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martes, 2 de julio de 2024

JAVIER MATEO HIDALGO. ARQUITECTURA DEL SUEÑO

Arquitectura del sueño
Javier Mateo Hidalgo
Ilustración de portada de Eugenio Rivera
Huerga & Fierro Editores
Madrid, 2024 

  

EN CONSTRUCCIÓN


   Editado en 2024 por Huerga & Fierro en su colección de poesía, el volumen Arquitectura del sueño es la cuarta entrega poética de Javier Mateo Hidalgo (Madrid, 1988), Doctor en Bellas Artes, profesor de instituto, poeta y crítico en diferentes publicaciones digitales. Este camino múltiple, que también hace del cine una intensa devoción, añade un paso nuevo en su travesía lírica y encuentra continuidad en su obra Arquitectura del sueño, una extensa entrega que añade una explícita nota preliminar.
  La mirada poética es un recorrido de interrogantes, un insistir de la pupila que se detiene en un horizonte abierto, pleno de percepciones y sugerencias; de ahí que sea necesaria la brújula del pensamiento al clarificar la razón de ser de la escritura. De este modo, “El otro autor”, el que se analiza a sí mismo, para evitar confusiones divagatorias analiza las características principales de estos poemas y añade el mapa de ruta argumental: “Se trata de un volumen concebido a modo de edificio” que muestra, con el sosiego y la lucidez de la primera persona, una travesía lírica abierta a la interpretación. Este deambular se ha mantenido con natural coherencia en todas las secciones del poemario en una evolución pautada y unitaria.
   El apartado “Se enciende la linterna mágica”, que inicia Arquitectura del sueño, sirve de arranque a una meditada reflexión sobre el despertar del ensimismamiento. Soñar despierto es abrir la caja de Pandora de anhelos y temores y propiciar que vuelen el intimismo y el apunte biográfico para convertirse en protagonistas de un destino incierto.  Lo vivido trasciende su condición anecdótica y dejan su reflexión sobre la lógica de lo transitorio, siempre cargada de sugerencias e impulsos oníricos donde la niebla edifica un lugar enigmático.
  El pensamiento concede a las cosas una nueva cimentación, otro plano de solidez que busca permanencia. En la sección “Cimientos” la escritura se convierte en rescate de un pasado que exhibe sus recuerdos como tatuajes. Descubrir el pasado es dejar que se compacte lo vivido en una masa opaca, en un mosaico hecho de escombros y ruinas olvidadas. Esta inmersión hacia el presente muestra una clara afinidad con las imágenes de época de la pantalla grande y con los habitantes de otro tiempo que ahora ocupan el sitio callado del silencio.
  La voz del pasado también se hace fuerte en el apartado “En el claustro”. El protagonista poético expande su punto de vista por los sitios de esta arquitectura onírica. En “Portada”  los caracteres de la piedra recuerdan nuestra condición finita, la caducidad en su exacta medida. Crean en el ánimo un vitalismo nostálgico, condenado a soportar el ruido del discurrir, desde la infancia hacia el gris de la derrota.  Pero el recorrido es también interior, una vigilia que enseña a caminar hacia dentro y a percibir la realidad confidencial como fuente de conocimiento que conduce al hombre hacia sí mismo. El flujo de la conciencia se libera y marca nuevos caminos y encuentros. Lo que no es enseña su presencia, aglutina trazos divergentes de un patrimonio de recuerdos y vivencias. La soledad mantiene una nervadura metafísica. En ella se espera un despertar que invita a salir afuera para buscar la esencia de un tiempo estricto y paradójico, con olor a nostalgia.
“En la biblioteca: florilegio de miniaturas japonesas” permite abrir ventanas al haiku, la estrofa que guarda una sabiduría concentrada en su esquema versal. Sin embargo, el poeta no se atiene al esquema clásico de 5/7/5, sino que ensaya una estrofa nueva de cuatro versos, en ocasiones con rima asonante en los dos versos finales. En cambio, sí se preserva la condición estacional y el empeño de cobijar sensaciones cargadas de sinestesias.
   Javier Mateo Hidalgo cierra su entrega con las composiciones de “Deambulatorio y salida”. Lo escrito hasta aquí se nos antoja un largo recorrido por alguna extraña arquitectura habitada por personajes inciertos. Volver al gregarismo de lo cotidiano significa percibir este viaje iniciático como un sueño que se va apagando entre la clara luz del despertar. El día después apenas recordará si lo vivido fue una vaguedad o una abstracción, el lazo inamovible que abre la cálida mano del poeta entre palabra y sueño en el que se proyecta la propia vida, una reflexión con matices especulativos, que aliente esas preguntas existenciales que se formula a sí mismo un sujeto errante, perdido en la penumbra de un exilio interior. 



