POETA CON CORBATA
En mi armario dormita una vistosa colección
de corbatas. Casi todas suman estampaciones coloristas como libélulas en vuelo. En la universidad privada de sus tejidos he aprendido mucho. Todos
saben cuántas didácticas sugieren sobre la existencia y obras del encorbatado. Recuerdo un curso completo de recuerdos al paso.
En Asturias visité con corbata la casa de Roger Wolfe. Yo leía en el
Ateneo Obrero de Gijón poemas de Población
activa, libro que llevaba en mis manos. No nos conocíamos más que por las cartas
y ediciones intercambiadas. Roger pensó que aquel sujeto plantado ante su puerta era un vendedor de biblias, un agente de seguros o un testigo
de Jehová en tareas evangelizadoras. O las tres cosas. Así que ojeó la mirilla, enfocó mi
corbata en la distancia corta de la prevención y no abrió la puerta. Oí los pasos dentro pero no
insistí.
Llevé corbata a unas jornadas
literarias de la Rábida en las que compartí habitación con Rafael Inglada,
entonces con dilecto gusto por lo picassiano. Anudado en mi cuello, tenía un dibujo de Picasso que dejé, casi de inmediato, en
manos de Rafael. Allí quedaron, esperando la brisa de Málaga, aquellas
señoritas de Avignon dispuestas a bañarse en el azul del Mediterráneo.
Para la entrega del Premio Hermanos
Argensola en Barbastro, llevé corbata en la cena con Manuel Vilas y Pere Rovira.
Los dos comentaron con verbo rumoroso y una copa en la mano que “hay que saber llevar una corbata”. Lo decían con la voz
templada de quien no sabe cómo uso yo la dichosa prenda. También en
Barbastro, en la lectura programada de la biblioteca, un oyente contextualizó su pregunta
final argumentando que “yo tenía pinta de director de sucursal bancaria más que
de poeta, pero que mis versos le habían gustado y prometía leerlos, eso sí, poco a poco, en
cualquier rato del futuro".
Viví perplejidades corbateras en Punta Umbría, Sevilla, Béjar,
Ávila, Rivas… y en otros itinerarios difusos. Son datos que confirman que
cuando llega la insolvencia de lo cotidiano hay que llevar corbata.