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lunes, 15 de febrero de 2021

FERNANDO BELTRÁN. LA CURACIÓN DEL MUNDO

La curación del mundo
Fernando Beltrán
Hiperión, Poesía
Madrid, 2020
 

LA NOCHE, DENTRO 


   En una línea temporal de más de tres décadas, Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) ha forjado un quehacer asentado y diverso, que convierte a su autor en una propuesta de primera línea del presente poético contemporáneo. Su travesía comienza en los años 80, tras la ruptura del monopolio novísimo, con la entrega Aquelarre en Madrid, y tiene continuidad en una decena de poemarios. En 2011 la editorial Hiperión reunió su obra poética escrita entre 1980 y 2010 en el volumen Donde nadie me llama, con prólogo del poeta y profesor Leopoldo Sánchez Torre.  
  El libro que aquí comentamos, La curación del mundo es una indagación en el devenir coaccionado de la pandemia. Toma el internamiento hospitalario como impulso poético. Como refrenda la cita auroral de Rainer M. Rilke: “He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito”. Los hechos son conocidos: en marzo de 2020 el virus estremeció al mundo y provocó una situación sanitaria de máxima urgencia, que exigía evitar la multitudinaria propagación de la enfermedad. Pero esta siguió imparable y originó una estremecedora cifra de fallecimientos y dolorosos internamientos. Fernando Beltrán fue uno de los afectados. Así fueron naciendo estos poemas con la noche dentro que completan un trayecto cognitivo donde se comparte la intensa y solitaria experiencia personal.
   La cualidad esencial de la palabra poética es su capacidad de interrogación, su empeño por definir la textura de un tiempo dispuesto a la fugacidad  y al tránsito, en el que la conciencia se sienta en el borde de un extraño abismo. El entorno prosigue intacto con su apariencia de normalidad y es el yo, ese hablante desdoblado que se mira a sí mismo en el poema, el que  deja sus impresiones y contraluces, las percepciones denotativas de los signos al paso. Percibir convierte al pensamiento en protagonista de una abarcadora geografía de indicios que imprime en la memoria sus huellas dactilares. Así sucede en el poema de apertura “La jerarquía del ángel” en el que la hospitalización supone una ruptura completa de hábitos y un estado de angustia que contrapone el devenir exterior con ese estar pesaroso del paciente grave. De los versos emana la paradoja de que todo esté en su sitio salvo el yo: “todo tiene sentido cuando todo se pierde”. Desde esa aceptación de la extrema fragilidad de ser se hace necesaria la esperanza, esa mano tendida del ángel que habita entre la sombra y sostiene, como un cimiento fuerte, que asegura la curación del mundo.
   El tramo inicial del poemario muestra el pulso conversacional e intimista del desconcierto; el sujeto se asoma a la realidad del virus y despereza sus estrategias de superviviente; ese recuerdo del héroe en bicicleta coronando la cima de Alpe d´Huez  destensa el miedo, permite afrontar el complejo recorrido de las pesadillas. También la música que pone en el silencio un solo de trompeta y se aferra al oído para dejar su mágica cadencia, mientras la cura. Todo sucede muy deprisa, como la misma escritura convertida en estado de ánimo de quien escribe al lado de la muerte. El largo recorrido hacia dentro deja una manera de sentir diferente, la certeza de que después las cosas no serán las mismas ni los mismos serán los sentimientos. El conocimiento profundo de la pandemia abre nuevos registros conceptuales. Sobrevivir es el ahora y la esperanza es luego, pero también la muerte  es un rumor cercano y frío. Se convierte en elemento hegemónico central cuando se hace presencia y habita un rostro concreto. Recordar esa ausencia cambia todo, es una brecha presente en todos los espejos. Después de tantos días postrado, se pierde la exacta latitud del tiempo; recobrar su precisa cadencia es una señal necesaria para el regreso; el poema “Agosto 2020” parece dar voz a la salida al aire limpio de lo diario. Hay que superar el desconcierto. Volver a la tarea del existir es sentir en el pulso una tregua extraña donde se ilumina el despertar para hallar en los otros el mapa desplegado de los sentimientos.
   Fernando Beltrán convierte su lucha en experiencia verbal. En ella se perciben las grietas más duras de la existencia. Sus poemas son la fiebre alta del yo individual abocado a la intemperie; la mutación de una extraña criatura varada que no puede volver a mar abierto. Los versos se hacen pautado desplazamiento por la lucha diaria que constata sombríos paisajes interiores y el rostro siempre melancólico del tal vez. Palabras que buscan ese instante del pensar que justifica la aurora, unos hilos de luz que concedan nuevos colores y formas,  “un tramo más de vida”.