JOSÉ LUIS MORANTE



jueves, 13 de junio de 2024

ENRIQUE VILLAGRASA. FOSFENOS.

Fosfenos
Enrique Villagrasa
prólogo de José Luis Rey
Huerga & Fierro editores
Colección Graffiti / Poesía
Madrid, 2024

DESTELLOS

  

   Enrique Villagrasa (Burbáguena, 1957) es poeta, periodista y uno de los críticos independientes más respetados del país que colabora habitualmente en publicaciones como Librújula o Turia. Dirige la colección de poesía Rayo Azul de la editorial Huerga & Fierro y ha ido volcando en los estantes un notable itinerario de entregas poéticas, con presencia en varias antologías y con traducciones a distintos ámbitos lingüísticos.
  Presenta  la entrega Fosfenos, una salida voluminosa con prólogo del poeta cordobés José Luis Rey. La introducción advierte de inmediato que el quehacer lírico de Villagrasa aúna metapoesía y experiencia vital con amplia cosecha de recuerdos del lugar natal. El pasado ilumina; abre en el poema la sensación de plenitud y canto, como si lo primigenio estuviese marcado por la idealización. La geografía se enaltece con nombres propios como el pueblo natal o el cauce cristalino del Jiloca; pertenecen a la geografía de la memoria y ratifican la existencia de una infancia feliz, donde lo sensorial era asombro y belleza, pulsión de vida al paso, que concede a la realidad más cercana una dermis de plenitud y sosiego.
   Organizado en cuatro capítulos, el libro tiene como apertura el cauce reflexivo de un sujeto verbal que enlaza escritura y tránsito cotidiano. El fluir acumula contingencias que buscan acomodo en la superficie de tinta de los versos. De este modo: “Todo verso por ser es marginal: / cual fracción del tiempo poético. / Todo poema por ser es central: / fe y razón del trazo y su espacio. / Azar y necesidad es la poesía. “. Escribir es una ventana que permite el exilio, el desandar gozoso hacia el pasado, buscando lenguajes de claridad y transparencia,  sus destellos de “Pasión y belleza”.
   El poema quiere hablar de sí mismo. Recupera su experiencia con el tejido sentimental del hablante lírico y sus caminos interiores. También el paisaje trasciende su rostro natural para convertirse en expresión de canto, reflejos cuyo fulgor perdura en el pensamiento para evocar la infancia; acaso para evitar también los estragos del tiempo.
  Las redes sociales se han convertido en imperiosa presencia del presente. Conceden una identidad moldeada y lejana, pese a la aparente sensación de cercanía, y regulan un modo de convivencia digital que ha cambiado normas y encuentros. A su esencia intangible dedica el poema “Pasión y entusiasmo por las redes”, una indagación de mirada crítica que enuncia luces y sombras de lo digital. Estar y ser parecen términos complementarios y comunicantes, pero la pantalla no deja de ser una irrealidad hecha de simulación y olvido, de levedad y urgencia.
   El primer capítulo se cierra con el apartado “La poesía refleja nuestra propia circunstancia”. Tras una cita de Jesús Hilario Tundidor el poeta ensaya formas cerradas como el soneto, acaso para distanciarse de la realidad de sombra del argumento: la existencia de un pólipo intestinal. Otro poema teñido por la efusión sentimental es “Nala”, donde se describe la muerte accidental de un animal doméstico. Las composiciones van sumando secuencias de la travesía cotidiana y del estrepitoso discurrir que lleva a la jubilación y al cumplimiento hacendoso de un destino que confunde pasos y secuencias, que exige la contemplación del yo como un extraño que habita la memoria mientras oye los acordes cansados del reloj.
