mano en cuentos como  “El club británico”,
   El escritor se mueve con especial soltura en los relatos con identidades insólitas, esas presencias que ponen perejil al cotilleo comunitario y que tienen comportamientos dictados por impulsos elementales, que suelen trasparentar un rostro interior sin recodos. Suelen ser secundarios humildes a los que la fortuna deja entre las manos un vaso vacío, pero que luchan en la intemperie por ser coherentes con su forma de estar en lo diario. De esos personajes variopintos se nutren cuentos como “Dioni cogió su fusil o la próxima vez te levantas tú, figura”, o “Ya se lo olían las cotorras”.
   Los relatos de Solo hay una clase de monos que estornudan entrelazan memoria y sueño. Abren sus argumentos a una realidad construida desde la memoria, como si el pasado fuera siempre venero de claridad y experiencia. De allí surge un mundo casi ingenuo, con un tempo vital que todavía resiste la tentación de lo tecnológico para chatear en un bar a media tarde y oír las historias de los parroquianos contadas en voz alta, con un vaso de vino entre las manos y el chisporroteo de una lumbre cerca. Por si hay que pedir peras al olmo.