JOSÉ LUIS MORANTE


viernes, 11 de mayo de 2018

CARLOS IGLESIAS DÍEZ. PAJARO HERIDO

Pájaro herido
Carlos Iglesias Díez
BajAmar Editores
Asturias, 2018



VUELOS


  También las editoriales de poesía, como los creadores, buscan la voz singular, ese catálogo compuesto de entregas al paso que se convierte, con el tiempo, en un andén de visita obligada, que alumbra voluntades lectoras. Así sucede con BajAmar Editores que, en su breve paréntesis vital y con la incansable coordinación de Pascual Ortiz, ha sacado más de una docena de poemarios de nombres propios como María Rosa Serdio, Miguel Ángel García, Aurelio González Ovies, Sara R. Cabezas, Vicente García o Carlos Iglesias Díez, quien firma en esta colección su segunda entrega, Pájaro herido.
  Coautor de la antología Siete mundos, firma habitual de la revista Anáfora y profesor de lengua Castellana y Literatura, Carlos Iglesias Díez dejaba en 2012 su primer paso, El niño de arena, una entrega de línea clara, de textura sentimental. Así lo expresaba, en el proemio, Fernando Beltrán: “Los poemas resumen el pulso y los latidos de un ser que siente con el corazón en el abismo y se entrega y escribe con un corazón en la mano”
   Sorprende el entrelazado de citas iniciales. Su diversidad postula que el discurso lírico es una gavilla que unifica recursos y sentimientos, ya explorados, que necesitan nuevos matices y puntos de inflexión para seguir avanzando. Late fuerte el fragmento poético de Jordi Doce, que se convierte en un indicio del hilo argumental: “Has detenido el tiempo al ignorarlo / y solo  yo lo advierto, / parado en el umbral que te destaca”.
   De inmediato, Carlos Iglesias Díez deja ante el lector la identidad amorosa del libro y la búsqueda de puentes hacia la otredad, con la convicción de que el amor es posibilidad y plenitud, donde la ternura solo es “ese pájaro herido que tiembla entre las manos”. La poesía adquiere así una claridad en su enunciado que conlleva una identificación inmediata con el hablante. Si la existencia diaria obedece a un principio de incertidumbre, los sentimientos van creando estratos que otorgan solidez al estar en el ahora. Las palabras dan cauce a una sinceridad intimista en la que encuentran formulación los estados de ánimo: “La caricia del sol / te recorre la piel / como la de un amante fugitivo”. Se opta por la concisión expresiva del haiku para formular también la brevedad de lo transitorio y ese constante devenir de los ciclos estacionales, aunque con un esquema versal aleatorio.
   Algún poema se inspira en referentes culturales. Así en “El sueño del jinete” aflora un breve homenaje a la narrativa ficcional de Antonio Muñoz Molina, a ese ámbito claroscuro de El invierno en Lisboa. Otros pretenden regresar a la afectiva senda de la infancia, cuando las preguntas de la incertidumbre todavía no se formulaban y el discurrir alentaba recreos y juegos de niños. Son secuencias vitales que van mudando la realidad en recuerdos.
   Cierra esta cartografía amorosa un epílogo de Guillermo Fernández Ortiz. Su enfoque alienta el diálogo personal, expandido hacia la reconstrucción de paréntesis vitales compartidos. Descubre también la demorada maceración de un libro en apariencia muy leve, que comienza a escribirse en 2003 y que opta por la sugerencia y la evocación empleando mínimos recursos: “el secreto de escribir está en callar”.
   La poesía figurativa requiere precisión e intensidad. Pájaro herido deposita en las palabras la pulsión de una sensibilidad que se va gestando en el camino, entre vivencias emotivas e impresiones. De esta implicación directa del sujeto verbal nace una poesía cercana, un diario confesional exento de hermetismos discordantes, que ofrece en el poema anclaje y compañía, la levedad área de un vuelo inadvertido.


        