   El capítulo II, titulado “Cavilaciones”, dedicado al poeta Nacho Escuín,  muestra la cercanía creadora del pensamiento en el verso. Quien escribe busca indagar la propia naturaleza y conocer mejor los estratos de la realidad. Un entorno que ubica en el centro a Burbáguena, que convierte a la casa natal en lugar del poema, en horizonte único y perspectiva. Desde distintos escenarios van llegando, como fragmentos rotos, las instantáneas del discurrir. Lugares y presencias que aparecen y mudan, que se hacen sedimentos del pensar, acompañando con su dispersión la soledad y la nada. Son símbolos del tiempo con los cuales el poema se teje.
   En la tercera parte, un capítulo dedicado al Cementerio de Burbáguena, cobra fuerza la presencia de la muerte, esa senda que lleva hasta la última costa. La vida es efímera, estamos marcados por la finitud. El destino de ser es el vacío. Y hay que asir las manos del lenguaje para que se llenen de luz los espacios de la memoria. Las palabras esconden lo vivido a la mirada de la ceniza. Muestran, como si estuvieran ilesos, los recuerdos conocidos, la quietud de los lugares amados, las horas laborales en el Puerto, el barrio Moral, Tarraco y el laberinto de secuencias  proyectado en la pantalla grande de lo cotidiano: los usos, costumbres y lecturas que forman parte del patrimonio intacto de la evocación. El cauce limpio del Jiloca es el rumor del tiempo, un interlocutor callado que escucha a quien recuerda y se hace canción y recorrido en el que despiertan los días de infancia y juventud.
   Cierra el libro el capítulo IV “Brotar del verso último”. Desde la savia vital que concede el caminar del tiempo, el poeta vislumbra su infancia en el paisaje; enamorado del pueblo y de su río va escribiendo mientras contempla y busca las respuestas más lúcidas a las pequeñas preguntas de siempre. El poema se hace expresión y conocimiento, concede al paisaje una dinámica poética que incorpora al lenguaje la experiencia de vida, una verdad desnuda y sin retórica.
   Fosfenos concluye con una breve nota en la que se hace fuerte el nombre del poeta Óscar Ayala, quien falleció antes de que este libro de libros apareciera. A él va dedicado el poemario. La entrega de Enrique Villagrasa se articula con dos territorios argumentales, el discurso poético y su derivaciones –las relaciones entre poema y memoria, la palabra como inmersión de conocimiento y búsqueda, la elocuencia verbal como superación y trascendencia de la realidad… - y la encrucijada entre pasado y ahora, donde componen un juego de espejos el paisaje y las presencias que lo habitan. Así se moldea un libro de plena madurez reflexiva en el que la memoria se hace filosofía y sensación, conciencia disgregada que busca lo originario y el retorno, que confía en el lenguaje para que persista en los ojos del niño que habitamos esa ilusión azul de eternidad.
 
