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domingo, 11 de agosto de 2019

HESNOR RIVERA. GRAMÁTICA DEL ALUCINADO

Gramática del alucinado.
Y otros poemas inéditos
Hesnor Rivera
Colección Memorial
Fundación La Poeteca,

 Caracas, Venezuela, 2019

LOS GIROS DEL AZAR

   La reflexión prologal de Hesnor Rivera (Maracaibo 1928-2000) en Gramática del alucinado. Y otros poemas inéditos cuestiona un asunto didáctico: la asimilación por parte del alumnado infantil y juvenil de inventarios gramaticales básicos. Y la conclusión del desaparecido poeta es negativa. Es un territorio de desajustes porque el sistema docente convencional ha convertido el recorrido por la gramática en un páramo yermo, en esa disciplina polar que transforma la esencia del idioma en una obligación desmotivadora. Con tal conclusión, Hesnor Rivera quiere establecer en Gramática del alucinado. Y otros poemas inéditos una hendidura para liberar el dinamismo de la imaginación. El poeta fecha el breve texto en 1996, el mismo año en que concluía los poemas de un libro que ha permanecido inédito hasta la fecha.
  Han trascurrido más de dos décadas desde la conclusión de aquel apunte programático y el lector que ahora se acerque a los textos hallará una escritura despojada y directa, casi en un registro coloquial que argumenta, más allá de la propuesta programática, que “La poesía siempre / es otra cosa”; el acto escritural es un elemento vivo y cercano, intangible; una brizna de magia que contradice el rostro desgastado de la realidad para humanizar lo que toca.
   El poema se transforma en una cartografía de la imagen, capaz de trastocar los estadios de la temporalidad. Recrea estratos temáticos enriquecidos con nuevos significados y encuentros para que el segmento lineal que aglutina pretérito, presente y futuro se haga un lugar “Donde los recuerdos, cobran / las apariencias de las profecías / sobre el final de los combates / entre el amor y la muerte” (Pág. 9).
   Los títulos de las composiciones trazan sus sendas en torno al temporalismo, como si cada indagación en el sujeto o en el entorno invitara a caminar a tientas por lapsos o intermedios definidos como espejismos de permanencia aleatoria. Conviven el pasado mudable y el futuro indefinido, un presente gastado y un ayer activo que camina hacia el mañana para definirse con otra identidad. Esas constelaciones cronológicas perduran en una extraña convivencia, intactas, alumbrando sueños, buscando la seducción de la noche y sus caminos de conocimiento para preservar la intensidad del misterio y su fascinación incesante. Así adquieren los poemas ritmos alucinados, donde el discurso lógico se rompe con asociaciones insólitas.
   El apartado “Otros poemas inéditos”, compuesto por textos escritos entre 1988 y 1992, emplea un título abarcador, proclive a la apertura argumental. El comienzo de la sección “Tu edad y el mundo”, con íntima dedicatoria filial, abre puertas a la confidencia. Las palabras refuerzan el mensaje apelativo para avanzar en un diálogo en el que se bifurcan cartografías oníricas por donde caminan los fondos  de los sueños y las sombras de lejanas presencias. En este conjunto de poemas, el recuerdo despierta para reconstruir vivencias que acaso no hayan existido nunca o para recordar que el sentimiento amoroso es núcleo básico de cualquier identidad.
   En la percepción desde el asombro las cosas renuevan su semblante, dejan su apariencia inmóvil para vestirse con significados cambiantes que amanecen en el vendaval del tiempo. En esa aventura incierta se precipitan indicios que entrelazan memoria y sueño, una evocación que suena a melancolía y ausencia, pero también a los mejores cimientos del ser, a esas sumas gastadas del discurrir en el que se refugian las presencias centrales que nutrieron el viaje existencial.
   La voz plural de “Epílogos” aglutina un poema perteneciente a Persistencia del desvelo, junto a un texto crítico de Valmore Muñoz Arteaga. El breve ensayo explora afinidades poéticas generacionales con Juan Sánchez Peláez, Adriano González León y José Lira Sosa, y el fortalecimiento singular de un itinerario que asume recursos estéticos del romanticismo alemán y del surrealismo. La hija del poeta, Celalba Rivera Colomina añade un recorrido elegíaco y evocativo que sirve de homenaje a la personalidad paterna.
   De todos los amantes de la buena poesía  es conocido el incansable quehacer de la Poeteca de Caracas y de su colección de poesía, coordinada y dirigida por Jacqueline Goldberg, por amparar y difundir proyectos literarios de calidad en una cronología social de carencia e inestabilidad colectiva. La edición de Gramática del alucinado recupera un legado que revalida la imaginación en el poema y engrandece en entorno con aportes simbólicos y giros metafóricos. Los versos ofrecen una grieta visible para que aflore una poesía diáfana, indagatoria, atenta al trayecto sentimental del sujeto, que eleva la voz para depositar junto al sujeto la memoria encendida del tiempo.  




