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martes, 15 de febrero de 2022

MARINA CASADO. LOS OJOS FRÍOS DEL VALS

Los ojos fríos del vals
Marina Casado
Prólogo de Andrés París
BajAmar Editores
Gijón, Asturias, 2022

 

OLAS Y ADELFAS
 

 
   En el fecundo activismo de Marina Casado (Madrid, 1989), profesora de Lengua Castellana y Literatura en un instituto público, Licenciada en Periodismo y Doctora en Literatura Española, siempre es posible lo inesperado, ese esfuerzo por habitar la calle del aire del lenguaje con pasos que caminan a solas, lejos de modas y etiquetas críticas transitorias. La escritora combina en su taller páginas en prosa de recuperaciones literarias y viajes en el tiempo, en el prestigioso diario El País o en la revista 142; trabajos de investigación, con ensayos en torno a los referentes literarias del pop-rock y a la intimidad creadora de Rafael Alberti; ficción narrativa, cristalizada en relatos y en la novela Los doce reinos del tiempo, y una obra poética cuyo conjunto engloba Los despertares, Mi nombre de agua, De las horas sin sol, y Este mar al final de los espejos.
   Como sucediera en De las horas sin sol, el liminar lo firma el poeta Andrés París, uno de los lectores que mejor conocen el trayecto creador de la poeta. El título ”Orgullo modernista” focaliza un ideario canónico que, por inclinación natural, remite a Rubén Darío. No viene mal recordar que el cuerpo troncal del modernismo, gestado a finales del siglo XIX, impulsa una vigorosa renovación literaria. Nace en su seno una conciencia del arte vinculada a la exaltación de la creatividad y la belleza, al refinamiento de la forma artística y al cultivo de la percepción singular y subjetiva, capaz de traducir desde el ensueño y la fantasía la esencia de la naturaleza y el íntimo paisaje del sujeto interior. El análisis de Andrés París recuerda los orígenes del movimiento y la crecida conservadora ubicada al otro lado de la trinchera. Desde esta situación histórica, que ya es página de manual, entronca con la apuesta de Marina Casado concebida como un gesto de hondura filosófica; augura una estela de continuidad, un neomodernismo capaz de integrar refugios oníricos para la evocación introspectiva y el destello esperanzado de quien contempla la aurora con ojos de cisne; es decir, sin prejuicios de fundamentos filosóficos, dejándose arrastrar por el simple discurrir de la belleza.
  La sensación de habitar el margen justifica la hermosa concisión lacónica de André Gide: “Aquello que te critiquen, cultívalo, porque eso eres tú”, y dicta también los enunciados de “Una confesión previa”, empeñados en resucitar al cisne, devolverlo a la vida para olvidar el ensimismamiento y la orfandad de la noche. De este modo, Marina Casado abre la voz a un sujeto verbal que hace recuento del discurrir de la memoria y que somete al cauce expresivo de las composiciones a una persistente acumulación metafórica, como constatan los versos de “Deus ex machina”: “la libertad nace en los ojos de las adelfas. / El mar, en cambio, es una lenta sucesión / de ataúdes vacíos”. El presente contamina el legado inmarchitable de los sueños y es preciso habitar un corazón de niña, impulsar la arquitectura de mundos imposibles, capaces de burlar un tiempo, prisionero del tedio.
   Los intereses del poema se multiplican, no hilvanan una línea recta sino que entrelazan diversidad: los recuerdos del sur, la prístina claridad de los cuentos, el territorio umbrío de la historia, tan presente en el poema “1936” o el cúmulo de sensaciones de esa vigilia en “Museo del Prado”.
  En el conjunto central “Estampas para Odile” la poeta recurre a los personajes de “El lago de los cisnes” para abordar la dualidad entre el bien y el mal, el cisne negro Odile, frente a la inocencia de Odette; ese conflicto entre luz y sombra trastoca lo real y convulsiona la marcha inerte del lenguaje. La poeta busca la verdad del personaje, tantea los relieves de su identidad y trasciende la máscara de Odile para asumir las dermis aparienciales que cubren nuestras contradicciones; al cabo “Odile viaje por debajo de todas las pupilas”. Otros poemas testifican la soledad diaria, la fuerza del cine, en la imaginación de Billy Wilder o el espacio compartido con los gatos, esas presencias cálidas hechas de ternura y silencio.
   En el apartado final “Historia de la noche” sobresale la textura escénica; la escritura introduce un subtítulo orientador “Poema representable en cuatro actos” que estructura los movimientos enunciativos en el marco de representación temporal. Como un proceso marcado por el tiempo, se vislumbra la existencia como un viaje onírico, un movimiento de piezas en el mundo de la laguna que permite al sujeto recuperar protagonistas y materiales del sueño. La muerte del cisne, el ocaso de la noche y el canto de las aves son elementos simbólicos que trastocan el sentido del tiempo y dejan en escena otros personajes como el dragón, también anclado en ese escenario atemporal de lo ficticio que, poco a poco, se va diluyendo, como si aquel entorno borrara sus formas para siempre, encerrado en un mundo secreto, sin regreso. 
   Los ojos fríos del vals supone un entreacto en el espacio lírico de Marina Casado por su rescate de una estética a trasmano. Las composiciones alientan una dicción que engarza con los espejismos de la imaginación, como si la realidad estuviese sumida en una larga noche, donde todavía es posible habitar el otro lado del espejo. Mirar el día con el hilo de luz de la inocencia.
 