 JOSÉ LUIS MORANTE






 

lunes, 22 de noviembre de 2021

OSCAR AYALA. YACIMIENTO

Yacimiento
Óscar Ayala
Huerga & Fierro Editores
Colección La Rama Dorada
Madrid, 2021

EXILIOS


   Óscar Ayala (Carpio de Tajo, Toledo, 1967), desde el comienzo de su itinerario poético con Atanor. Parque de atracciones poéticas (2001), ha hecho de la situación de extrañamiento, ese exilio en el desconcierto de quien pregunta, un elemento indispensable de su legado creativo. Y así se percibe de inmediato en Yacimiento, subtitulado Poema para expandir fragmentada su materia verbal, con textos arrítmicos y versos cortados con signos gráficos. Pero el hilo argumental pervive; marca una intensa introspección que incluye la necesidad de una voz que enuncie y sondee las aristas más dolorosas de la identidad. El lenguaje se concibe como un legado babélico, capaz de mostrar orfandad y vitalismo, el azaroso deambular de ser.
   De este modo el denso discurso reflexivo se hace búsqueda, asume que el avance es tanteo y no línea recta y previsible. Corresponde descubrir entre las ruinas del yo los valiosos estratos que sobreviven a lo contingente. Desde allí nace una escritura como expresión de pliegues y pulsiones internas, que conecta con otros itinerarios del acervo lírico; a nadie pasará inadvertida en el primer fragmento la locución de Bécquer y Cernuda “Donde habite el olvido” y la inclusión textual en el poemario de incisos de Eliot, Pound, Panero o Claudio Rodríguez. El poeta se siente cerca de la trinchera del conflicto, del experimentar con la expresión, porque sabe que el espacio expresivo pierde vuelo y es domesticado si solo se somete a la lógica como único norte. Sumar palabras es construir suelos conceptuales, yuxtaponer teselas, enmendar sentidos y carencias. Pero también asumir que cada experiencia es parcial, se sustenta en un ángulo de subjetividad que tiene cerca otros ángulos inadvertidos, anticipos de una revelación intuida, como esas arquitecturas imaginarias que duermen en el subconsciente y que a menudo somos incapaces de descifrar, por más que se revelen en el pujante onirismo de los sueños.
  En el acto de creación la lectura, como absorción del otro expandido,  se convierte en sedimento identitario. Deja en manos del sujeto verbal una copiosa disolución de signos; esa certeza transforma la ausencia de camino en claridad y epifanía, en un renacer de ojos abiertos: “El mundo  huidizo / por fin / apresado / encadenado / al poema se lamenta”.
   Emily Dickinson integró en sus versos abundantes guiones, como si fueran pausas en el transcurrir del poema; del mismo modo, el signo gráfico que aparece en muchos poemas de Óscar Ayala, más allá de la ruptura rítmica y del blanco que propicia al final del verso, es una interrupción de la idea continua. Fragmenta, crea su tensión particular, invita a ser el lector activo de su peculiar significado o de su posibilidad estética, como un corte inmóvil en la leve estructura del poema.   
   Uno de los aciertos de Yacimiento es la potencia semántica de las imágenes. De un estado de dolorosa postración y de convaleciente quietud, llega la plenitud poderosa del verso “que no sea el confortable nido del otoño antibiótico”; al cabo, el lenguaje deja en el taller de quien escribe “los residuos del deslumbramiento” y “la obligación de restaurar el ruido / de la luz que transita por el largo camino trazado entre dos versos”. El pensamiento es liberación y ventana con luz, se hace “víbora que eleva su veneno a la dignidad de esperanza”, sacude la indigencia para adentrarse en lo inefable y escuchar el latido atemperado de la conciencia.
   Óscar Ayala construye el poema con manifiestos cambios de ritmo, pero casi siempre confía en el lenguaje como núcleo germinal de cada fragmento. A veces, el texto recurre al verso dilatado de la prosa poética para que la composición asuma un tono de denuncia social. La palabra se hace solidaridad frente a la injusticia, pone en la luz  los claroscuros de una realidad enferma que hace del poder, las ideologías o las injusticias sociales perpetuos asentamientos de la desigualdad y las carencias, de exasperante olor a tristeza. Otras veces recurre a los versos elusivos que confían en las asociaciones sorprendentes para vadear los entornos del intimismo, ese yacer acallado en el tiempo donde el yo se busca a sí mismo, como un mundo huidizo y profundo, hecho de luz y ausencia.
   Como si fuera un intermedio aforístico, los treinta y tres “milagros” recuerdas notas o microesferas semánticas. El completo inventario de “gotas de rocío sobre la mejilla” no pierde los rasgos distintivos del libro: la potencialidad de las imágenes, los encuadres fragmentarios y la autonomía de un sentido oculto, subterráneo. Son tiempo remansado, brotes de luz, segundos que pulsan el existir desde el cabalgar sin rumbo del inconsciente, o desde la soledad postrada por la fiebre.
   Yacimiento es el quehacer de quien busca la palabra enterrada bajo la luz; concibe al sujeto verbal como un alucinado fluir en la tierra baldía de los significados, allí donde “toda flor es esperanza de flor”, nunca realidad tangible, nunca la culminación de un proceso cerrado. Solo palabras sin función ni oficio, que respiran en silencio el polvo de ser. 
 
