Postrimerías Luis Miguel Rabanal Prólogo de Sergio Fernández Martínez Epílogos de Rafael Saravia y Alberto R. Torices Eolas Ediciones Serie Azul de Metileno León, 2024 |
UMBRAL
El friso creador de Luis Miguel Rabanal (Riello, León, 1957)
aglutina recorridos como la novela, el relato y la poesía. Un trayecto de notable
fertilidad que conforma la plena dedicación al quehacer escritural, sobre todo
cimentado en su obra poética. La mirada lírica ha sumado entregas agrupadas en
el volumen Este cuento se ha acabado.
Poesía reunida 2014-1977, editado
por la editorial sevillana Renacimiento, en 2015. Aquella compilación no cerraba
el taller; posteriormente, han ido apareciendo tres nuevas entregas, Los poemas de Horacio E. Cluck (2017), Matar el tiempo (2018) y Que llueva siempre (2020), ahora secuenciadas en Postrimerías, obra
enriquecida con una introducción de Sergio Fernández Martínez y los epílogos de
Rafael Saravia y Alberto R. Torices.
El poeta revisa la cronología de sus poemas y enuncia un discurso, fragmentado en el tiempo, en el que la mirada sombría del presente enfila el paso hacia lo existencial, como si el umbral de una etapa crepuscular convocara, en los momentos postreros del discurso poético, pensamiento y filosofía. A la hora de percibir lo cotidiano se impone una poética del desconsuelo, un nítido pesimismo que arropa los días con el epitelio del dolor. El prólogo de Sergio Fernández Martínez recuerda las sombrías coordenadas del escritor: ”Es un libro atravesado por un profundo pesimismo existencial, un pesimismo que se integra dentro del orden poético y que condiciona los sentidos de los libros. En realidad, esta es una constante en la poética de Rabanal, donde el malestar, el cansancio, la rendición y la inmovilidad se erigen como constituyentes del sujeto.”
Los poemas evocativos de Que llueva siempre dan rumbo al viaje con citas de MJ. Romero y Javier Esteban. Los dos textos se ajustan al pensamiento umbrío de la finitud; las sombras calladas de la intemperie guardan los despojos de la vida alegre. El yo poético se dispone a completar un recorrido en dirección contraria al mediodía, desde el ser a la nada. Intuye que hay que cumplir ese encuentro pactado, a solas con la muerte, y va dejando sus huellas más firmes en los repliegues peraltados del yo interior, hasta componer una autobiografía ficcional.
De cuando en cuando, el imaginario asume la ironía como recurso distanciador, capaz de abordar temas nocturnales y trastocar la comprensión interpretativa. Los sueños traen al primer plano personajes oníricos que comparten los pasos perdidos de la memoria erótica. A su albedrío, conforman un contrapeso del patetismo y la melancolía como si, junto al yo biográfico, existiera un yo aparente y distinto. El pasado cobra un espacio central, donde el tiempo de niñez evoca que, en ese imprevisible relato de lejanías, todavía no estaban encendidas las luces de la soledad y no se había emborronado la inocencia: “Éramos pequeños y se nos mostraba / la envoltura, la azul apariencia de las cosas. / Ningún misterio más / que el de no haberlo comprendido”.
En el recorrido de Que llueva siempre conviven las fluctuaciones argumentales, aunque entre los detonantes poéticos no existan itinerarios antagónicos. Juntos conviven los recuerdos, los días de infancia, la invitación al deseo y las despedidas. Los textos muestran las inclinaciones subjetivas de un pensamiento en vela en el que se agolpan las cicatrices más profundas, esos campos de análisis que requieren contemplar en silencio el horizonte desenfocado.
Luis Miguel Rabanal ubica el libro Los poemas de Horacio E. Cluck en el espacio central de Postrimerías. La entrega recupera un viejo personaje narrativo del poeta y alumbra un pensamiento especulativo sobre la escritura: “La poesía te rodea las manos, es la amiga que sangra”. Entre las palabras se desvanecen las brumas de lo etéreo; la experiencia vital muestra su fragilidad y añoranza, exige un trazado de sensaciones, que delimite el paso del tiempo. En el prólogo del libro exento, que se publicara en 2017, Andrés González escribió una síntesis del volumen muy afortunada. El trabajo poético es “una cronología de la infamia y de la mística del amor”.
El apartado “Desnudos” aloja en sus poemas el formato de la prosa poética, de este modo se acentúa la reflexión sobre lo transitorio y ocasional de las palabras, su luminosidad cerrada y tan llena de brumas para comprender la realidad. Se abre la intrahistoria de un sujeto verbal con los inacabables conflictos del deseo, la soledad y el transitar por los grumos de lo cotidiano. Secuelas de vida que esconden el desamparo y la incertidumbre.
Editado en la editorial Trea en 2018, Matar el tiempo comienza con una composición que hace del tú apelativo un interlocutor de las indagaciones reflexivas del hablante lírico. Se hacen fuerte las incógnitas del tiempo, esas quebraduras hechas de memoria, alquitrán y bruma, en las que se liberan las palabras pero no su sentido, como si el verdadero cauce argumental fuera un territorio de frontera entre la realidad y la imaginación. Todo parece abocar en un entorno de sueños, que se recorre al frío de la noche y nunca pierde el olor a cerrado.
Desde el dolor y la impotencia de la enfermedad, desde la quietud insomne de quien hace de la medicación un intervalo para no apagar el deseo o la ternura, las palabras emergen para dar cuenta de la desolación y el espanto, en el vivo desorden del silencio.