sábado, 24 de enero de 2015

ÁNGEL PETISME. TREINTA AÑOS DE MÚSICA Y POESÍA



TESTIGO CON LÁPIZ: ÁNGEL PETISME EN EL ATENEO


    Ayer viernes, estuve en el Ateneo de Madrid, en el papel el papel de testigo con lápiz que ocupa un asiento difuso de las última filas. Desde allí, sin el micro encendido y el estrado con agualos actos literarios parecen más largos e imprevisibles, con un punto de tedio por la impuntualidad y la inquietud del calor tropical que tanto solivianta en aforos completos. Ángel Petisme, con treinta años de dedicación musical y literaria, presentaba, con nutrido acompañamiento, su poemario El lujo de la tristeza. El aragonés concita muchos afectos y la sala se llenó de inmediato. Los asistentes que no encontraron asiento reclamaban el traslado al salón de actos y un poco de luz para ver a los contertulios. Miguel Losada, responsable del ciclo de lecturas de la Cacharrería, puso excusas y orden y la presentación se inició con un cantautor feliz y con sonrisa grande. Estaba ufano con la respuesta del público, con el abrazo solidario de otros escritores y músicos, y con el verbo cálido de una mesa repleta. Mucha gente para hablar y más o menos prisa por plasmar en dos o tres pinceladas ingeniosas la relación personal y ese jugoso anecdotario de la memoria fiel. Tantos años en el camino han dejado una copiosa estela.
   En un acto tan emotivo, aumentó la temperatura sentimental del público el vídeo Mi gigante preferido, un trabajo muy bien resuelto dedicado a Alba, hija del poeta. Después tomaron la palabra Luis Eduardo Aute, Luis Antonio de Villena y Ángel Guinda. Aute, tímido, modesto y siempre al alba, recalcó afinidades con aquel joven cantautor seleccionado en la antología Postnovísimos que representaba la sensibilidad del rock y ensalzó la estatura de niño gigante; Ángel Guinda dejó una buena definición sobre el carácter del homenajeado: es un aglutinador de personas, comentó. Y Luis Antonio, con aire teatral, paró el reloj para viajar hasta los pasos de un Petisme juvenil que se ha ido haciendo autónomo y mayor entre libros y canciones. Luis Antonio es un conversador incansable y divertido.
  Llenaron los intermedios Ana Labordeta y Pilar Bastardes con una representativa selección de textos,  para clausurar con otra mesa formada, entre otros, por Fernando Beltrán y Raquel Lanseros. Fernando resumió el asunto en una troika aragonesa: “Goya, Buñuel, Petisme” (con permiso de otras troikas del valle del Ebro de igual altura), mientras que la belleza de Raquel Lanseros recurrió a la sensibilidad del hombre y a esa invitación a la alegría que aporta Ángel como razón de ser de cada encuentro. También hubo música en directo, móviles a pleno uso, foto de grupo, agenda abierta para citas cordiales y merecidas felicitaciones al autor de El lujo de la tristeza. Me traje además ese abrazo de Ángel Petisme al dedicarme su obra, mientras hablábamos de una lectura próxima en Rivas, programada en Covibar por Ricardo Virtanen.
   Después era muy tarde y hacía frío. Me refugié detrás de la bufanda y recorrí la luna de Madrid con Fernando Beltrán y la nostalgia común de amigos y viajes. En la autopista del regreso ví en el retrovisor la imagen de un acto para recordar. Ya en casa, abracé a Adela y puse en la mesa de trabajo de la buhardilla El lujo de la tristeza. Espera turno de lectura con mirada cómplice. He disfrutado estos años con la poesía de Petisme y  el poema "Ponle luz a este mundo" con el que cerró la cita del Ateneo me pareció extraordinario.
   En el azul de la cubierta, miro el título. Lo leo en voz alta y asiento. Es verdad, la tristeza todavía es un lujo al alcance de todos.

lunes, 4 de marzo de 2013

CARLOS IGLESIAS DÍEZ. UMBRAL.

 El niño de arena
Carlos Iglesias Díez
Deva, Gijón, 2012

   Con terco sosiego, la colección Deva, promovida por el Ateneo Obrero de Gijón, dirigida por el profesor, poeta y ensayista José Bolado –último Premio de la Crítica en el Principado de Asturias-, incluye en su catálogo la carta auroral de Carlos Iglesias Díez.
   Arropan esta entrega dos referentes amicales, Fernando Beltrán, que firma la solapa de inicio con un breve impresionista, y Rodrigo Olay, autor de un epílogo cernudiano sobre las contingencias de esta salida. El niño de arena  fecha sus poemas entre 2003 y 2011, y articula su evolución en tres apartados, “Los restos de la noche”, “Briznas” y “Puntos suspensivos”.
   Los versos optan, desde el inicio, por un formato breve, narrativo, con asuntos que entremezclan evocación y sugerencia, sin que halla un hilo argumental predominante ni una única perspectiva. El sujeto poético fluctúa entre la voz distanciada de la tercera persona y el uso de un tú dialogal que requiere un interlocutor cercano. En el primer conjunto poemático, “Los restos de la noche”  los versos confían su eficacia en novedosas imágenes, que generan en la lectura un asombro cómplice: “Quise hundir las manos/ en tu vestido negro/ y, al final,/ el tiempo/ me las cubrió de escamas.” El segundo apartado, abierto con una amplia cita del poeta Luis García Montero, se unifica desde el punto de vista formal por un mayor despojamiento, incluso en los títulos de poemas, que son siempre sustantivos con amplia carga semántica. Así lo percibimos en “Memoria”: “Los recuerdos, / observándome, / desde el ojo muerto / de un pez.” Los versos componen quietas instantáneas que resumen una secuencia vital, con una cercanía a la esencial filosofía del haiku.
   Resalta el papel que Carlos Iglesias Díez concede a la música de cantautor, tan definida por su empeño en unificar melodía sonora y contenido sociológico en las letras. Si Leonard Cohen firma el pórtico del poemario, en la primera parte se incluye un homenaje al desaparecido Antonio Vega, que puso voz a un tema generacional, “La chica de ayer”; el fondo sonoro persiste en otros poemas como “Chocolate” y “Futuro”.
   En el tramo de cierre, cuyo título, “Puntos suspensivos” nos deja la idea de un final abierto, de una futura senda que habrá de sumar nuevos pasos, se focaliza más el entorno, aunque siempre descrito de manera indirecta a través de un diálogo con los sentimientos en una contextura temporalista.
   El niño de arena es el umbral, preciso y acertado, a un territorio creativo en el que se nos da cuenta de las consideraciones de un yo que deja en palabras las interrogaciones de los días, esas filigranas que marcan la caligrafía de los sentimientos