JOSÉ LUIS MORANTE


 
 
 

martes, 4 de mayo de 2021

PEDRO GARCÍA CUETO. FRANCISCO BRINES, EL OTOÑO DE UN POETA

Francisco Brines. El otoño de un poeta
Pedro García Cueto
Prólogo de José Luis Rey
Huega & Fierro Editores
Colección La Rama Dorada
Madrid, 2021

 

SED DE ETERNIDAD

                                                    
 
   El día 16 de noviembre de 2020, Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) era galardonado con el Premio de Literatura en Lengua castellana Miguel de Cervantes. El jurado destacaba como clave básica la densidad expresiva de un itinerario poético que enlaza lo carnal y humano con la dimensión metafísica y espiritual del sujeto en el discurrir existencial, a través de una persistente aspiración a la belleza. Desde hacía años la propuesta del reconocimiento era clamor entre los habitantes de la ciudad poética. El premio es también un refrendo más a la generación del 50, un grupo insular que ha ejercido un incansable magisterio en el presente lírico, configurando una tradición plural, ramificada, hecha de elementos heterogéneos.
   El escritor Pedro García Cueto (Madrid, 1968), incansable investigador del pulso lírico mediterráneo, con trabajos referenciales como los dedicados a Juan Gil-Albert, compendia ahora  en Francisco Brines. El otoño de un poeta una amplia perspectiva crítica del mundo poético de Brines. Lo hace con un enfoque diacrónico que permite descubrir códigos conformadores y núcleos temáticos en la poética del autor, que ya ha protagonizado estudios clásicos esenciales como los de José Olivio Jiménez, el primer gran estudioso del poeta, Dionisio Cañas, José Andújar Almansa y José Luis Gómez Toré.
   Precede al trabajo un liminar del poeta José Luis Rey, quien subraya el recorrido de una obra, nunca separada del pulso vital, y su inclusión en la mirada elegíaca. En las palabras resuena la conciencia de lo transitorio y las pérdidas, aunque superando la subordinación al periplo biográfico concreto. Subraya el acierto de Pedro García Cueto al establecer en su andadura una correlación teórica y práctica, mediante una selecta antología de composiciones.
   El acercamiento comienza con los datos biográficos y la conexión literaria con dos precedentes esenciales, Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda, junto a la temporalidad meditativa de Antonio Machado. El estudioso recupera las trayectorias biográficas de estos hitos referenciales para buscar desde allí la conexión literaria y personal. En Cernuda, por ejemplo, encuentra un tema clave de Brines: el amor. Son estratos argumentales compartidos la arquitectura natural del paisaje, el erotismo como ideal pagano y hedonista, el vitalismo emergente del jardín, la presencia tamizada de la luz, o el tacto sensorial de la mirada, como fuente de sensaciones y conocimiento. Esos vértices no cierran otros referentes de la tradición como la lírica barroca o los asideros con sus compañeros de generación, Valente, Claudio Rodríguez, Ángel González o José Manuel Cabañero Bonald, dejando sitio también al intimismo biográfico de Jaime Gil de Biedma. En el libro en prosa Escritos sobre poesía española (1995) se recoge todo el material ensayístico de Brines y en él hay una intensa información de lecturas preferenciales: Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Juan Gil-Albert, Ramón Gaya, Carlos Bousoño Gastón Baquero y Vicent Andrès Estelles.