    

miércoles, 26 de diciembre de 2018

FEDOSY SANTAELLA. TATUAJES CRIMINALES RUSOS

Tatuajes criminales rusos
Fedosy Santaella
Oscar Todtmann editores
Caracas, Venezuela, 2018


CONVICTOS CON TATUAJES


   El quehacer lírico, como género literario, desde los albores del movimiento romántico convirtió la identidad del protagonista subjetivo en la zona centro del poema. Desde ese enfoque reducido se hace una valoración extrema del intimismo y se analiza, con profundidad y apasionamiento, la mutación del sujeto biográfico en personaje que actúa sobre un escenario verbal. Esta concepción del hecho poético abrió una producción de amplio cultivo generacional en la que se solaparon otras estrategias expresivas, como la poesía narrativa. A su rescate recurre Fedosy Santaella (Puerto Cabello, Estado Carabobo, Venezuela, 1970) al configurar los pretextos argumentales de su carta de presentación poética Tatuajes criminales rusos, un título de impacto al que viene bien, para ahuyentar cualquier desconcierto, las líneas interpretativas de Eleonora Requena y Jacqueline Goldberg: “La mayor parte de los tatuajes a los que se asoma este libro no son ficción. Quemaron la piel de auténticos criminales confinados en las cárceles de la Unión Soviética. Eran grito que marcaban territorio, ejercía poder y daba cuenta de las más íntimas historias de sus temibles portadores".
  La fuerza del escritor como creador de ficciones en libros de relatos y novelas es ampliamente conocida en la geografía peninsular donde se han publicado sus novelas Los nombres y El dedo de David Lynd, ambas por la editorial Pre-textos y ha conseguido reconocimientos como el Premio de novela corta Ciudad de Barbastro, contingencias que se añaden a una travesía literaria de amplia aceptación en Venezuela.
   Así que el libro de poemas enlaza sus puentes ficcionales con la poesía, aunque no olvida sus referentes en prosa. Así, Tatuajes criminales rusos usa como proemio una cita de A sangre fría, novela cumbre de Truman Capote. Las composiciones son una mirada en la grieta, un intento de preservar las voces marcadas por el dolor, la desesperación y el miedo de un puñado asimétrico de inquietantes presencias carcelarias. Esta reconstrucción desde la palabra busca una inmersión profunda en las simas abisales del prójimo. La poesía se convierte en un ejercicio de apropiación de otro latir, de los cuerpos cansados de esos convictos con tatuajes. Y lo hace sin poner distancias previsoras, estableciendo un lenguaje directo y en primera persona del cauce argumental, para que los versos testifiquen y zarandeen la memoria, se conviertan en el registro sentimental de una biografía abocada en el tiempo a cumplir un pacto con el encierro y el silencio.
   Cada sujeto es rastro de un destino marcado. ocupa un lugar escueto en algún círculo dantesco que dejó sobre el dintel la menor esperanza. Cuando se preguntan, las voces miran hacia el pasado, suenan lejos, como si buscasen esos espacios intactos donde fuese posible regresar. Todo lo vivido es huella y polvo, un lecho inane de hojarasca que dispersa la brisa, o que duerme la callada quietud de la melancolía. Son secuencias que se guardan dentro, pero también allí la luz está tapiada y ponen su tacto el frío y la inclemencia.
   Los soliloquios expresan esa larga conversación de la conciencia consigo misma. En las colonias de trabajo, el discurrir ha ido escribiendo en las dermis cuarteadas sombríos tatuajes que salvaguardan historias. Las imágenes encallan en el cuerpo para recordar por fuera, pero también por dentro, la quemadura de lo aprendido. Quien se lee a sí mismo está solo y las palabras que lo expresan no son suficientes. Por eso, los tatuajes son necesarios. Se convierten en una topografía de sangre; es la caligrafía desatinada de un párrafo vital que ahuyenta el temor de los que miran la piel cauterizada, o de los que bajan los párpados para acoger el sueño.
   En aquel encierro la felicidad no existe, es una palabra vacía, como el ojo perforado por la aguja de quien durmió a deshora. Aún así, no son pocos los que sueñan con el regreso, los que aspiran a una amanecida donde la luz lave los ojos y muestre la piel limpia.
   Los poemas de esta carta de presentación de Fedosy Santaella cuentan historias y llevan detrás un amplio proceso de documentación que ratifica lo anecdótico. Ensamblan un territorio de desolación donde la iconografía patibularia de las instituciones carcelarias rusas aporta un lenguaje marginal, críptico, pero de absoluta precisión para los iniciados. Descubren una realidad perturbadora en la que el estado, como poder omnímodo y totalitario, adquiere una fisionomía castradora frente al estar rebelde individual. Sus métodos condenan al repliegue en el yo, a la ausencia de todo; a la necesidad de saber que el hombre está solo. Las mansas sílabas de la palabra libertad son el rastro gastado de un sueño marginal.     


