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jueves, 13 de junio de 2024

ENRIQUE VILLAGRASA. FOSFENOS.

Fosfenos
Enrique Villagrasa
prólogo de José Luis Rey
Huerga & Fierro editores
Colección Graffiti / Poesía
Madrid, 2024

DESTELLOS

  

   Enrique Villagrasa (Burbáguena, 1957) es poeta, periodista y uno de los críticos independientes más respetados del país que colabora habitualmente en publicaciones como Librújula o Turia. Dirige la colección de poesía Rayo Azul de la editorial Huerga & Fierro y ha ido volcando en los estantes un notable itinerario de entregas poéticas, con presencia en varias antologías y con traducciones a distintos ámbitos lingüísticos.
  Presenta  la entrega Fosfenos, una salida voluminosa con prólogo del poeta cordobés José Luis Rey. La introducción advierte de inmediato que el quehacer lírico de Villagrasa aúna metapoesía y experiencia vital con amplia cosecha de recuerdos del lugar natal. El pasado ilumina; abre en el poema la sensación de plenitud y canto, como si lo primigenio estuviese marcado por la idealización. La geografía se enaltece con nombres propios como el pueblo natal o el cauce cristalino del Jiloca; pertenecen a la geografía de la memoria y ratifican la existencia de una infancia feliz, donde lo sensorial era asombro y belleza, pulsión de vida al paso, que concede a la realidad más cercana una dermis de plenitud y sosiego.
   Organizado en cuatro capítulos, el libro tiene como apertura el cauce reflexivo de un sujeto verbal que enlaza escritura y tránsito cotidiano. El fluir acumula contingencias que buscan acomodo en la superficie de tinta de los versos. De este modo: “Todo verso por ser es marginal: / cual fracción del tiempo poético. / Todo poema por ser es central: / fe y razón del trazo y su espacio. / Azar y necesidad es la poesía. “. Escribir es una ventana que permite el exilio, el desandar gozoso hacia el pasado, buscando lenguajes de claridad y transparencia,  sus destellos de “Pasión y belleza”.
   El poema quiere hablar de sí mismo. Recupera su experiencia con el tejido sentimental del hablante lírico y sus caminos interiores. También el paisaje trasciende su rostro natural para convertirse en expresión de canto, reflejos cuyo fulgor perdura en el pensamiento para evocar la infancia; acaso para evitar también los estragos del tiempo.
  Las redes sociales se han convertido en imperiosa presencia del presente. Conceden una identidad moldeada y lejana, pese a la aparente sensación de cercanía, y regulan un modo de convivencia digital que ha cambiado normas y encuentros. A su esencia intangible dedica el poema “Pasión y entusiasmo por las redes”, una indagación de mirada crítica que enuncia luces y sombras de lo digital. Estar y ser parecen términos complementarios y comunicantes, pero la pantalla no deja de ser una irrealidad hecha de simulación y olvido, de levedad y urgencia.
   El primer capítulo se cierra con el apartado “La poesía refleja nuestra propia circunstancia”. Tras una cita de Jesús Hilario Tundidor el poeta ensaya formas cerradas como el soneto, acaso para distanciarse de la realidad de sombra del argumento: la existencia de un pólipo intestinal. Otro poema teñido por la efusión sentimental es “Nala”, donde se describe la muerte accidental de un animal doméstico. Las composiciones van sumando secuencias de la travesía cotidiana y del estrepitoso discurrir que lleva a la jubilación y al cumplimiento hacendoso de un destino que confunde pasos y secuencias, que exige la contemplación del yo como un extraño que habita la memoria mientras oye los acordes cansados del reloj.
   El capítulo II, titulado “Cavilaciones”, dedicado al poeta Nacho Escuín,  muestra la cercanía creadora del pensamiento en el verso. Quien escribe busca indagar la propia naturaleza y conocer mejor los estratos de la realidad. Un entorno que ubica en el centro a Burbáguena, que convierte a la casa natal en lugar del poema, en horizonte único y perspectiva. Desde distintos escenarios van llegando, como fragmentos rotos, las instantáneas del discurrir. Lugares y presencias que aparecen y mudan, que se hacen sedimentos del pensar, acompañando con su dispersión la soledad y la nada. Son símbolos del tiempo con los cuales el poema se teje.
   En la tercera parte, un capítulo dedicado al Cementerio de Burbáguena, cobra fuerza la presencia de la muerte, esa senda que lleva hasta la última costa. La vida es efímera, estamos marcados por la finitud. El destino de ser es el vacío. Y hay que asir las manos del lenguaje para que se llenen de luz los espacios de la memoria. Las palabras esconden lo vivido a la mirada de la ceniza. Muestran, como si estuvieran ilesos, los recuerdos conocidos, la quietud de los lugares amados, las horas laborales en el Puerto, el barrio Moral, Tarraco y el laberinto de secuencias  proyectado en la pantalla grande de lo cotidiano: los usos, costumbres y lecturas que forman parte del patrimonio intacto de la evocación. El cauce limpio del Jiloca es el rumor del tiempo, un interlocutor callado que escucha a quien recuerda y se hace canción y recorrido en el que despiertan los días de infancia y juventud.
   Cierra el libro el capítulo IV “Brotar del verso último”. Desde la savia vital que concede el caminar del tiempo, el poeta vislumbra su infancia en el paisaje; enamorado del pueblo y de su río va escribiendo mientras contempla y busca las respuestas más lúcidas a las pequeñas preguntas de siempre. El poema se hace expresión y conocimiento, concede al paisaje una dinámica poética que incorpora al lenguaje la experiencia de vida, una verdad desnuda y sin retórica.
   Fosfenos concluye con una breve nota en la que se hace fuerte el nombre del poeta Óscar Ayala, quien falleció antes de que este libro de libros apareciera. A él va dedicado el poemario. La entrega de Enrique Villagrasa se articula con dos territorios argumentales, el discurso poético y su derivaciones –las relaciones entre poema y memoria, la palabra como inmersión de conocimiento y búsqueda, la elocuencia verbal como superación y trascendencia de la realidad… - y la encrucijada entre pasado y ahora, donde componen un juego de espejos el paisaje y las presencias que lo habitan. Así se moldea un libro de plena madurez reflexiva en el que la memoria se hace filosofía y sensación, conciencia disgregada que busca lo originario y el retorno, que confía en el lenguaje para que persista en los ojos del niño que habitamos esa ilusión azul de eternidad.
 