   El poeta deja una visión unitaria de su poesía en 1974. Tituló el conjunto Ensayo de una despedida, aserto que refleja como realidad primaria del ser la temporalidad; estamos hechos de pérdidas sucesivas. El sintagma se ha mantenido en ediciones posteriores que añaden nuevas composiciones y algunos cambios poco relevantes. Pedro García Cueto se adentra en los registros de Brines libro a libro, según el orden de publicación. Su paso inicial Las brasas (1960) obtuvo el Premio Adonais. Las composiciones de esta amanecida ya son elegíacas, aunque mantienen la intensidad vital. Están escritas desde la memoria de un sujeto que reflexiona sobre el pasado. Sentimientos y sensaciones se marchitan dejando en la ceniza una fuerte experiencia interior. En el presente, la esperanza no tiene sentido. Queda la serena aceptación de la soledad entre rescoldos y sombras, al recrear el trayecto que va desde la infancia hasta la madurez.
  La segunda entrega El santo inocente cambia de título muy pronto y se denominará Materia narrativa inexacta. Hallamos sombras del mundo clásico que hablan en monólogos dramáticos perfilando meditaciones. El sustrato común de la conciencia permite que el amor sea recurso liberador. Los poemas expuestos, “El Santo inocente”, “En la República de Platón” y “la muerte de Sócrates”, con la escueta voz narrativa del relato,  refuerzan la objetividad del discurso y ensanchan la visión del mundo.
   El itinerario se enriquece en 1966 cuando se edita Palabras a la oscuridad,  que se alzó con el Premio de la Crítica. El título sugiere que el misterio de la noche es interlocutor en quien se deposita la emoción del mundo, esas perdurables impresiones del paisaje de Elca, la inquietante presencia de los otros o las grafías desveladas de la soledad y la muerte.
   Aún no es un libro renovador. Aparece en 1971 e incorpora una importante veta satírica; predomina en él el conceptismo y el tono sentencioso. Hay abundantes procedimientos expresivos -parónimos, aliteraciones, rimas internas…- y utiliza un léxico novedoso, aunque también están presentes las habituales preocupaciones de Brines como el derrumbe continuo de la carne y la dolorosa cicatriz del fracaso. Insistencias en Luzbel (1977) aborda una metafísica centrada en el recorrido que va desde el engaño de la plenitud de la infancia hasta la nada. El latido diario se convierte en ensayo de una despedida; solo se vive plenamente en el breve sueño de los sentidos donde hay una ética de lo celebratorio, un estoicismo que indaga en el carpe diem; que conjuga presente y captación de la belleza.
   Sus últimos libros son el menguado patrimonio del tiempo y tienen la mirada crepuscular de la elegía. En El otoño de las rosas un viajero en la parte final de su periplo hace balance; el itinerario fue lo que vivió. El rescate es ocasión propicia para cantar el entusiasmo de haber sido.
   Un sujeto poético que advierte sobre la estéril razón de la existencia es el protagonista de La última costa. Ya el título sugiere la perspectiva desde la que están escritas las composiciones. Se divisa el inalcanzable litoral cuando el mar nos ofrece su  distancia, como si no fuera posible el retorno. El viajero lleva consigo la memoria que le permite recuperar el territorio de la infancia y recrear las sensaciones que en el pasado la definieron..
   La breve antología integrada, que se completa con inéditos del libro en preparación  Donde muere la muerte, alimenta unas cuantas certezas. Los cimientos de la obra son el fluir temporal y la belleza; el tiempo es tránsito que nos va despojando hasta el vacío final y la oscuridad de la nada. Al interrogar el entorno, la belleza preserva los reflejos de la infancia y la identificación del hombre con la naturaleza. En ambos temas cobra sentido la palabra poética que es revelación y vida. A través de la escritura se aspira lo real, una realidad creada y emotiva que trasciende el localismo; la palabra poética es también una respuesta vital que recupera el balance del pasado en el ahora. La conciencia no acepta el autoengaño, es conocimiento y voz del tiempo que encuentra en la escritura una superación del olvido, un plano de permanencia. Palabras que trascienden la mirada fría del tiempo, que contemplan al yo con la distancia de la incertidumbre, “como si nada hubiera sucedido”.
 