viernes, 13 de julio de 2018

JACQUELINE GOLDBERG. EL CUARTO DE LOS TEMBLORES

El cuarto de los temblores
Jacqueline Goldberg
Óscar Todtmann editores
Caracas, Venezuela, 2018


SACUDIDAS


   Nacida en 1966 en Maracaibo, Jacqueline Goldberg es Doctora en Ciencias Sociales y Licenciada en Letras. Trabaja la poesía con voluntad ininterrumpida; el quehacer lírico es un recorrido espacioso que yuxtapone una amplia cosecha. Integra, con estrecha unión, diecisiete poemarios y se ha antologado su precisa memoria en variados espacios lingüísticos. Su novela Las horas claras, finalista del Premio de la Crítica, ganó el Premio Libro del Año 2014, otorgado por los libreros venezolanos y se ha reeditado en México.
  En El cuarto de los temblores sirve de umbral un paratexto diverso, cuyas citas invitan a la interpretación del núcleo germinal: el temblor como disfunción del organismo. Ya sea física o mental, la salud es mediodía;  su ausencia nos convierte en pacientes y en pródigos cultivadores del temblor, cuya genealogía despereza en el “Libro primero”. La escritura, entonces, se transforma en efecto curativo: “Alguien dijo que el día que escribiese sobre el temblor / dejaría de temblar. Que  cuando tallara en vocablos / todo lo que vibra desde mi infancia, nada volvería / a estremecerme”. Las palabras avanzan con cautela, como si crearan cauces de transparencia introspectiva. En ellas se desvela una presencia cuyos indicios unen el personaje poético y el ser biográfico. El sondeo permite afrontar el momento fundacional de las sacudidas, saber si aquel lejano estremecimiento que apareciese un día en la infancia fue movimiento inadvertido de un mal sueño o una sensación externa que se coló entre los sentidos, para albergar percepciones deformes de lo real.
  El análisis utiliza una larga regresión biográfica, un viaje hacia atrás que lleva al feto; busca en su desarrollo excusas argumentales que conviertan la naturaleza del temblor es un asunto de causas y efectos: la madre, el feto, el cordón umbilical alrededor del cuello, la sensación de asfixia, signos con los que la existencia mantiene una fatídica relación. En suma, los repIiegues de movimientos mínimos que es preciso vencer. Todo el apartado muestra una intensa coherencia textual. El poema parece una secuencia viva; es un escalón reflexivo que recurre a la palabra para un regreso al yo aflorado en el devenir biográfico.
  El trayecto evolutivo  requiere una “Ocasión de mudanza”; así se denomina el segundo conjunto poético, cuyos contenidos siguen las mismas coordenadas temáticas y el ánimo pesimista de quien sabe que “Todo movimiento es artificioso. / Temblar es empeoramiento, / moverse sin destino”. Jacqueline Goldberg extrema el objetivismo de su escritura al incorporar a la sección análisis en prosa que tienen el formato de artículos de prensa; de este modo las lindes del género se hacen difusas para integrar en su desarrollo textos ensayísticos. Los signos particulares de “Ocasión de mudanza” multiplican la erudición culturalista en torno a las manos como depositarias del temblor. Se rastrea la ausencia de manos en personajes reales o de ficción que sufrieron amputaciones y que prodigaron gestos de aceptación o rechazo de esa condición fisiológica. En casi todos estos poemas-relato la emoción se transforma en interés didáctico, como si la escritura propusiera un enciclopedismo temático sobre esa personal contingencia de quien convive con una cualidad física que le hace diferente.