 JOSÉ LUIS MORANTE






 

martes, 4 de mayo de 2021

PEDRO GARCÍA CUETO. FRANCISCO BRINES, EL OTOÑO DE UN POETA

Francisco Brines. El otoño de un poeta
Pedro García Cueto
Prólogo de José Luis Rey
Huega & Fierro Editores
Colección La Rama Dorada
Madrid, 2021

 

SED DE ETERNIDAD

                                                    
 
   El día 16 de noviembre de 2020, Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) era galardonado con el Premio de Literatura en Lengua castellana Miguel de Cervantes. El jurado destacaba como clave básica la densidad expresiva de un itinerario poético que enlaza lo carnal y humano con la dimensión metafísica y espiritual del sujeto en el discurrir existencial, a través de una persistente aspiración a la belleza. Desde hacía años la propuesta del reconocimiento era clamor entre los habitantes de la ciudad poética. El premio es también un refrendo más a la generación del 50, un grupo insular que ha ejercido un incansable magisterio en el presente lírico, configurando una tradición plural, ramificada, hecha de elementos heterogéneos.
   El escritor Pedro García Cueto (Madrid, 1968), incansable investigador del pulso lírico mediterráneo, con trabajos referenciales como los dedicados a Juan Gil-Albert, compendia ahora  en Francisco Brines. El otoño de un poeta una amplia perspectiva crítica del mundo poético de Brines. Lo hace con un enfoque diacrónico que permite descubrir códigos conformadores y núcleos temáticos en la poética del autor, que ya ha protagonizado estudios clásicos esenciales como los de José Olivio Jiménez, el primer gran estudioso del poeta, Dionisio Cañas, José Andújar Almansa y José Luis Gómez Toré.
   Precede al trabajo un liminar del poeta José Luis Rey, quien subraya el recorrido de una obra, nunca separada del pulso vital, y su inclusión en la mirada elegíaca. En las palabras resuena la conciencia de lo transitorio y las pérdidas, aunque superando la subordinación al periplo biográfico concreto. Subraya el acierto de Pedro García Cueto al establecer en su andadura una correlación teórica y práctica, mediante una selecta antología de composiciones.
   El acercamiento comienza con los datos biográficos y la conexión literaria con dos precedentes esenciales, Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda, junto a la temporalidad meditativa de Antonio Machado. El estudioso recupera las trayectorias biográficas de estos hitos referenciales para buscar desde allí la conexión literaria y personal. En Cernuda, por ejemplo, encuentra un tema clave de Brines: el amor. Son estratos argumentales compartidos la arquitectura natural del paisaje, el erotismo como ideal pagano y hedonista, el vitalismo emergente del jardín, la presencia tamizada de la luz, o el tacto sensorial de la mirada, como fuente de sensaciones y conocimiento. Esos vértices no cierran otros referentes de la tradición como la lírica barroca o los asideros con sus compañeros de generación, Valente, Claudio Rodríguez, Ángel González o José Manuel Cabañero Bonald, dejando sitio también al intimismo biográfico de Jaime Gil de Biedma. En el libro en prosa Escritos sobre poesía española (1995) se recoge todo el material ensayístico de Brines y en él hay una intensa información de lecturas preferenciales: Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Juan Gil-Albert, Ramón Gaya, Carlos Bousoño Gastón Baquero y Vicent Andrès Estelles.
   El poeta deja una visión unitaria de su poesía en 1974. Tituló el conjunto Ensayo de una despedida, aserto que refleja como realidad primaria del ser la temporalidad; estamos hechos de pérdidas sucesivas. El sintagma se ha mantenido en ediciones posteriores que añaden nuevas composiciones y algunos cambios poco relevantes. Pedro García Cueto se adentra en los registros de Brines libro a libro, según el orden de publicación. Su paso inicial Las brasas (1960) obtuvo el Premio Adonais. Las composiciones de esta amanecida ya son elegíacas, aunque mantienen la intensidad vital. Están escritas desde la memoria de un sujeto que reflexiona sobre el pasado. Sentimientos y sensaciones se marchitan dejando en la ceniza una fuerte experiencia interior. En el presente, la esperanza no tiene sentido. Queda la serena aceptación de la soledad entre rescoldos y sombras, al recrear el trayecto que va desde la infancia hasta la madurez.
