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Casa sin nadie |
EL ÚLTIMO SIEMPRE APAGA LA LUZ
Quienes pasan mucho tiempo solos
terminan teniendo un oído muy fino
DJUNA BARNES
Con los que oímos mal, (Y cada vez peor, como es mi caso), se pueden
mantener dos actitudes: esgrimir con la voz prepotente de la hartura el “que no
te enteras”, “ya te lo he dicho”, “a ver…”, “yo no hablo a voces…” y dejar en
el rostro la mugre entumecida de la estupidez; o sencillamente repetir de nuevo
e improvisar una explicación porque las palabras nunca necesitan agrandar
carencias sino conformar rincones afectivos. Ambas actitudes, más que succionar
en el ánimo de las cicatrices auditivas, definen a quien las esgrime. Los malos
gestos son espejos fangosos de nuestra identidad.
Los contagios ultras se suceden y esa es una de las cualidades de la nueva cepa
vírica; su increíble propagación, con dolorosos efectos efectos
secundarios en la convivencia.
Desde el cristal limpio de la
responsabilidad personal también se puede colaborar al bien común: el odio como
ideología es desnudez mental.
Oigo los digresivos
razonamientos del inquilino de la casa blanca, dictados por el impudor de su ego y nace completa la genealogía
natural de su masa encefálica: es un aplicado epígono de la estupidez.
Son los poemas los que van sembrando indicios evidentes en el lector: una lírica despojada, esencial, que confía en su cierre en el enunciado aforístico y que incide en sus temas en el muestreo reflexivo de la peripecia existencial del sujeto verbal. En el evento digital, la propia imagen está falta de luz y la voz casi no se oye. Un desastre que los amigos disimulan con el entusiasmo del apoyo incondicional.
Las palabras exploran, miran dentro, buscan la improvisada lección de lo diario, reconocen humedades y sombras; miden el trazo firme de las arrugas y constatan que es preferible seguir e intentar, poco a poco, la búsqueda de tierra firme.
(Apuntes del diario)
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