   Nace en el apartado “Demoras” el rumor sosegado de quien no tiembla. En ese mar de calma queda el reflejo del temblor, una caligrafía de garabatos  que muestra la dureza del esfuerzo. Es una línea intacta que retorna a la voluntad de superación y al compromiso del yo por hacer de la torpeza un quehacer afanoso que pocas veces encuentra puerto. Quien escribe es consciente del error, sabe que la vida es una tarea de precisión que desdeña el temblor, que deja cerca a los oficiantes del pulso para que ejerciten su exactitud de brújula. La calma es solo química, y en ella se refugia quien desea aplacar las embestidas del seísmo, aunque sufra efectos secundarios ominosos, aunque la dependencia del medicamento genere convulsiones.
  Inusualmente extenso, El cuarto de los temblores deja en “Libro Primero” un trazado orgánico que sugiere el avance de un diario poético. El texto que cierra este tramo de escritura es una estela autobiográfica: “Es 30 de noviembre de 2016. Hace unos días cumplí / cincuenta años. me gusta esta edad. Lástima los días / del país, el temblor sin reverencias”.
  La escritura no cambia su enfoque en “Libro segundo”ni en los demás segmentos; los textos postulan un trayecto continuo en que la enfermedad abre matices. La poeta recuerda la taxonomía de Susan Sontag que atribuye a cada ser una ciudadanía dual, capaz de integrar los episodios vitales en el reino de los sanos o en el reino de los enfermos. El tiempo enseña a asumir los trazos definitorios del estar diario: “Tengo una enfermedad rara, minoritaria. / De sacudidas fulgurantes, siempre visibles. / Enfermedad huérfana. Sin espejo retrovisor. / Dicen que mi esperanza de vida es normal. / No así mi esperanza”. 
  Como la claridad que emerge de un manantial oscuro, los poemas diversos –poemas breves, composiciones sálmicas, poemas-relato en prosa o enunciados que tienden al trabajo periodístico o a la erudición del ensayo breve- de El cuarto de los temblores indagan el vuelo de Ícaro de una identidad perseguida por un presente movedizo. Su voluntad se afana en ese vuelo raso e incapaz de superar la altura del temblor. En su tarea prometeica, la identidad verbal encuentra en la escritura un mapa desplegado, donde se asientan grietas como la incertidumbre, la soledad el miedo o la carencia. Pero el enigma sigue intacto, con la fuerza de una pulsión que nace desde dentro.
   La densa lectura de El cuarto de los temblores acerca el latido de una sensibilidad convulsa, que conoce el trauma y lucha por liberarse de sus efectos residuales. Esa voluntad convierte la escritura en asidero documental y pedagogía, dando pie a los llamados “poemas documentales” que Jacqueline Gldberg practica también en su reciente salida Las bellas catástrofes (El Estilete, Caracas, 2017). El temblor no es un síntoma de debilidad sino una expresión corporal que sirve de estrategia para volver al equilibrio. La poesía se hace así liberación y consuelo, un lugar seguro que esquiva nuestros miedos.