domingo, 26 de mayo de 2019

EZEQUÍAS BLANCO. SOLO HAY UNA CLASE DE MONOS QUE ESTORNUDAN

Solo hay una clase de monos que estornudan
Ezequías Blanco
Huerga & Fierro Editores / Narrativa
Madrid, 2019


OLOR A RISA


  En la biografía literaria de Ezequías Blanco  (Paladinos del valle, Zamora, 1952) se prolongas dos bifurcaciones de hondo calado: la dirección de la revista Cuadernos del Matemático, que el zamorano asentado en Getafe dirigió durante treinta años desde el Instituto Matemático Puig Adam, y un taller creativo que explora poesía, narrativa, edición y relato. En este último género se integran sus libros Memorias del abuelo de un punk, Tienes una cabeza apuntando a tu pistola y la compilación de cuentos Solo hay una clase de monos que estornudan.
  El título, que es también el del primer relato del libro, alude a una creencia doméstica que pretende resumir lo extraordinario; es aserto faunístico que inventara la abuela y que emplea el nieto para cobijar el asombro en el cuarto de baño de la normalidad, ese lugar que en las páginas  de Ezequías Blanco siempre huele a risa, a solapada crítica de lo previsible y a extrañeza.
  Para los que no conozcan el deambular del escritor hallarán en el prólogo, firmado por Juan Carlos Galán Corona, una meritoria fotografía en prosa del viaje a las estanterías de Ezequías Blanco. El relevante papel de su poesía, la inmersión en los cuentos y el desarrollo narrativo de sus ficciones comparten la indagación medular en el lenguaje y un descrédito de cualquier idealización del hablante verbal que siempre viste la talla media del hombre de la calle.
   Por otro lado, conviene recordar que en la escritura del catedrático de Lengua y Literatura, ya jubilado, son coordenadas el propósito comunicativo y un nítido realismo que nunca desdeña afinidades con la oralidad. Para el escritor, la expresión acoge con gusto ingredientes populares. Conviven sin asimetrías con un mitigado culturalismo que alude a una fuerte tradición lectora.
  Las migraciones del interés argumental descubren que en cualquier cartografía cotidiana perdura una oquedad para el asombro; por tanto, ninguna extrañeza si en la realización de un inventario de material docente en un departamento del instituto es interlocutor un cristo encerrado en un armario, que muestra solvencia por las tareas administrativas. Quien anda en la brega geográfica sabe que Puerto Hurraco no está tan lejos de Titulcia y que del amor al odio hay la misma distancia que desde una ribera a la otra con río de por medio y matanza para navidad. La fiebre digital ha dejado casi en el olvido los modos de vida de la posguerra y aquel ruralismo en blanco y negro de amoríos y novias, animales domésticos y oficios imposibles; de su entorno manan algunos de los mejores cuentos. Prefieren una mentalidad sin prisas ni móviles, hecha del tiempo lento de los atardeceres castellanos.
  También la ciudad presta su marco escénico, no para exhibir ruinas arqueológicas, cascos monumentales y aceras de señorío, sino para deambular tras los muros sucios de la periferia y los contraluces del extrarradio, esos sitios propicios al club de alterne y a la vida humilde del trapicheo que se dan la mano en cuentos como  “El club británico”,
   El escritor se mueve con especial soltura en los relatos con identidades insólitas, esas presencias que ponen perejil al cotilleo comunitario y que tienen comportamientos dictados por impulsos elementales, que suelen trasparentar un rostro interior sin recodos. Suelen ser secundarios humildes a los que la fortuna deja entre las manos un vaso vacío, pero que luchan en la intemperie por ser coherentes con su forma de estar en lo diario. De esos personajes variopintos se nutren cuentos como “Dioni cogió su fusil o la próxima vez te levantas tú, figura”, o “Ya se lo olían las cotorras”.
   Los relatos de Solo hay una clase de monos que estornudan entrelazan memoria y sueño. Abren sus argumentos a una realidad construida desde la memoria, como si el pasado fuera siempre venero de claridad y experiencia. De allí surge un mundo casi ingenuo, con un tempo vital que todavía resiste la tentación de lo tecnológico para chatear en un bar a media tarde y oír las historias de los parroquianos contadas en voz alta, con un vaso de vino entre las manos y el chisporroteo de una lumbre cerca. Por si hay que pedir peras al olmo.










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