La epístola afectiva final de Rafael Saravia alude a la existencia como fracaso permanente. Vivir nos coloca al borde. Casi pronuncia el adiós en las postrimerías, cuando advierte que la angustia es una presencia fuerte que pide silencio a la esperanza “con la verdad ingrata del poema sublimado”. Por su parte, Alberto R. Torices establece el espacio poético como un territorio ficcional, una geografía telúrica que recorren “vientos de simbolismo y abstracción", la memoria y fantasía de un hombre en el laberinto de su identidad sentimental.
El poeta revisa la cronología de sus poemas y enuncia un discurso, fragmentado en el tiempo, en el que la mirada sombría del presente enfila el paso hacia lo existencial, como si el umbral de una etapa crepuscular convocara, en los momentos postreros del discurso poético, pensamiento y filosofía. A la hora de percibir lo cotidiano se impone una poética del desconsuelo, un nítido pesimismo que arropa los días con el epitelio del dolor. El prólogo de Sergio Fernández Martínez recuerda las sombrías coordenadas del escritor: ”Es un libro atravesado por un profundo pesimismo existencial, un pesimismo que se integra dentro del orden poético y que condiciona los sentidos de los libros. En realidad, esta es una constante en la poética de Rabanal, donde el malestar, el cansancio, la rendición y la inmovilidad se erigen como constituyentes del sujeto.”
Los poemas evocativos de Que llueva siempre dan rumbo al viaje con citas de MJ. Romero y Javier Esteban. Los dos textos se ajustan al pensamiento umbrío de la finitud; las sombras calladas de la intemperie guardan los despojos de la vida alegre. El yo poético se dispone a completar un recorrido en dirección contraria al mediodía, desde el ser a la nada. Intuye que hay que cumplir ese encuentro pactado, a solas con la muerte, y va dejando sus huellas más firmes en los repliegues peraltados del yo interior, hasta componer una autobiografía ficcional.
De cuando en cuando, el imaginario asume la ironía como recurso distanciador, capaz de abordar temas nocturnales y trastocar la comprensión interpretativa. Los sueños traen al primer plano personajes oníricos que comparten los pasos perdidos de la memoria erótica. A su albedrío, conforman un contrapeso del patetismo y la melancolía como si, junto al yo biográfico, existiera un yo aparente y distinto. El pasado cobra un espacio central, donde el tiempo de niñez evoca que, en ese imprevisible relato de lejanías, todavía no estaban encendidas las luces de la soledad y no se había emborronado la inocencia: “Éramos pequeños y se nos mostraba / la envoltura, la azul apariencia de las cosas. / Ningún misterio más / que el de no haberlo comprendido”.
En el recorrido de Que llueva siempre conviven las fluctuaciones argumentales, aunque entre los detonantes poéticos no existan itinerarios antagónicos. Juntos conviven los recuerdos, los días de infancia, la invitación al deseo y las despedidas. Los textos muestran las inclinaciones subjetivas de un pensamiento en vela en el que se agolpan las cicatrices más profundas, esos campos de análisis que requieren contemplar en silencio el horizonte desenfocado.
Luis Miguel Rabanal ubica el libro Los poemas de Horacio E. Cluck en el espacio central de Postrimerías. La entrega recupera un viejo personaje narrativo del poeta y alumbra un pensamiento especulativo sobre la escritura: “La poesía te rodea las manos, es la amiga que sangra”. Entre las palabras se desvanecen las brumas de lo etéreo; la experiencia vital muestra su fragilidad y añoranza, exige un trazado de sensaciones, que delimite el paso del tiempo. En el prólogo del libro exento, que se publicara en 2017, Andrés González escribió una síntesis del volumen muy afortunada. El trabajo poético es “una cronología de la infamia y de la mística del amor”.
El apartado “Desnudos” aloja en sus poemas el formato de la prosa poética, de este modo se acentúa la reflexión sobre lo transitorio y ocasional de las palabras, su luminosidad cerrada y tan llena de brumas para comprender la realidad. Se abre la intrahistoria de un sujeto verbal con los inacabables conflictos del deseo, la soledad y el transitar por los grumos de lo cotidiano. Secuelas de vida que esconden el desamparo y la incertidumbre.
Editado en la editorial Trea en 2018, Matar el tiempo comienza con una composición que hace del tú apelativo un interlocutor de las indagaciones reflexivas del hablante lírico. Se hacen fuerte las incógnitas del tiempo, esas quebraduras hechas de memoria, alquitrán y bruma, en las que se liberan las palabras pero no su sentido, como si el verdadero cauce argumental fuera un territorio de frontera entre la realidad y la imaginación. Todo parece abocar en un entorno de sueños, que se recorre al frío de la noche y nunca pierde el olor a cerrado.
Desde el dolor y la impotencia de la enfermedad, desde la quietud insomne de quien hace de la medicación un intervalo para no apagar el deseo o la ternura, las palabras emergen para dar cuenta de la desolación y el espanto, en el vivo desorden del silencio.
La epístola afectiva final de Rafael Saravia alude a la existencia como fracaso permanente. Vivir nos coloca al borde. Casi pronuncia el adiós en las postrimerías, cuando advierte que la angustia es una presencia fuerte que pide silencio a la esperanza “con la verdad ingrata del poema sublimado”. Por su parte, Alberto R. Torices establece el espacio poético como un territorio ficcional, una geografía telúrica que recorren “vientos de simbolismo y abstracción", la memoria y fantasía de un hombre en el laberinto de su identidad sentimental.
JOSÉ LUIS MORANTE
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