La danza de la vieja Ana Martínez Castillo Prólogo de Antonio Rodríguez Jiménez Ediciones de la Isla de Siltolá Colección Tierra Sevilla, 2017 |
GEOGRAFÍAS ONÍRICAS
Algunas compilaciones antológicas como El llano en llamas (Fractal, 2011) o La Escuela poética de Albacete (Celya Editorial, 2016) han dejado entre
los lectores de poesía la refrescante visión de un paisaje lírico en plena
floración. Trasciende, con mucho, la periferia marginal de la provincia para
sumar al ahora lírico en castellano un listado de voces que llena con
su luz los estantes poéticos o que se reconoce con selectos certámenes. A
ese plural poético se incorpora Ana Martínez Castillo (Albacete, 1978), docente
en ejercicio, poeta desde su juventud, cuentista y colaboradora de prensa.
He señalado la temprana vocación lírica de Ana Martínez Castillo porque La danza de la vieja, su amanecida
literaria, se editó en 2002. De esa contingencia se ocupa el liminar de Antonio
Jiménez Rodríguez, un texto necesario para percibir el contexto de la
autora y la profundidad de sus mutaciones en el tiempo. En el enfoque crítico
se hace palpable la sólida textura de un quehacer que ofreció hace menos de un
año el poemario Bajo la sombra del árbol
en llamas, una entrega –y vuelvo a la sabiduría reflexiva del prologuista-
que comparte “un único entramado plagado
de símbolos, imágenes y referencias que
nos remiten al rico mundo de su autora y
a su original concepción de la poesía”.
El introito recurre a la prosa poética como molde expresivo, lo que
acentúa la función situacional del sujeto poético y el ámbito nocturnal en el
que se manifiesta su identidad. La vieja es quietud y silencio, un amparo
desasido de brotes que ha ido apagándose en el discurrir del tiempo. El
trayecto va trazando los rostros de otras identidades, como si en la evocación
retrospectiva se fuesen rescatando del pasado las figuras en manos del
silencio; así, el padre y la madre como garantes de lo emotivo y como refugios
frente a la intemperie para preservar la infancia y ese mundo idealizado de
nanas y miedos.
La luz
se contamina de inmediato por las sombras y son muchas las imágenes que dan a
lo transitorio una apariencia de inquietud. Se desmigaja el día y alrededor de
ese patrimonio de horas se convoca un extraño desorden –arañas, grumos de frío,
mendrugos de silencio-, un enjambre de elementos simbólicos que ponen en la
lectura literal del poema un foco luminoso y simbólico. Así se va gestando una
identidad en el tiempo que se nutre de azar y contingencia, que a veces
necesita la prosa justificatoria de una carta para avalar el sinsentido, o que
va moldeándose en la extrañeza, desde la niña a la vieja, desde los muslos de
plata a la piel oscura y cuarteada.
La poesía de La danza de la vieja
vela su sentido explícito para que los poemas adquieran una carga hermética a
contramano de lo lineal. Así sucede en el poema en prosa “El titiritero” que
cautiva por su excelente resolución formal y que exige un fuerte tono
introspectivo en la amanecida improbable de su significado que se desenvuelve como si fuese una escenificación: “…Pero a veces hay
que darle cuerda a la muerte y que no
chirríe, como si fuese cajita de música o muñeca mecánica, como si fuese
engranaje, reloj o nudo”.
Lejos de la poblada nómina del realismo y nutrida con un magisterio
plural y heterodoxo en el que nunca faltarían Leopoldo María Panero, Ray
Bradbury y Bram Stoken, el verbo poético de Ana Martínez Castillo apuesta por
lo ficcional, el vuelo imaginario y el onirismo. Apuesta por la obra literaria que busca el extrañamiento y la intuición para configurar una geografía imaginaria. Así crea en La danza de la vieja un escenario en
tinieblas, un contraluz poético que descubre en los ojos de una anciana el retorno
infantil de quien regresa al sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.