 

jueves, 19 de abril de 2012

FERNANDO BELTRÁN. MEMORIA PERSONAL

  Donde nadie me llama
Fernando Beltrán
Hiperión, Madrid, 2011

    Desde sus inicios, la memoria existencial es una constante en la poesía de Fernando Beltrán, cuyas estaciones poéticas se compilan ahora en Donde nadie me llama. Treinta años dan para mucho, como sugiere la excelente introducción de Leopoldo Sánchez Torre, el crítico que más certeramente ha estudiado a Beltrán, aunque no faltan otros sondeos clarificadores, como los firmados por Araceli Iravedra y Luis Bagué Quílez.
   Entre el sensismo y la poesía entrometida, dos etiquetas que ya forman parte de la historiografía crítica contemporánea, podemos percibir una mutación significativa. El inicio, Aquelarre en Madrid, nos deja una poesía cuajada de imágenes, hecha de poemas de cierta extensión, con versos de asociaciones alógicas; un modo de escritura alucinado y visionario, que subraya la intuición y la capacidad de inventiva pero que oscurece los significados. Poco a poco, con títulos de transición como Ojos de agua y Gran Vía, la voz alcanza el tono singular del poeta entrometido; el sujeto verbal adquiere el perfil de un hombre de la calle.  En los sucesivos momentos escriturales se preservan los vínculos entre lo acontecido y el pulso de la tinta; existencia y lírica caminan en la misma dirección. Además, el autor cree en la utilidad terapéutica del verso; de ahí la necesidad de que la escritura sea “más humana, impura y desganada”, capaz de cimentar el vivir cotidiano desde una posición interrogativa; introspección no es ensimismamiento sino la certeza de que la otredad tiene un sentir mimético y un mismo afán por construir un contexto plausible. Si las entregas aurorales  inciden en la temática urbana y en la  polivalente relación entre sujeto y entorno, una contingencia histórica – el estallido de la Guerra del Golfo el 17 de enero de 1991- condiciona El Gallo de Bagdad, autodefinido como un conjunto de poemas de urgencia, ecos de un portavoz que registra al detalle el avance de la desolación; el lirismo se mitiga al filo del prosaísmo y deviene interrogación que descifra la agonía.  Toda escritura es una suma de obsesiones. Una y otra vez se dan vueltas alrededor de unos cuantos conceptos, alumbrando un discurso circular. El amor tiene un profuso tratamiento en la obra de Fernando Beltrán; este discurso amoroso ensarta variaciones, es siempre un relato inconcluso que deja en el sujeto verbal una provechosa lectura.  Muchos lectores suscribirían sin asomo de dudas que La semana fantástica es la entrega cimera. En cualquier caso, es el libro más popular del autor, el que acumula más poemas antológicos. En varios textos asistimos a una indagación extrema sobre los precipicios de la historia reciente. Hay toma de postura y sentido crítico; las aguas transparentes del bienestar y del progreso arrastran una funesta cantidad de limo.  Libro de madurez, El corazón no muere toma el título de un verso de Czeslav Milosz y se constituye como un poemario sobre la muerte, última palabra que pronuncia el tiempo. Sirve de coda la sección “Poemas rebeldes” una muestra de composiciones desgajadas que no hallaron sitio en conjuntos poemáticos o vieron la luz al toque de revistas o antologías; son textos que concilian diversidad y autonomía pero que no difieren del pulso que define al autor.   Fiel a sí mismo y a su particular visión del hecho literario, el patrón creativo de Fernando Beltrán –ya se ha dicho- constata una sensibilidad marcada por la empatía con lo cotidiano; el sujeto verbal  refleja un posicionamiento de la voluntad ante el  entorno propio; habita un lugar con sentido de pertenencia, acumula detalles, observa, registra, denuncia desajustes, se emociona y casi nada le pasa desapercibido porque sabe que la verdadera condición del yo tiene en el otro su punto de partida.