JOSÉ LUIS MORANTE


 
 


sábado, 12 de diciembre de 2020

LEOPOLDO MARÍA PANERO. LA MENTIRA ES UNA FLOR

La mentira es una flor
Leopoldo María Panero
Nota de edición: Ángel L. Prieto de Paula
Prefacio: Davide Mombelli
Huerga y Fierro
Colección Rayo Azul Poesía
Madrid, 2020

 

HETERODOXIA

 

   El día 5 de marzo de 2014 fallecía en Las Palmas de Gran Canaria Leopoldo María Panero. El poeta tenía sesenta y seis años cuando concluía el largo viaje de su heterodoxia vital, entendida mejor desde las claves del psicoanálisis que desde la norma social, y de su ruptura con cualquier canon literario. Fomentó de continuo el mito del poeta maldito, aunque estuviese incluido desde su inicio en la emblemática antología de José María Castellet Nueve novísimos poetas españoles (1970), selección que marcaría el paso fuerte de la generación del lenguaje.
   La materialidad textual de Leopoldo María Panero formula ahora, gracias al quehacer editorial de Huerga y Fierro, una coda conclusiva con el poemario La mentira es una flor, entrega compuesta por cincuenta poemas inéditos. Parece necesario recordar que todo el cauce lírico paneriano promueve vectores tensionales que crean una inquietante extrañeza. En sus exploraciones, el decurso verbal alumbra el territorio del subconsciente y rompe la estructura lineal de la lógica. Los poemas deambulan con un fluir libre, desde la trastienda de una interioridad atormentada. Hijo del poeta Leopoldo Panero y de Felicidad Blanc y hermano de poetas, su biografía fue muy polémica, fue encarcelado en su juventud por su militancia política en la izquierda, se le diagnosticó esquizofrenia y pasó largas temporadas encerrado en hospitales psiquiátricos, aunque protagonizó una intensa vida literaria y fue  considerado por una larga senda de admiradores arquetipo del poeta transgresor.
  La nota de contexto del profesor y crítico Ángel Luis Prieto de Paula refrenda que este libro póstumo es un todo orgánico, con sentido unitario, que confraterniza con otras salidas del poeta en la utilería expresiva, las sendas argumentales y la parquedad ortográfica que suprime signos de puntuación. Por su parte, Davide Mombelli, en su prefacio, opta por adentrase en el periplo creador e investigar las posibilidades significativas de la marginalidad de Leopoldo María Panero desde la expresión poética y no desde los lugares comunes emanados de su postura vital. Lo que perdura es la obra, no el contingente biográfico. El enfoque no niega el sentido autobiográfico de muchos poemas y la abundante intertextualidad engarzada en la obra y perceptible también en los títulos. Por ejemplo, La mentira es una flor es un posible débito a la lírica de Jaime Gil de Biedma que alude a la ficcionalidad de la escritura y a su capacidad de crear verdad y belleza.
    Si el discurrir temporal hace de la memoria un páramo baldío, la palabra se hace necesario refugio para detener ese largo viaje hacia el silencio. Pero el recorrido poético de Leopoldo María Panero no enuncia o describe. Manifiesta una fe provisional en el cauce libre de la palabra, capaz de encadenar un monólogo incontinente y sometido de continuo a interpretaciones alógicas. En los poemas conviven realidades y márgenes, pensamientos reescritos y vuelos oníricos que acrecientan las posibilidades del lenguaje con una obstinada inclinación a lo simbólico y al sinsentido de lo caótico.
  La composición inicial recurre al referente cultural de Peter Pan para sondear las posibilidades de una etapa auroral que mantiene la retina limpia en el tiempo. Explorar la luz sin mácula del pensamiento es acrecentar la ruina de la edad y el desconcierto de la finitud. Nada queda en el yo de los campos semánticos del niño sino el horror de estar vivo, el claroscuro de la vida al paso.
   El son monologal suena reiterativo y denso, con la huella marcada en una indagación que tantea en lo oscuro. La escritura –qué expresionismo de imágenes- deja en el folio un reptar viscoso de gusano, como si alimentara el magma amorfo de la pesadilla y la sención conclusiva de que “el poema es un féretro para no soñar” sino para buscar la quietud y el silencio, la cercana presencia de la muerte. Es constante en las composiciones la sensación de delirio, el sabor amargo que deja en las palabras un zumo agrio de incertidumbre y soledad.
  En el libro se muestra la palpable solidez de aportes textuales ajenos. El arraigo del préstamo persigue, sin comillas ni signos de separación, una integración natural. hay ecos de la Biblia, Ausiàs March, Eliot, Pound, Borges o coetáneos generacionales. Sus entresacados sirven de aliento o inspiración, subrayan instantáneas del pensamiento conformando una densa biblioteca de la memoria. También ideas y núcleos argumentales de los poemas propios adquieren nueva vestimenta formal.
   La entidad expresiva del poema cobija enigmas y misterios, digresiones extrañas que apuntan a la insomne verdad de la locura. Por ello, resulta inevitable recordar que la esquizofrenia origina una pérdida de contacto con la realidad, aunque las percepciones sensoriales se mantengan.
   Escueta en su trazado lógico y con un magma de imágenes sorprendentes, la poesía de Leopoldo María Panero mantiene en su cadencia una agitación dolorosa y vibrante. Los argumentos de La mentira es una flor no tienen un trazado definido, propenden a la interpretación. Forman parte de una identidad desconcertante que sabe que la matriz autobiográfica es oscura, camina por el borde de lo posible y soporta el estado de sitio de lo caótico. Solo cabe la recuperación momentánea de lo vivido en el poema como una forma de quemar la realidad y la degeneración progresiva de la conciencia: “La vida es una úlcera en la sien del papel”.