JOSÉ LUIS MORANTE



martes, 30 de abril de 2019

MARINA CASADO. DE LAS HORAS SIN SOL

De las horas sin sol
Marina Casado
Prólogo de Andrés París
Huerga & Fierro editores / Poesía
Madrid, 2019


ECLIPSES Y AMANECIDAS


   Marina Casado (Madrid, 1989), docente en activo, Licenciada en Periodismo y Doctora en Literatura Española, combina en su taller  la poesía y el quehacer crítico, con dos ensayos editados en torno a los referentes literarias del pop-rock y a la intimidad creadora de Rafael Alberti. Fue en 2014 cuando firma la carta de amanecida, Los despertares, que pronto tuvo continuidad con Mi nombre de agua y el trabajo que ahora presenta Huerga y Fierro De las horas sin sol, lo que hace de la poesía senda principa, aunque la escritora sume bifurcaciones con la práctica del relato y la coordinación de algunas antologías.
   En el prólogo, el joven poeta Andrés París se aleja del mero cumplimiento epistolar de los afectos para vislumbrar coordenadas, un ideario que busca sitio a “una fisiología del alma y el tiempo en que la mejor opción es dejarse bogar inerte como un tronco por los ríos y cataratas que despliega la poeta”. El pautado análisis yuxtapone un proceso que integra la pérdida, la evocación desde el recuerdo y el destello esperanzado de la aurora.
  La sensación de ensimismamiento y orfandad de “Los condenados a la realidad” también emana de los versos de Manuel Altolaguirre que preceden a los apartados del libro: “Hubiera preferido / ser huérfano en la muerte, que me faltaras tu / allá, en lo misterioso, / no aquí en lo conocido”. Y se prolonga en la semántica nocturnal de Rafael Alberti. De este modo el sujeto verbal muestra los mimbres de una voz entumecida y solitaria que hace recuento de un estar a la intemperie. La mirada de la infancia se aleja, como estratos que muestran sus límites difusos ante un presente miope, que va borrando las formas de otro tiempo. En su lucha tenaz contra el olvido, el ahora se llena de indicios de otros días: una canción en las manos del compromiso, un olor conocido, un simple pilot. Testifican un espacio compartido y la plenitud de un pretérito que sale al día con la nitidez dolorosa de lo cumplido.
   En este primer apartado sobresale por su textura reflexiva “Partida de ajedrez” un texto en prosa estructurado en tres movimientos enunciativos. En él se vislumbra la existencia como un terco movimiento de piezas en las que siempre el sujeto verbal se asigna el callado papel del perdedor; aún así merece la pena volcar en cada instante sentimientos y percepciones para recuperar aquello que definía un estar feliz. Acaso ser es caminar hacia el otro, aceptar que la luz es una puerta que alguien abre.
   Los poemas de “Temerás a los vivos” suponen la aceptación del desasosiego como estado natural del existir. Son esquejes de un árbol que perdió la raíz y ahora se alza como una veleta sin norte: “Tengo miedo del fuego que no he visto / y de la nada blanca que flota en los resquicios del presente”. El reloj se demora en una larga noche donde la amanecida refuerza la sensación de intangible espejismo. Habitar el ahora requiere el dogmático catálogo de la supervivencia, esas “Trece verdades con las que construir un puente al otro mundo”.
   Pero un hilo de luz es siempre una posibilidad de renacer. Así lo atestiguaba el cantautor Jaume Sisa en los laberintos opacos de la dictadura: “Cualquier día puede salir el sol”. Y así lo enuncia también Marina Casado, con la palabra limpia del regreso, en el poema “Un faro con el nombre de esperanza”, enunciado que también recuerda a otro cantautor: Manu Chao. La voz se hace más sosegada y dispuesta a la celebración, encarece el instante para preservar en él aquellos frutos que impulsan una nueva latitud: “Ahora que he despertado, / no me cierres tus ojos, / sigue siendo aquel faro / en la noche con niebla de la pena, / aquel faro que el mundo / conoce con el nombre de esperanza”.
   El epílogo se apropia de un conocido tópico del legado clásico para agrupar las huellas finales. El apartado “Ubi sunt” rastrea el ser fugaz del tiempo, la cadena de instantes vivenciales como tránsito hacia un horizonte crepuscular. Lo cotidiano tiene la imaginería gastada de un pase de cine: “Tengo los ojos llorosos de pretéritos. / Tengo todos los sueños conspirados / para perder la fe en la realidad. / La vida se disfraza de domingo con las alas cerradas”. En esa elegía de la memoria hay una exaltación de lo singular como lucha continua contra lo gregario. La poesía se convierte en oficio de náufragos, en locos desclasados que reclaman una causa perdida. También perdura la estela en el agua de los sentimientos, ese amor más allá de la muerte que merece un estar a resguardo en la evocación; o la calidez del homenaje a la identidad materna que brilla con emotiva luz entre la niebla del ahora. Y sobre todo esa dermis que deja en la ciudad las pisadas de un tiempo compartido de paraguas abiertos y arcoíris.
   De las horas sin sol propone una conversación con la voz íntima de la memoria en la que guardan turno de palabra la mirada sombría de la pérdida, el poso de amargura de lo transitorio y la claridad dormida del estanque en cuyo fondo reposan los reflejos de la felicidad. En él encuentran sitio los remolinos aleatorios de lo cotidiano y el terciopelo de la amanecida, ese empeño que pide, con palabras de familia gastadas por el tiempo, el instante callado de quien busca todavía la luz tras el eclipse; ser feliz.