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sábado, 28 de julio de 2018

MARINAS TRAS EL ECLIPSE

algas



MARINAS TRAS EL ECLIPSE

Lento y repetido vértigo de las palabras
BRUNO MONTANÉ


Cuando habito los poemas de Joan Margarit –un hábito activo adquirido hace más de veinte años- suelo oir la voz fuerte del poeta catalán prodigando emociones en el discurrir del poema. Joan Margarit tiende a la declamación, lo que concede al texto un epitelio trágico, es una forma de leer que contradice de raíz mi manera de abordar la lectura. Suelo optar por la carencia de ornamentaciones sonoras, por un soliloquio sin relieves, solo un cable de voz contra el silencio.

El presente exalta la prisa. Los días buscan la fortaleza de algún hueco, se suceden con rapidez, no tienen consistencia. No sé dónde van a parar las horas consumidas. Desconozco si son sometidas a los filtros de una voluntariosa depuradora que los renueve o se transforman en un espacio puro e intangible, que solo guarda mínimos reflejos en los recuerdos. Todo es estar.

Leo la novela Ordesa de Manuel Vilas, una abierta cicatriz de la memoria que sobresalta el pasado con la voz insomne de un testigo de excepción y las filtraciones de una neurosis: “hechos que producen otros hechos: la catarata de la vida, agua que está corriendo todo el rato mientras enloquecemos”. También repaso, mientras avanzo entre sus páginas recuerdo algunos encuentros con el escritor, escalonados en el tiempo: Zaragoza en los años noventa, unas jornadas literarias en Moguer, la entrega del Premio hermanos Argensola en Barbastro, una cercana presentación de Turia… Encuentros cordiales con el otro, el mismo, paréntesis afectivos que nos recuerdan que cada escritor prosigue escribiendo el mismo libro.
       
Me gusta descubrir cuándo la realidad se fuga de sí misma. Para esa huida hay que saber encontrar aberturas, puertas, ventanas…

(Apuntes de verano, julio 2018)

lunes, 16 de diciembre de 2013

POETA CON CORBATA


 
POETA CON CORBATA

  En mi armario dormita una vistosa colección de corbatas. Casi todas suman estampaciones coloristas como libélulas en vuelo. En la universidad privada de sus tejidos he aprendido mucho. Todos saben cuántas didácticas sugieren sobre la existencia y obras del encorbatado. Recuerdo un curso completo de recuerdos al paso.
   En Asturias visité con corbata la casa de Roger Wolfe. Yo leía en el Ateneo Obrero de Gijón poemas de Población activa, libro que llevaba en mis manos. No nos conocíamos más que por las cartas y ediciones intercambiadas. Roger pensó que aquel sujeto plantado ante su puerta era un vendedor de biblias, un agente de seguros o un testigo de Jehová en tareas evangelizadoras.  O las tres cosas. Así que ojeó la mirilla, enfocó mi corbata en la distancia corta de la prevención y no abrió la puerta. Oí los pasos dentro pero no insistí.
  Llevé corbata a unas jornadas literarias de la Rábida en las que compartí habitación con Rafael Inglada, entonces con dilecto gusto por lo picassiano. Anudado en mi cuello, tenía un dibujo de Picasso que dejé, casi de inmediato, en manos de Rafael. Allí quedaron, esperando la brisa de Málaga, aquellas señoritas de Avignon dispuestas a bañarse en el azul del  Mediterráneo.
   Para la entrega del Premio Hermanos Argensola en Barbastro, llevé corbata en la cena con Manuel Vilas y Pere Rovira. Los dos comentaron con verbo rumoroso y una copa en la mano que “hay que saber llevar una corbata”. Lo decían con la voz templada de quien no sabe cómo uso yo la dichosa prenda. También en Barbastro, en la lectura programada de la biblioteca, un oyente contextualizó su pregunta final argumentando que “yo tenía pinta de director de sucursal bancaria más que de poeta, pero que mis versos le habían gustado y prometía leerlos, eso sí, poco a poco, en cualquier rato del futuro".
   Viví perplejidades corbateras en Punta Umbría, Sevilla, Béjar, Ávila, Rivas… y en otros itinerarios difusos. Son datos que confirman que cuando llega la insolvencia de lo cotidiano hay que llevar corbata.