  La segunda entrega El santo inocente cambia de título muy pronto y se denominará Materia narrativa inexacta. Hallamos sombras del mundo clásico que hablan en monólogos dramáticos perfilando meditaciones. El sustrato común de la conciencia permite que el amor sea recurso liberador. Los poemas expuestos, “El Santo inocente”, “En la República de Platón” y “la muerte de Sócrates”, con la escueta voz narrativa del relato,  refuerzan la objetividad del discurso y ensanchan la visión del mundo.
   El itinerario se enriquece en 1966 cuando se edita Palabras a la oscuridad,  que se alzó con el Premio de la Crítica. El título sugiere que el misterio de la noche es interlocutor en quien se deposita la emoción del mundo, esas perdurables impresiones del paisaje de Elca, la inquietante presencia de los otros o las grafías desveladas de la soledad y la muerte.
   Aún no es un libro renovador. Aparece en 1971 e incorpora una importante veta satírica; predomina en él el conceptismo y el tono sentencioso. Hay abundantes procedimientos expresivos -parónimos, aliteraciones, rimas internas…- y utiliza un léxico novedoso, aunque también están presentes las habituales preocupaciones de Brines como el derrumbe continuo de la carne y la dolorosa cicatriz del fracaso. Insistencias en Luzbel (1977) aborda una metafísica centrada en el recorrido que va desde el engaño de la plenitud de la infancia hasta la nada. El latido diario se convierte en ensayo de una despedida; solo se vive plenamente en el breve sueño de los sentidos donde hay una ética de lo celebratorio, un estoicismo que indaga en el carpe diem; que conjuga presente y captación de la belleza.
   Sus últimos libros son el menguado patrimonio del tiempo y tienen la mirada crepuscular de la elegía. En El otoño de las rosas un viajero en la parte final de su periplo hace balance; el itinerario fue lo que vivió. El rescate es ocasión propicia para cantar el entusiasmo de haber sido.
   Un sujeto poético que advierte sobre la estéril razón de la existencia es el protagonista de La última costa. Ya el título sugiere la perspectiva desde la que están escritas las composiciones. Se divisa el inalcanzable litoral cuando el mar nos ofrece su  distancia, como si no fuera posible el retorno. El viajero lleva consigo la memoria que le permite recuperar el territorio de la infancia y recrear las sensaciones que en el pasado la definieron..
   La breve antología integrada, que se completa con inéditos del libro en preparación  Donde muere la muerte, alimenta unas cuantas certezas. Los cimientos de la obra son el fluir temporal y la belleza; el tiempo es tránsito que nos va despojando hasta el vacío final y la oscuridad de la nada. Al interrogar el entorno, la belleza preserva los reflejos de la infancia y la identificación del hombre con la naturaleza. En ambos temas cobra sentido la palabra poética que es revelación y vida. A través de la escritura se aspira lo real, una realidad creada y emotiva que trasciende el localismo; la palabra poética es también una respuesta vital que recupera el balance del pasado en el ahora. La conciencia no acepta el autoengaño, es conocimiento y voz del tiempo que encuentra en la escritura una superación del olvido, un plano de permanencia. Palabras que trascienden la mirada fría del tiempo, que contemplan al yo con la distancia de la incertidumbre, “como si nada hubiera sucedido”.
 
JOSÉ LUIS MORANTE