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viernes, 11 de mayo de 2018

CARLOS IGLESIAS DÍEZ. PAJARO HERIDO

Pájaro herido
Carlos Iglesias Díez
BajAmar Editores
Asturias, 2018



VUELOS


  También las editoriales de poesía, como los creadores, buscan la voz singular, ese catálogo compuesto de entregas al paso que se convierte, con el tiempo, en un andén de visita obligada, que alumbra voluntades lectoras. Así sucede con BajAmar Editores que, en su breve paréntesis vital y con la incansable coordinación de Pascual Ortiz, ha sacado más de una docena de poemarios de nombres propios como María Rosa Serdio, Miguel Ángel García, Aurelio González Ovies, Sara R. Cabezas, Vicente García o Carlos Iglesias Díez, quien firma en esta colección su segunda entrega, Pájaro herido.
  Coautor de la antología Siete mundos, firma habitual de la revista Anáfora y profesor de lengua Castellana y Literatura, Carlos Iglesias Díez dejaba en 2012 su primer paso, El niño de arena, una entrega de línea clara, de textura sentimental. Así lo expresaba, en el proemio, Fernando Beltrán: “Los poemas resumen el pulso y los latidos de un ser que siente con el corazón en el abismo y se entrega y escribe con un corazón en la mano”
   Sorprende el entrelazado de citas iniciales. Su diversidad postula que el discurso lírico es una gavilla que unifica recursos y sentimientos, ya explorados, que necesitan nuevos matices y puntos de inflexión para seguir avanzando. Late fuerte el fragmento poético de Jordi Doce, que se convierte en un indicio del hilo argumental: “Has detenido el tiempo al ignorarlo / y solo  yo lo advierto, / parado en el umbral que te destaca”.
   De inmediato, Carlos Iglesias Díez deja ante el lector la identidad amorosa del libro y la búsqueda de puentes hacia la otredad, con la convicción de que el amor es posibilidad y plenitud, donde la ternura solo es “ese pájaro herido que tiembla entre las manos”. La poesía adquiere así una claridad en su enunciado que conlleva una identificación inmediata con el hablante. Si la existencia diaria obedece a un principio de incertidumbre, los sentimientos van creando estratos que otorgan solidez al estar en el ahora. Las palabras dan cauce a una sinceridad intimista en la que encuentran formulación los estados de ánimo: “La caricia del sol / te recorre la piel / como la de un amante fugitivo”. Se opta por la concisión expresiva del haiku para formular también la brevedad de lo transitorio y ese constante devenir de los ciclos estacionales, aunque con un esquema versal aleatorio.
   Algún poema se inspira en referentes culturales. Así en “El sueño del jinete” aflora un breve homenaje a la narrativa ficcional de Antonio Muñoz Molina, a ese ámbito claroscuro de El invierno en Lisboa. Otros pretenden regresar a la afectiva senda de la infancia, cuando las preguntas de la incertidumbre todavía no se formulaban y el discurrir alentaba recreos y juegos de niños. Son secuencias vitales que van mudando la realidad en recuerdos.
   Cierra esta cartografía amorosa un epílogo de Guillermo Fernández Ortiz. Su enfoque alienta el diálogo personal, expandido hacia la reconstrucción de paréntesis vitales compartidos. Descubre también la demorada maceración de un libro en apariencia muy leve, que comienza a escribirse en 2003 y que opta por la sugerencia y la evocación empleando mínimos recursos: “el secreto de escribir está en callar”.
   La poesía figurativa requiere precisión e intensidad. Pájaro herido deposita en las palabras la pulsión de una sensibilidad que se va gestando en el camino, entre vivencias emotivas e impresiones. De esta implicación directa del sujeto verbal nace una poesía cercana, un diario confesional exento de hermetismos discordantes, que ofrece en el poema anclaje y compañía, la levedad área de un vuelo inadvertido.


        


lunes, 4 de marzo de 2013

CARLOS IGLESIAS DÍEZ. UMBRAL.

 El niño de arena
Carlos Iglesias Díez
Deva, Gijón, 2012

   Con terco sosiego, la colección Deva, promovida por el Ateneo Obrero de Gijón, dirigida por el profesor, poeta y ensayista José Bolado –último Premio de la Crítica en el Principado de Asturias-, incluye en su catálogo la carta auroral de Carlos Iglesias Díez.
   Arropan esta entrega dos referentes amicales, Fernando Beltrán, que firma la solapa de inicio con un breve impresionista, y Rodrigo Olay, autor de un epílogo cernudiano sobre las contingencias de esta salida. El niño de arena  fecha sus poemas entre 2003 y 2011, y articula su evolución en tres apartados, “Los restos de la noche”, “Briznas” y “Puntos suspensivos”.
   Los versos optan, desde el inicio, por un formato breve, narrativo, con asuntos que entremezclan evocación y sugerencia, sin que halla un hilo argumental predominante ni una única perspectiva. El sujeto poético fluctúa entre la voz distanciada de la tercera persona y el uso de un tú dialogal que requiere un interlocutor cercano. En el primer conjunto poemático, “Los restos de la noche”  los versos confían su eficacia en novedosas imágenes, que generan en la lectura un asombro cómplice: “Quise hundir las manos/ en tu vestido negro/ y, al final,/ el tiempo/ me las cubrió de escamas.” El segundo apartado, abierto con una amplia cita del poeta Luis García Montero, se unifica desde el punto de vista formal por un mayor despojamiento, incluso en los títulos de poemas, que son siempre sustantivos con amplia carga semántica. Así lo percibimos en “Memoria”: “Los recuerdos, / observándome, / desde el ojo muerto / de un pez.” Los versos componen quietas instantáneas que resumen una secuencia vital, con una cercanía a la esencial filosofía del haiku.
   Resalta el papel que Carlos Iglesias Díez concede a la música de cantautor, tan definida por su empeño en unificar melodía sonora y contenido sociológico en las letras. Si Leonard Cohen firma el pórtico del poemario, en la primera parte se incluye un homenaje al desaparecido Antonio Vega, que puso voz a un tema generacional, “La chica de ayer”; el fondo sonoro persiste en otros poemas como “Chocolate” y “Futuro”.
   En el tramo de cierre, cuyo título, “Puntos suspensivos” nos deja la idea de un final abierto, de una futura senda que habrá de sumar nuevos pasos, se focaliza más el entorno, aunque siempre descrito de manera indirecta a través de un diálogo con los sentimientos en una contextura temporalista.
   El niño de arena es el umbral, preciso y acertado, a un territorio creativo en el que se nos da cuenta de las consideraciones de un yo que deja en palabras las interrogaciones de los días, esas filigranas que marcan la caligrafía de los sentimientos