 JOSÉ LUIS MORANTE





 

domingo, 26 de mayo de 2019

EZEQUÍAS BLANCO. SOLO HAY UNA CLASE DE MONOS QUE ESTORNUDAN

Solo hay una clase de monos que estornudan
Ezequías Blanco
Huerga & Fierro Editores / Narrativa
Madrid, 2019


OLOR A RISA


  En la biografía literaria de Ezequías Blanco  (Paladinos del valle, Zamora, 1952) se prolongas dos bifurcaciones de hondo calado: la dirección de la revista Cuadernos del Matemático, que el zamorano asentado en Getafe dirigió durante treinta años desde el Instituto Matemático Puig Adam, y un taller creativo que explora poesía, narrativa, edición y relato. En este último género se integran sus libros Memorias del abuelo de un punk, Tienes una cabeza apuntando a tu pistola y la compilación de cuentos Solo hay una clase de monos que estornudan.
  El título, que es también el del primer relato del libro, alude a una creencia doméstica que pretende resumir lo extraordinario; es aserto faunístico que inventara la abuela y que emplea el nieto para cobijar el asombro en el cuarto de baño de la normalidad, ese lugar que en las páginas  de Ezequías Blanco siempre huele a risa, a solapada crítica de lo previsible y a extrañeza.
  Para los que no conozcan el deambular del escritor hallarán en el prólogo, firmado por Juan Carlos Galán Corona, una meritoria fotografía en prosa del viaje a las estanterías de Ezequías Blanco. El relevante papel de su poesía, la inmersión en los cuentos y el desarrollo narrativo de sus ficciones comparten la indagación medular en el lenguaje y un descrédito de cualquier idealización del hablante verbal que siempre viste la talla media del hombre de la calle.
   Por otro lado, conviene recordar que en la escritura del catedrático de Lengua y Literatura, ya jubilado, son coordenadas el propósito comunicativo y un nítido realismo que nunca desdeña afinidades con la oralidad. Para el escritor, la expresión acoge con gusto ingredientes populares. Conviven sin asimetrías con un mitigado culturalismo que alude a una fuerte tradición lectora.
  Las migraciones del interés argumental descubren que en cualquier cartografía cotidiana perdura una oquedad para el asombro; por tanto, ninguna extrañeza si en la realización de un inventario de material docente en un departamento del instituto es interlocutor un cristo encerrado en un armario, que muestra solvencia por las tareas administrativas. Quien anda en la brega geográfica sabe que Puerto Hurraco no está tan lejos de Titulcia y que del amor al odio hay la misma distancia que desde una ribera a la otra con río de por medio y matanza para navidad. La fiebre digital ha dejado casi en el olvido los modos de vida de la posguerra y aquel ruralismo en blanco y negro de amoríos y novias, animales domésticos y oficios imposibles; de su entorno manan algunos de los mejores cuentos. Prefieren una mentalidad sin prisas ni móviles, hecha del tiempo lento de los atardeceres castellanos.
  También la ciudad presta su marco escénico, no para exhibir ruinas arqueológicas, cascos monumentales y aceras de señorío, sino para deambular tras los muros sucios de la periferia y los contraluces del extrarradio, esos sitios propicios al club de alterne y a la vida humilde del trapicheo que se dan la mano en cuentos como  “El club británico”,
   El escritor se mueve con especial soltura en los relatos con identidades insólitas, esas presencias que ponen perejil al cotilleo comunitario y que tienen comportamientos dictados por impulsos elementales, que suelen trasparentar un rostro interior sin recodos. Suelen ser secundarios humildes a los que la fortuna deja entre las manos un vaso vacío, pero que luchan en la intemperie por ser coherentes con su forma de estar en lo diario. De esos personajes variopintos se nutren cuentos como “Dioni cogió su fusil o la próxima vez te levantas tú, figura”, o “Ya se lo olían las cotorras”.
   Los relatos de Solo hay una clase de monos que estornudan entrelazan memoria y sueño. Abren sus argumentos a una realidad construida desde la memoria, como si el pasado fuera siempre venero de claridad y experiencia. De allí surge un mundo casi ingenuo, con un tempo vital que todavía resiste la tentación de lo tecnológico para chatear en un bar a media tarde y oír las historias de los parroquianos contadas en voz alta, con un vaso de vino entre las manos y el chisporroteo de una lumbre cerca. Por si hay que pedir peras al olmo.